Bruselas aún vive donde Chueca murió, ¿por qué?

Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)

Rue du Marché au Charbon de Bruselas / Foto: Enrique Anarte

Rue du Marché au Charbon de Bruselas / Foto: Enrique Anarte

Es sábado por la noche, y la Rue du Marché au Charbon de Bruselas está a rebosar de gente. Muchos hombres, también algunas mujeres, charlan animadamente mientras beben Chimay Bleu, el clásico «Submarino» del  mítico bar Belgica, un cóctel o incluso la típica Jupiler que han comprado en el negocio paquistaní de enfrente. La bebida depende del presupuesto del cliente. No es inusual encontrar grupos cuyos miembros traen su bebida de distintos negocios y disfrutan de un trago en grata compañía en un espacio seguro para ser diferente.

Hay dos razones principales por las que esto es posible. La primera es que en esta ciudad no está penalizado el consumo de bebidas alcohólicas en el espacio público. La segunda es que es julio y el impredecible verano belga está dispuesto a dar tregua. En cualquier caso, aquí hay gente de todo tipo: jóvenes, mayores, osos, valones, flamencos, expats, blancos, árabes, negros y hasta algún hetero seducido por la atmósfera de la que probablemente sea la vía más animada de la ciudad durante esta noche estival. Eso sí, la presencia femenina escasea, lo cual empieza a tener sentido cuando uno pregunta por clubes o fiestas para chicas lesbianas. A nadie parece sorprenderle que estos no existan prácticamente, o que no tengan la afluencia que por el contrario tienen los locales para hombres gais y bisexuales de esta calle. Es lo que significa seguir siendo invisible.

Sí, la Rue du Marché au Charbon es la calle gay de Bruselas, que por su tamaño no puede permitirse un barrio entero al estilo de Chueca o el Soho londinense. Pese a su humildad, sin embargo, da la impresión de que está mucho más vivo que estos. Más allá del (significativo) detalle de que se trate de un espacio predominantemente masculino, esta calle acoge una diversidad que muchos empiezan a extrañar en el icónico barrio madrileño, sin el cual no puede explicarse dónde estamos hoy en día.

Esto no es ninguna Meca pero, aun con todos sus claroscuros, sirve para entender el camino que hemos tomado en otros lugares del mundo. El sentimiento aquí es el de una suerte de comunidad. Una comunidad marcada en gran medida por las mismas desigualdades de las que peca la sociedad de la que forma parte, pero una comunidad al fin y al cabo. Para lo bueno y para lo malo. Cada fin de semana la calle se llena, convirtiéndose en un refugio en el corazón de una ciudad cuyo espacio público todavía ejerce violencia sobre quienes transgreden las normas de la sexualidad  y el género, para después volver a vaciarse, como si la rutina de la semana desintegrara la red humana que se configura en torno a la necesidad de ser uno mismo en libertad y de manera segura.

No seré el primero en decir que Chueca ha muerto. Pero no busquen en Malasaña o Lavapiés algo parecido. Algunos dicen que es resultado de la normalización de la diversidad sexual y de género, de haber empezado a salir de las periferias de la identidad y el deseo. Otros, quizás algo más curtidos en las decepciones del lento camino hacia la igualdad, se aventuran a analizar cambios en nuestra manera de relacionarnos que tienen consecuencias directas sobre el uso que hacemos del espacio público. La estratificación está a la orden del día. Salvo en ocasiones muy concretas, muchos de nosotros acudimos a bares, discotecas u otros lugares fuertemente marcados por ciertos estándares corporales, de género o incluso económicos. A la tribalización y la privatización de nuestros puntos de encuentro se unen la decadencia del activismo (colectivo) como sostén de esta red comunitaria y la superación de la necesidad de un lugar de encuentro físico a raíz de la innovación tecnológica. En muchas ocasiones nos han robado el espacio público, pero en otras sido nosotros quienes hemos renunciado a él.

Tampoco hay que engañarse: Bruselas tampoco es ajena a estos procesos. La estratificación de una comunidad que dice enarbolar la misma bandera también ha echado aquí raíces. Además, pronto llegará el invierno. La lluvia y el frío desplazarán a esta gente a uno u otro local, cada cual con su tribu; cada uno portando una de las listas del arcoíris y alguno con las manos vacías. Fuera, unas calles más allá, donde dicen que se cometen la mayoría de las agresiones homófobas, el odio al que se enfrentan es el mismo. Si algo une a todas estas personas, eso es el infortunio de tener que hacer frente a la misma injusticia. La sensación, sin embargo, es que del sentimiento de hermandad que otrora hizo ley lo impensable quedan hoy las últimas gotas de una botella de champán melancólica, recubierta de una fina capa de polvo, cuyo contenido supo a poco.

Queda al menos el consuelo de que, en algún momento, el invierno dará paso a la primavera y esta dará el relevo al verano. Mientras tanto, alguna noche las nubes serán clementes y ellos, quizás algunas de ellas, volverán a esta calle a brindar por todo aquello lo que les trajo aquí, de la mano, como se han logrado todos los imposibles de la Historia. Ojalá no lo olviden, como ojalá no olviden el camino, una vez que progresivamente vayan abandonando las calles y las plazas conquistadas en nombre del orgullo de ser libres y encerrando los fragmentos de su libertad entre cuatro paredes franqueadas por un portero, un precio de admisión y la condición de no ser bajo ningún concepto diferente.

2 comentarios · Escribe aquí tu comentario

  1. Dice ser Jeeves

    Pinché en el artículo pensando que trataba sobre el músico Federico Chueca, del que sé bastante poco. Desgraciadamente, me di cuenta tarde de que trataba sobre lo de siempre; que para muchos Chueca es sólo el nombre de cierto barrio.

    05 octubre 2016 | 10:23

  2. Dice ser Bruseleño

    Como residente en Bruselas, imagino que el artículo está escrito desde el punto de vista de un turista ocasional.

    Es cierto que en la «Rue du Marché au Charbon» hay mucha gente y muy dispar, y es un lugar de encuentro pero no deja de ser un lugar para ver y ser visto, entre otras cosas porque los bares de la calle son minúsculos y en ellos no cabría ni 1/3 de la gente que sale de fiesta.

    Y precisamente los de aquí nos quejamos de eso, de que no hay apenas bares en los que bailar o sentarse tranquilamente a tomar algo, la demanda es mucho mayor que la oferta.

    Cuando salgo por Chueca, también como turista ocasional, me maravillo por la oferta de bares y discotecas y la mezcla de gente de todas las edades. Quizás haya menos mezcla racial, pero pienso que eso refleja la sociedad en general (Bruselas tiene muchísimos expatriados y es un lugar de emigración desde hace muchas generaciones).

    Bruselas también cuenta con algún local fetichista y algunas fiestas orientadas a un cierto público con un cierto físico, pero ni la cantidad ni la variedad son comparables a Chueca.

    En resumen, a cada uno nos parece que lo nuestro es un rollo y lo de fuera genial, que es una cosa muy humana 🙂

    05 octubre 2016 | 11:42

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