Por qué leer a Édouard Louis es un acto de insumisión

Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)

Édouard Louis (Foto: Alberto Estevez)

En mi casa, en mi entorno, Francia siempre fue un país de valores ilustrados. Signifiquen lo que signifiquen esas palabras. Esa tierra al norte de los Pirineos era una especie de referente al que los españoles con problemas a la hora de sentirnos españoles, afrancesados contemporáneos, mirábamos en busca de inspiración; a veces hasta con un punto de envidia. Pero, sobre todo, con la ávida sed de una cultura sobre la que, creíamos, al mirar desde esta esquina rezagada de Europa, no pesaban tantas lacras, tantos traumas, tanta amnesia.

Evidentemente, aquello tenía mucha más mitología de lo que uno quiere reconocer. No es que la desmemoria sobre la que se construye la democracia española sea comparable, pero tampoco puede afirmarse que la relación de la Francia con su pasado colonial, por ejemplo, esté exenta de injusticias y crueles olvidos que aún envenenan el presente. Como tampoco puede negarse que, más allá de los rincones más románticos y ostentosos de París, habiten realidades que harían enmudecer al instante a aquellos valores ilustrados. O que pocos llegaron a entender, al menos en un principio, cómo fueron posibles aquellas imágenes en las que el catolicismo más retrógrado, autoproclamado «manifestación para todos» (Manif pour tous) sacaba a pasear a las calles de la República el odio a la igualdad. Ese fundamentalismo católico del que tanto hubiéramos sospechado en tierras ibéricas, pero que creíamos moribundo al otro lado de una frontera que dio refugio a todo tipo de almas libres durante las décadas en que sucumbimos al fascismo.

Y, pese a ser consciente de las múltiples ramificaciones de este mito francés, francófilo, no puedo evitar sentir desasosiego cuando me llegan noticias del país que, sin siquiera saber explicar por qué, una vez admiré. Y que quizás todavía admiro, una vez más, incapaz de dar razones. Las desigualdades, el rampante auge de las diferentes voces del odio, el desmantelamiento progresivo del envidiable sistema de derechos y libertades galo o cómo el racismo y un modelo social y cultural anacrónico empiezan a conquistar la corrección política, el sentido común.

Las victorias cosechadas por el Frente Nacional, pronto tal vez Agrupación Nacional, protagonista eterno de los titulares, son en mi opinión únicamente la punta del iceberg. Y sí, son fantasmas que crecen también en otros paisajes europeos. Pero, para bien o para mal, casi siempre fue francés el espejo en el que nos miramos los españoles.

Y, como creo que sin espejos y sin literatura vivimos encerrados en jaulas del chovinismo más oscuro, espero que Édouard Louis se convierta pronto no solo en una puerta hacia otra forma de leer Francia, sino también en el espejo que nos permita cuestionar al mismo tiempo la sociedad que hemos construido y el camino seguido hasta llegar aquí. En sus dos novelas publicadas hasta ahora, el joven escritor de 25 años cuenta, entre otras muchas cosas, la cotidianeidad de una Francia que no casa con los valores ilustrados de los que tanto se vanagloria, en la que la homofobia, el machismo, el racismo y las desigualdades socioeconómicas (y el clasismo que las acompaña) se entrelazan con una naturalidad aterradora. Esa Francia que aupó al Frente Nacional a primera fuerza de la oposición, en la que la socialdemocracia asistió imponente a su propio hundimiento y en la que, para bien o para mal, Emmanuel Macron parece la única esperanza en la defensa de (ciertos) valores progresistas.

Y, aunque la literatura, como la vida, están plagadas de contradicciones, Édouard Louis es coherente con la denuncia de todas estas formas de discriminación y violencia cuando dice no poder permitirse la ficción. El retrato de su infancia y adolescencia, Para acabar con Eddy Belleguele (En finir avec Eddy Belleguele), indignó a la Francia que le acosó y a la que miró hacia otro lado. Su propia madre le atacó. Pero el niño «maricón» se convirtió en un autor celebrado por la crítica internacional y traducido a una veintena de idiomas. Por aquel entonces, pocos habían pedido perdón por el infierno que entre unos y otros le hicieron pasar. Sería interesante saber si algo ha cambiado.

En su segundo libro, Louis mantiene su compromiso autobiográfico y comparte con el lector la brutal historia de la violación que sufrió al poco tiempo de llegar a París. En una sociedad que empieza a despertar tras años de culpable tolerancia hacia el acoso sexual, el testimonio del joven escritor llega como un mazazo que cuestiona las categorías de víctima y verdugo, que desentraña con la fluidez propia de una novela cómo las estructuras políticas, económicas y sociales de violencia y exclusión saltan de la teoría a la cotidianeidad. Louis llega a reconocer que él también podría haber cometido esa violación. Un espejo de las contradicciones de esa sociedad que, si bien empieza a cuestionar las estructuras heteropatriarcales que la cimientan, encuentra mucho más difícil siquiera entender cómo el racismo y el clasismo funcionan (violentamente) en su seno.

Leer a Édouard Louis es darse de bruces contra la Francia (y la Europa) que duele ver, pero también descubrir las grietas que dan aliento a quienes aspiran a cambiarla. Sus libros son desasosiego, pero también esperanza. A veces, la ficción también funciona como opio del pueblo, y ojalá las palabras de este joven francés sean solo el primer capítulo de toda una generación capaz de reivindicar una literatura insumisa.

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