Desde Chechenia ya no se ve el oeste

Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)

Concentración contra la persecución de homosexuales y bisexuales en Chechenia / Foto: EFE

Parecía ficción, pero la realidad golpeó con una brutalidad traumática. Hace un año y medio, los activistas locales y la prensa independiente rusa denunciaron lo que podría haber sido el argumento de una terrorífica distopía: la persecución, detención, tortura e incluso en ocasiones asesinato de hombres sospechosos de ser homosexuales en Chechenia. Las historias, sin embargo, eran veraces. La sangre era auténtica.

Entonces, fueron varios los líderes internacionales que condenaron lo intolerable y presionaron para que Moscú diese una respuesta. Muchos meses después, la justicia sigue brillando por su ausencia. No hay culpables, como tampoco hay reparación, porque para ellos (los cazadores, los torturadores, los asesinos) no hay crimen. Porque probablemente ellos piensan que actuaron justamente. Porque negaron que la homosexualidad existiera siquiera en sus tierras. Tras siglos de ostracismo histórico, sabemos de primera mano que lo que no existe no puede conformarse sino con el frío de las sombras.

Ahora el horror ha vuelto como un jarro de agua gélida en pleno invierno siberiano. Las detenciones de hombres y mujeres presuntamente homosexuales por parte de las autoridades chechenas y el asesinato de al menos dos de estas personas ponen de manifiesto que la maquinaria de persecución sigue en marcha.

La inhumana caza de gais y lesbianas es, aparentemente, política de Estado en Chechenia, y Rusia poco hace para evitarlo. No es que nadie esperase algo de Vladímir Putin, de un Kremlin que lleva años cultivando el odio e institucionalizando la discriminación y la violencia contra las personas LGTBI. Pero sí habría cabido esperar algo del Estado de derecho, de las instituciones democráticas. Esas que, ahora más que nunca, demuestran funcionar más bien como un macabro disfraz de carnaval.

En abril de 2017, en este blog nos hicimos eco de aquella escalofriante noticia: Chechenia tenía campos de concentración para homosexuales. Y denunciamos la complicidad de la “fortaleza europea” con esa “purga gay”. Como dijimos entonces, la condena internacional debería ser firme, pero no basta, como tampoco basta con ondear las banderas arcoíris imposibles de avistar desde el otro lado de los muros que, supuestamente, nos protegen.

Nada, o prácticamente nada, ha cambiado desde entonces. Decenas de homosexuales han logrado escapar a países como Alemania o Canadá, mayormente gracias a las redes locales de activistas rusos. No hay evidencias, ni siquiera indicios, de que España haya tendido la mano a los (potenciales) refugiados LGTBI chechenos. Cierto es que a menudo estas operaciones se llevan a cabo con el mayor secretismo posible, en aras de garantizar la integridad física de esas personas. Pero todavía no ha llegado signo alguno de que nuestro país, que tanto se enorgullece de haberse convertido en una de las sociedades del mundo más respetuosas (si no la que más) con la diversidad sexual y de género, haya sido coherente con su orgullo, que no debería ser sino la proclama universal de que todas las personas tienen derecho a ser y a amar libres de la violencia.

A finales de la década de los ochenta del siglo pasado, unos años antes de que la epidemia del VIH/sida comenzase a hacer estragos, una canción de un revolucionario grupo de música disco llegó a las radios y discotecas para hacer historia. En Go West (ve hacia el oeste), los chicos de Village People cantaban con una valiente ambigüedad al sueño gay de la liberación que entonces representaba San Francisco. En una versión posterior acompañada de un exitoso vídeo musical, los Pet Shop Boys, sin mover una coma, hicieron un guiño a la narrativa de la libertad capitalista en el difícil contexto global de la Guerra Fría. Todo ello sin olvidar la profunda importancia que tiene la expansión hacia el oeste en el desarrollo económico de Estados Unidos, así como en la construcción del mito nacional estadounidense.

Más allá de las inclinaciones ideológicas personales (es evidente aquí en todo esto la huella de la geopolítica de gran potencia), Go West se convirtió en un himno y pasó a formar parte de la cultura popular; eso sí, con un marcado elemento político y emotivo para las personas LGTBI. Se transformó en un promesa: la de una alternativa emancipatoria cuando la oscuridad, el miedo y el dolor se hacen insoportables.

En Chechenia, sin embargo, no deben de estar sonando los acordes de la icónica melodía; no se escuchan sus versos que prometen un refugio de cielos azules, tranquilidad y paz. Nadie canta el augurio de un sol brillante en el corazón del invierno. Miramos con preocupación en esa dirección, ondeamos nuestros colores, pero les hemos robado la canción que nos enseñó que siempre había una puerta de salida, fuese cual fuese el motivo de la huida. Se nos han oxidado las cuerdas de la guitarra. Y desde Chechenia ya no se ve el oeste.

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