Por Marcos Ventura Armas (@MarcosVA91) Licenciado en Derecho y activista Gamá, Colectivo LGTB de Canarias

Foto: Pedro Ribeiro Simões
En un reciente artículo de un medio digital se podía leer la siguiente declaración literal de un conocido ensayista gay:
“La propuesta ideal sería erradicar y abolir el concepto del género y la orientación sexual, pero ahora son utópicas, un lugar hacia el que caminar”.
Esta declaración conecta con un sentimiento relativamente extendido entre activistas y personas jóvenes en contra de las “etiquetas”, con el que discrepo.
Las personas no pensamos en la nada. Desde que Kant propusiera su “giro copernicano” sabemos que nuestras capacidades cognoscitivas influyen en la percepción y el conocimiento que tenemos de las cosas. La filosofía del lenguaje enfatiza que el lenguaje no es solo un medio de transmisión de información, sino que estructura y determina nuestro pensamiento. En la práctica política actual tenemos el famoso lema “lo que no se nombra no existe”, tan empleado por el feminismo para promover el lenguaje inclusivo.
Y esto no es en absoluto una cuestión baladí. En la novela 1984, Orwell introduce la idea de un Ministerio de la Verdad, creador y difusor de la neolengua, para controlar a la población al impedirles formas de pensamiento alternativas. Y la posibilidad de un pensamiento alternativo es especialmente necesario para las minorías.
Pondré dos ejemplos prácticos.
La palabra transexual surgió hace muchos años para expresar una realidad diferente a la mayoritaria. Esa realidad mayoritaria no tuvo nombre hasta que en tiempos recientes se acuñó la palabra cisexual. Antes de su acuñación solo existían las personas transexuales y las personas normales, pero desde su acuñación podemos entender que transexualidad y cisexualidad son dos identidades de géneros igualmente válidas. Es más, solo después de nombrar la cisexualidad hemos empezado a entender el privilegio cisexual.
Un ejemplo aún más práctico es mi propia experiencia como persona transgénero no binaria. De niño y adolescente yo sabía que había algo que no cuadraba, pero no entendía qué era. Sabía que había cosas de la masculinidad que me generaban mucho rechazo, pero también sabía que no era una mujer, y como solo podía concebir que existieran mujeres y hombres, por descarte debía ser hombre, a pesar de mis conflictos. No fue hasta que entré en el activismo y conocí a otras personas no binarias que pude ponerle nombre a mi realidad, y con ello no solo entender mejor mi experiencia, sino saber que no estaba sola, que era una experiencia compartida.
Dado que lo que no se nombre no existe, poder nombrar las realidades nos permite conocernos mejor, expresarnos mejor y hacer política identitaria para reivindicar la igualdad entre quienes viven con etiquetas oprimidas y quienes viven con etiquetas privilegiadas. Pero sospecho que hay otro motivo para rechazar las etiquetas, el motivo detrás de la frase que abre este artículo, y es un concepto muy distorsionado de la igualdad, según el cual solo podemos ser iguales en derechos si no somos diferentes.
Hay una cosa que a mí me resulta evidente: todas las personas somos iguales, y a la vez todas somos diferentes. Todas tenemos algo en común, que somos personas. Y eso implica que todas tenemos unos derechos humanos comunes, que derivan de esa condición común de personas. Pero más allá de eso, todas somos diferentes. Alguna de estas diferencias (ser canaria o gallega, de gatos o de perros, de tortilla con cebolla o sin cebolla) no sentimos necesidad de eliminarlas, porque no notamos una jerarquización entre esas características que genere discriminación. Pero cuando se trata de temas como la raza, el nivel socioeconómico, el género o la orientación sexual, sí nos molestan más, porque hay opresores y oprimidos.
Pero la realidad es que todas esas diferencias existen, y no solo es que existan, sino que nos enriquecen. No podemos defender que todas tengamos que ser idénticas para tener los mismos derechos porque todas tenemos los mismos derechos como personas, independiente de si somos cis o trans, de campo o de playa, monosexuales o bisexuales.
La diversidad es un patrimonio humano a proteger y defender. La igualdad de la señora que me dice que puedo ser gay, pero que no se me note, no es mi igualdad. La igualdad homogeneizadora que dice que solo tendremos los mismos derechos cuando todas seamos personas, a secas, la que quiere que seamos una masa indistinguible unas de otras, no es mi igualdad. La igualdad que renuncia a la diversidad, que renuncia a esas características que hacen que yo sea quien soy, única e irrepetible, no es mi igualdad.
Porque yo soy una persona transgénero no binaria, canaria, hispanohablante, amante de los musicales, blanca, autista, bisexual y mil cosas más. Y no creo que el mundo fuera un lugar mejor si yo no fuera alguna de esas cosas. Porque yo sí estoy muy orgullosa de ser quien soy, y no lo cambiaría por nada.