Las luchas dialécticas

Por Marta Márquez (@marta_lakme) escritora y presidenta de Galehi, asociación de familias Lgtbi 

Foto: Andrés Nieto Porras

Soy una apasionada del lenguaje desde que era pequeña. A los 6 años, mi profesora me dio un sobre cerrado para mis padres (madre y padre) y, en consecuencia, tuvieron que acudir a una reunión con ella. Me pasé días pensando que había hecho algo malo, que la profe quería decírselo a mis padres y que un castigo iría detrás. La verdad es que era una niña buena, pero solía meterme con mi hermano (de ahí mi miedo). La cuestión es que detrás de aquella misteriosa reunión estaba el deseo de mi profesora de decirle a mamá y papá que la lectoescritura de la niña, o sea yo, era excepcionalmente buena. Leía con soltura y apenas tenía faltas de ortografía.

Rápidamente me convertí en una gran lectora nocturna. La pequeña luz de mi cama me daba la oportunidad de volar por los mundos mágicos que encontraba en los libros de Barco de Vapor. A los nueve años, mi tío Alfredo, con el que en mi edad adulta no dejo de discutir sobre el uso del leguaje y la etimología de las palabras, me regaló un libro de Federico García Lorca en edición infantil y, más tarde, otros tantos títulos. Mi tío, filólogo hispánico y profesor de lengua y literatura, siempre fue una inspiración para mí. Y mi madre, ávida lectora donde las haya, el espejo donde mirarme.

A esto debemos sumarle mi espíritu rebelde, el tardío descubrimiento de mi orientación sexual y mi inquieto interés por conocer el porqué de las cosas y, así, tendremos a una lesbiana feminista y activista por los derechos de las personas LGTBI con muchas ganas de cambiar el mundo. Pero, ¿qué puedo hacer yo desde mi pequeñez como ser humano para cambiar el mundo siquiera una ‘miajilla’?

La respuesta para mí es sencilla. Lo que puedo hacer está aquí, en esto que lees. Descubrí que el lenguaje es la forma que he encontrado de sentirme bien y de  tratar que las mujeres y el colectivo LGTB también se sientan bien, incluido, respetado, tomado en cuenta. Trato, cada día, de deconstruirme y volverme a llenar de experiencias nuevas, de necesidades nuevas, de nuevos retos. Y uno de ellos, y muy importante, es el lenguaje. El mismo que me lleva acompañando toda mi vida. Pues resulta que, ahora, lo que yo había aprendido no sirve. Y no sirve porque invisibiliza a las mujeres, a las cis y a las trans, a las lesbianas y a las bisexuales, a los gays, a las personas no binarias, a las intergénero y a todas y cada una de las orientaciones e identidades no normativas.

Reivindico allá donde voy que el uso del masculino genérico no es genérico; existen palabras femeninas y masculinas (dependiendo del país, por supuesto). Tenemos “la sartén” y “el paraguas”, por ejemplo. Y no creo que ninguna sartén se ofenda por decir “el sartén”. Pero si hablamos de personas la cosa se complica con el tema de la ofensa. La Lengua Española tiene su origen en el hombre. Y no en el hombre como ser humano sino el hombre, el macho, el que manda. Ellos eran quienes decidían, y deciden, las palabras, la explicación del significado y la creación de las nuevas palabras para su mundo; un mundo en el que las mujeres no importaban absolutamente nada. Ni qué decir de orientaciones e identidades.  Y aquí es donde me topo con los lingüistas. Esos que afirman que el español es muy rico pero no lo suficiente para incluirnos a todes, no tan rico como para incluir palabras como sororidad pero sí palabro, almóndiga, apechusques, culamen, otubre, toballa, murciégalo, postureo, asín…Es tan rico que no necesitamos más. ¿Para qué vamos a necesitar más si luego tenemos que utilizar la economía del lenguaje? Eso será que ya tenemos demasiadas palabras que nos incluyen. No. En realidad, lo que ocurre es que el colectivo LGTBI y las personas feministas lo que queremos es modificar una lengua ancestral, moldearla a nuestro antojo, utilizarla en beneficio propio. Y eso está mal, pero que muy mal.

Los colectivos no podemos hacer eso, aunque existen quienes sí pueden. Pueden hacerlo los abogados y, gracias a la interpretación del lenguaje y las leyes, hay “manadas” en la calle violando y asesinando a mujeres impunemente. Pueden hacerlo las religiones que manipulando el lenguaje son capaces de hacernos creer que la homosexualidad es anti natural, pero que que un padre mate a su hijo para satisfacer a su dios es muy natural. Lo puede hacer la política, gran maestra de la posverdad, retorciendo sus programas y discursos hasta el punto de no saber qué han prometido que harán para luego no tener que cumplirlo. El lenguaje científico también es susceptible de interpretación. Si es que hasta el lenguaje de los ordenadores lo hemos creado en binario.

¿Cómo es posible que haya profesiones que discriminan y otras no? El sufijo –ista hace que algunas profesiones sean femeninas. Tenemos a los y las taxistas, periodistas, comentaristas, golfistas, tenistas, malabaristas y activistas (como yo). Sin embargo, tenemos a filósofos y filósofas, profesores y profesoras, carniceros y carniceras, directivos y directivas (las menos). Y luego, también tenemos la creencia de que el sufijo –nte no tiene femenino y tenemos que aceptar a la señora presidente cuando ya en el Diccionario de 1803 teníamos las palabras presidenta, tenienta, sirvienta o regenta. Eso sí, tenienta es la mujer del teniente y un cargo en el ejército mientras que sargenta solo es la mujer del sargento o una mujer “corpulenta, hombruna o autoritaria” y de ninguna manera un alto rango en el ejército.

Es por esto, y por mucho más, que seguiré peleándome con todos aquellos filólogos con O que consideren que el lenguaje no es machista, que no invisibiliza y que todo está en la etimología de las palabras y en cómo los colectivos LGTBI queremos manipular la lengua a nuestro antojo para incluir en el uso cotidiano palabras más inclusivas, la terminación e y hacer un esperpento a la hora de hablar y de escribir. Y es que, ¡hay que ver cómo somos! ¿eh?

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