¿Y si las hermanas Gilda no hubiesen sido hermanas?

Artículo de Clara Asunción García (@clarasungarciapublicado en el Gehitu magazine nº 101 “Viñetas con orgullo” que puedes descargar aquí

 

Crecí leyendo tebeos. Crecí siendo lesbiana. Podría parecer que una cosa no guardara relación con la otra, pero sí, y una muy importante: todo lo que ves, todo lo que vives, todo lo que sientes, todo lo que haces bien o estropeas, lo que llega a tu vida o se va, te construye, te da tu lugar en el mundo.

Todo lo que lees, también. Sobre todo, si en tu vida los libros ocupan un lugar fundamental; sobre todo, si para ti constituyen un referente, una vía de escape, un lugar de conocimiento y reconocimiento. Porque el relato de la ficción construye también el de la realidad. Porque esa representación tiene su correspondencia real y esta a su vez debería tenerla en esa ficción.

A mí, a la niña que creció metida dentro de su cabeza, los libros le construyeron su andamiaje interior, un armazón de páginas que fue recubriéndose con un mosaico de emociones, experiencias y reflejos. Leer fue una puerta, una ventana, un mundo, un universo. Una salida pero también una entrada, porque me permitió asomarme a mil portales distintos de mil vidas ajenas que me mostraron mil cosas diversas. A través de los libros he sentido, he crecido, he descubierto y me he reconocido.

Y esto último es esencial: reconocerse, verse reflejadx, sentir que no estás solx, que no eres únicx en lo que sientes, en lo que eres. En los libros, en la vida, en la ficción, en la realidad. Los libros son tabla de salvación y evasión, pero también de enriquecimiento, de formación, de crecimiento tanto intelectual como emocional. Para mí lo fueron, lo son y lo seguirán siendo.

Todo ello lo encontré en la palabra escrita. En mi caso, la transición a la literatura adulta fue algo brusca, ya que pasé de los tebeos a aquella, saltándome prácticamente por entero la casilla de la literatura juvenil. De Zipi y Zape a Pearl S.Buck en un abrir y cerrar de ojos. Eso fue sobre mis once años.

Pero ¿y antes? ¿Qué vio, qué sintió, qué encontró o descubrió esa Clara niña en las páginas coloreadas de esos tebeos con los que creció en los años 70? ¿Qué le ofreció ese mundo de viñetas, bocadillos y onomatopeyas impresas en papel pulp?

Pues una maza; una enorme maza con la que reventar las costuras del mundo gris y rectilíneo de cada día, con la que romper los límites de la creatividad. Los tebeos me enseñaron a tirar abajo las paredes de la convención, a cambiar la perspectiva, a asumir que las cosas podían ponerse del revés, y rebotar, y estamparse contra el suelo, y volar, y los bocatas de ballena, y los chicarrones «igualicos, igualicos quel defunto de su agüelico», y las tiernas viejecitas capaces no solo de conducir coches a gran velocidad sino de aparcarlos en lo alto de una palmera, y los fantasmas latosos que tocaban la cornamusa a horas intempestivas… Esa Clara niña supo del delirio, de lo imposible, lo jocoso, lo loco, lo surrealista; tuvo conciencia de que más allá de las rectas carreteras que siempre van al mismo sitio hay senderos llenos de curvas en los que perderse y descubrir un más allá más allá aún.

Los tebeos, en resumen, me enseñaron a hacer de mi imaginación una golondrina.

Y sí, a esa niña le encantaba leer «13 Rue del Percebe» (su favorito), sonreía con las travesuras de Zipi y Zape, se desternillaba con los líos que montaba el inepto del botones Sacarino, caía fascinada por la capacidad mutante de Mortadelo (a Filemón que le dieran. ¡Qué soseras de hombre!), se ponía de los nervios con la torpeza de Rompetechos y se desasosegaba con la miseria del pobre Carpanta. Le encantaba que a esos agentes secretos, chapuzas a domicilio, abuelos que contaban interminables batallitas o bebés en canastilla les pasaran mil y una cosas, inverosímiles, estratosféricas, absurdas, desquiciantes… o tan simples (¡y extraordinarias!) como enamorarse.

Y esta es la cosa muy importante de una lesbiana que creció leyendo tebeos: porque esos tebeos hicieron de mi cabeza plastilina, mostrándole a mi imaginación el camino tras los cerrojos y los muros, sí, pero ¿y a mi corazón? ¿Qué camino le mostraron al corazón de esa Clara que a los ocho años se enamoró por primera vez y lo hizo de una niña de pelo claro recogido en una doble coleta trenzada? ¿Podrían esos tebeos, esas historietas, haberle librado también de los tabiques y las cadenas y los miedos y la nada? ¿Podrían haberle ayudado a hacer de su corazón una golondrina? ¿Podrían, siquiera, haberle dado un rinconcito, un guiño, un codazo amistoso, un «Eh, mírate, tú también estás aquí. Este mundo también es para ti»?

