Estimada canciller Merkel, el matrimonio no basta

Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)

Angela Merkel

El 1 de octubre de 2017, Bodo y Karl dejaron de ser una pareja de segunda clase. Los dos hombres fueron la primera pareja del mismo sexo en contraer matrimonio en Alemania, gracias a la entrada en vigor ese domingo, hace hoy un año, de la ley aprobada unos meses antes en un giro de los acontecimientos que sorprendió hasta a quienes llevaban años luchando por acabar con esta discriminación anacrónica. La foto del histórico activista LGTBIQ+ y diputado verde Volker Beck celebrando desde la bancada el final feliz de una batalla personal y política en su último día en el Bundestag está colgada en una de las paredes del Schwules Museum (Museo Gay) de Berlín, como una pieza más de la memoria democrática del país.

Desde entonces, al menos 7.000 de estas parejas (Beck y su ya marido entre ellos) se han dado el “sí, quiero”según una reciente encuesta. Una victoria de los derechos humanos de las personas lesbianas, gais y bisexuales que llegaba tarde, muy tarde. No se entendía que un país como Alemania, que tan fervientemente defendía la no discriminación en otros ámbitos, se hubiese quedado rezagada, no en el contexto de una Unión Europea en la que países como España habían hecho historia.  Pero acabó  llegando y volvió a demostrar, en un país más, de qué se trata: de amor, de libertad y de igualdad. Aunque sorprendentemente (o no, deberíamos decir), haya quien siga empeñándose en otro tipo de interpretaciones conspiranoicas de la realidad y de la dignidad humana.

Alemania disfruta de una imagen muy positiva en materia de derechos humanos. Parte de esa marca es merecida, y probablemente sea resultado, entre otras cosas, de una cultura de diálogo democrático ausente en otras latitudes. Otra parte, sin embargo, tiene más de optimismo en la proyección (hacia dentro y hacia fuera) de la narrativa nacional. Valgan la escasa concienciación y la deficiente respuesta institucional en relación con la violencia de género como ejemplo de ello. Claroscuros que se maximizan en el contexto de una sociedad con más bien pocas estructuras informales de apoyo y cuidados, en comparación con, por ejemplo, las sociedades mediterráneas.

El informe anual Rainbow Europe (Europa Arcoíris) de la división europea de ILGA nos sirve para poner perspectiva a este asunto. Esta ONG evalúa a los diferentes países según su nivel de protección legal de las minorías sexuales, y lo hace con un amplio abanico de criterios. Sobre una puntuación máxima de 100, Alemania se queda en un 59%. Muy por detrás de socios de la UE tan variados como Malta (91%), Bélgica (79%), Francia (73%), Finlandia (73%), Reino Unido (73%), Portugal (69%), Dinamarca (68%) o España (67%). Destaca en la última edición del estudio de ILGA Europe la escasa protección legal que establece el Estado germano frente a los crímenes de odio y al discurso de odio.

A esto se suma, por si fuera poco, la irrupción de AfD (siglas en alemán de la formación ultraderechista que se hace llamar “Alternativa para Alemania”) en el panorama político, habiéndose convertido en la mayor fuerza de la oposición parlamentaria al Gobierno de la gran coalición, ha escorado el marco del debate social y político hacia unos términos marcados por el nacionalismo más conservador. Un nacionalismo en primer lugar extremadamente racista y xenófobo, que recolecta votos en el seno de los fracasos del sistema a la hora de dar respuesta a problemas como la precariedad, la pobreza, el empeoramiento de las condiciones de vida, el encarecimiento de los precios de la vivienda o las bajas pensiones. Pero también un nacionalismo que, al mismo tiempo que dice no tener problemas con la homosexualidad (una de sus líderes, Alice Weidel, es abiertamente lesbiana), abraza sin complejos y defiende con uñas y dientes un modelo social cisheteropatriarcal.

En este contexto, son varios los indicios que han hecho saltar las alarmas sobre las diferentes formas de discriminación y violencia que siguen viviendo las personas LGTBIQ+ en el país. El 40% de los encuestados en 2016 por la Universidad de Leipzig consideraba “asqueroso” que dos personas del mismo sexo se besasen en público. En septiembre de este año, la edición alemana de Buzzfeed News hizo una encuesta que reveló una dimensión hasta entonces desconocida del precio que pagan muchos y muchas por desafiar las normas de la sexualidad y del género en Alemania. Fue poco después del #MeQueer, movimiento que nació en la cuenta de Twitter de un activista de Brandemburgo y que dio la vuelta al mundo con unos testimonios en primera persona que hablaban de una sociedad mucho menos igualitaria y mucho más discriminatoria de lo que a muchos responsables políticos en este país les gustaría reconocer.

Hace exactamente un año, con la entrada en vigor del “Ehe für alle”, Alemania pasó la página de una injusticia histórica, quizás la más simbólica de todas las que han nacido en el seno de una sociedad de fundamentos cisheteropatriarcales como esta. Y, junto con ello, podemos celebrar hitos (algunos insuficientes, pero no por ello despreciables) como las indemnizaciones a víctimas de la persecución legal e institucional homófoba del pasado, la petición de perdón por parte del presidente federal a estas personas o la reciente ley del “tercer género” para recién nacidos.

Ello no puede convertirse en una suerte de excusa para bajar la guardia. El auge de la extrema derecha de AfD (que ha llegado a plantear en el Bundestag la derogación del matrimonio igualitario) y el consecuente viraje derechista de los conservadores alemanes (en especial en Baviera, que celebra elecciones en dos semanas) hacen vulnerable a Alemania a fenómenos de “retroceso” como los que hemos visto en otras geografías. Y, más allá de eso, la credibilidad de su sistema democrático está en juego ante la pervivencia de violaciones de los derechos humanos a día de hoy injustificables: tanto en lo relativo a los derechos LGTBI, especialmente en el caso de las personas trans, intersexuales y no binarias; como en el de otros colectivos en especial situación de vulnerabilidad, como pueden ser las minorías étnicas y religiosas o las personas migrantes y refugiadas.

A veces, cuando paseo por las calles de Berlín y Colonia, dos ciudades conocidas mundialmente por «diversidad» y «tolerancia», yo también tengo cuidado. Como las personas encuestadas, yo también miro a mi alrededor antes de dar algunos besos. Yo también evito ciertas calles. Y pienso que en cómo se dirá en alemán que no, que el matrimonio no basta.

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