En el libro de inglés no había sitio para más familias

Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)

Foto: upslon

Yo tendría unos doce o trece años. Estaba en 2º de la ESO; eso lo sé con seguridad, pues recuerdo el aula. La ley que hizo realidad la utopía del matrimonio igualitario en España apenas contaba con un año de edad, quizás dos. Disculpen la vaguedad de mis recuerdos. Hay recuerdos de la infancia que uno jamás olvidará, aunque le cueste rememorar con exactitud sus coordenadas temporales, la fecha en la que un instante queda grabado a fuego en el frágil álbum de la memoria humana.

Por aquel entonces yo ya sabía muchas cosas sobre mí mismo. Aun así, todavía ignoraba otras muchas, en parte por inocencia y en parte por voluntad propia. A veces cerraba los ojos, me tapaba los oídos y apretaba los dientes con fuerza para construirme una armadura de ignorancia. Pese a no haber viajado aún con San Manuel Bueno, el mártir de Unamuno, ya sabía que a menudo esta ignorancia viene de la mano de la felicidad. Al menos en cierto modo. Los que como yo, bordeábamos los límites de la moral terrenal y divina, hemos querido con demasiada frecuencia que la ignorancia calmase nuestra tormenta interior con su abrazo.

Nuestro profesor de inglés comenzaba un nuevo tema. Su nombre a ustedes no les importa, porque podría ser el de cualquier otro. Yo, sin embargo, llevo su nombre tatuado en el corazón. Por muchas razones, pero sobre todo porque él me enseñó a andar. Y cada paso que he dado en todos estos años lleva irremediablemente, aunque no se lo recuerde lo suficiente, su impronta.

Abrimos los libros por la página indicada. En estas, representadas a través de dibujos aparentemente inocentes, estaban los mandatos de Dios, de las iglesias, de las morales ancestrales, de la tradición incuestionable. Padre, madre e hijos e hijas. La familia, núcleo sagrado de la organización social tal y como la conocemos hoy en día.

Pero nuestro profesor no estaba dispuesto a rendirse. No después de una vida de batallas. No después de haber saboreado la libertad y las primeras gotas de una igualdad largamente soñada, por la que aún hoy sigue guerreando sin descanso. No después de haberse casado con el hombre al que amaba.

Soy incapaz de recordar las palabras exactas, pero sí el tono de su voz: valiente, firme, orgulloso. Nos contó que, además de esas familias, también había otras. Que algunas tenían dos padres y otras, dos madres. Que había familias en las que la mamá o el papá era felizmente soltero. Que había familias que decidían no tener hijos. Que familias había tantas como modos de vida. Y lo más importante: que era nuestra, solo y exclusivamente nuestra, la decisión de qué tipo de familia queríamos tener. Que éramos libres de elegir nuestro camino.

Alguien, entonces, respondió que aquello no era normal. Por desgracia, tampoco recuerdo qué palabras eligió. No sé cuál de todos los argumentos que durante siglos han amontonado para negarnos lo que es nuestro escogió. Poco importa. Apenas era un niño nacido y criado en una sociedad que enseñar a odiar, a discriminar, a marginar, cuando no a castigar con violencia la diferencia. No solo no tenía la culpa, sino que con los años se convirtió en un tozudo aliado. Pero la discusión ya se había desatado.

Seguramente no duró más que unos segundos, pero a mí me parecieron horas. Al final, nuestro profesor tuvo que zanjarla y seguir con la lección. Me gustaría haberle preguntado en aquel momento qué sentía. Abrazarlo, consolarlo si estaba triste y darle las gracias. Gracias, porque su orgullo me hizo libre, nos hizo libres a tantos que pasamos por su aula.

Ahora escucho que todavía hoy los libros de texto siguen empeñados en contar una historia anacrónica, envenenada y dolorosa. Dolorosa para quienes se desvían de ese mandato, el del heteropatriarcado. Porque no tiene otro nombre. Una historia en la que solo cabe un modelo de familia, en la que no hay hueco para aquellas desviadas que viven de espaldas a la norma: de la moral, de la religión o de una ciencia al servicio de ambas.

Me dicen que ya están impresos esos libros, que van de camino a las mochilas de los niños y niñas de todo el país. Quiero protegerlos del odio y por ello me aferro a una esperanza: la de que los centros educativos, tan empobrecidos, con tan poco apoyo, tan estigmatizados, estén llenos de profesores y profesoras, maestros y maestras, capaces de algo tan grande como enseñar la libertad. Capaces de dar vida.

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