Sí, podrían. Con un Zipi Zapatilla enamorándose de un compañero de clase. Con una Doña Urraca empoderada practicando la sororidad. Con mujeres y hombres alternándose entre los objetivos amorosos de Hermenegilda (o con las hermanas plenamente realizadas con su elegida vida de singles), con… ¡tantas cosas! Y ni siquiera habría hecho falta plasmarlo de forma especial, sino con la simple (y bendita) cotidianeidad. Solo eso.

Pero no lo encontró, en esos tebeos no había lugar para lo que yo sentía, esa Clara niña nunca vio reflejado su corazón en esas historias, nunca se vio representada en esa vida que era de verdad que era de mentira. Y era importante, era vital que eso hubiese ocurrido. Porque todo lo que ves, todo lo que vives, todo lo que sientes, te construye, te da tu lugar en el mundo…

Bien es cierto que habría sido ya no solo pedirle peras al olmo, sino melones, calabazas y hasta calabacines. ¿Una representación de la diversidad afectivo-sexual en unos tebeos en las postrimerías del franquismo? ¿Que las Gilda, en vez de hermanas hubiesen sido pareja? «¡Inconcebible!», que diría el maquiavélico Vizzini.

Pero todo lo que no se representa no se conoce y todo lo que no se conoce no existe. Es un bucle viciado. Porque no se conoce porque no se representa porque no existe porque no se conoce. Y yo (y todxs lxs que crecimos en esa época) solo necesitaba la gota, el plip plip en la cortina de lluvia. Saber que estaba ahí, aunque fuese pequeñita, y que me calase, aunque fuese poquito a poco. Pero empaparme, que mi yo dentro de mí supiera que ese plip plip existía, que también formaba parte de la vida, de la de mentira y de la de verdad.

Hoy, a mis cincuenta años, la niña que una vez fui se maravilla (y en cierta medida siente –sana– envidia), cuando ve que la representación de esa diversidad ya está al alcance de todxs y para todas las edades. Hoy hay cuentos inclusivos, y cómics, y novelas, y series de TV, y películas, y canciones, y… Todavía queda mucho por hacer (porque queda), pero que lxs niñxs cuenten con esos referentes a edad tan temprana es fantástico, y necesario, y obligatorio, tanto si es para sentirse identificadxs como para educarles en la riqueza de lo diverso.

Yo no lo tuve. Y no lo tuve durante mucho tiempo, demasiado: no encontré una historia en la que aparecieran reflejados mis sentimientos hasta no cumplir la veintena. Y eso es un largo y solitario camino para el encuentro con una misma…

Verse reflejadx es vital, reconocerse en los demás, contar con referentes. En ese sentido, la cultura es una herramienta fundamental, un poderosísimo instrumento de transformación social. La actriz, guionista y directora de cine Leticia Dolera dice, en su ya imprescindible Morder la manzana (Editorial Planeta, 2018): «Creo firmemente en la importancia del relato cultural para cambiar las cosas, que todo cambio político y social tiene que estar apoyado por un cambio cultural para que cale y perdure. Por eso pienso que quienes nos dedicamos a contar historias tenemos una responsabilidad que va más allá del entretenimiento. No se trata de adoctrinar, pero sí de analizar qué se visibiliza y cómo».

No puedo estar más de acuerdo. Visibilidad, la palabra mágica, necesaria, imprescindible. Porque sin ella no hay referentes, no hay espejos, no encuentras a nadie a tu lado al girarte y entonces es cuando nos creemos solxs, o equivocadxs, o taradxs.

Porque sí, jiji-jaja con ‘Ande, ríase ‘usté’ con el arca de Noé’, jeje-juju con ‘El doctor Cataplasma’, jojo-jojo con ‘La familia Trapisonda’, y cualquier otra combinación de carcajadas con cualesquiera historieta, pero… ¿y mis ays, mis ohs y mis ahs? ¿Y mi yo, mi reflejo, mi referente?

Porque todo te construye, te da tu lugar en el mundo…

Clara Asunción García Elche (Alicante), 1968. Autora de las novelas «El primer caso de Cate Maynes» (Egales, 2011), «La perfección del silencio» (Egales, 2013), «Los hilos del destino» (Egales, 2014), «Tras la coraza» (Editorial Egales, 2016) y «Elisa frente al mar» (Amazon, 2013), novela esta última recomendada como material de lectura sobre la diversidad afectivo-sexual para estudiantes de Secundaria y Bachillerato y que ha sido traducida al francés («Face à la mer», Éditions dans l’Engrenage, 2015) y al inglés («Elisa facing the sea», Amazon, 2016). Ha participado también en los libros colectivos «Fundido en negro: antología de relatos del mejor calibre criminal femenino» (Alrevés, 2014), «Ábreme con cuidado» (Dos Bigotes, 2015), «Donde no puedas amar, no te demores» (Egales, 2016) y «Cada día me gustas más» (HULEMS, 2016). Su antología «Y abrazarte» (Amazon, 2016) fue nominada a los Premios Guillermo de Baskerville 2017 (Libros Prohibidos).

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