El origen etimológico de la palabra familia lo encontramos en el latín famulus, un término utilizado en la Antigua Roma para designar a los sirvientes (y en muchas ocasiones también utilizado para llamar así a los esclavos).
El conjunto de criados (famulus) que alguien poseía y tenía a su servicios (y por tanto conviviendo bajo el mismo techo) normalmente estaba constituido por personas emparentadas entre sí (esposos, hijos, hermanos), motivo por el que con el transcurrir del tiempo se siguió utilizando el término famulus para denominar a aquellos que tenían consanguineidad y vivían en una misma casa aunque nada tuvieran que ver con las tareas de servidumbre.
Conocemos como ‘jerga’ al lenguaje utilizado entre sí por un grupo de personas que tienen el mismo oficio o pertenecen al mismo círculo.
Ejemplos como ‘jerga juvenil’, ‘jerga moderna’, ‘jerga coloquial’ o ‘jerga profesional’ es habitual escucharlo cuando alguien se refiere a ese modo especial y característico de hablar de ciertos individuos o colectivos que utilizan términos concretos que muchas veces son desconocidos para la mayoría de los ciudadanos o los profanos en determinados asuntos.
El término ‘jerga’ llegó al castellano en la Edad Media proveniente del occitano (lengua romance hablada en la Provenza –sureste de Francia-) ‘gergons’ y que hacía referencia a la forma de expresarse poco comprensible de algunas personas –provenientes de entornos rurales- que hablaban de forma gutural (con la garganta). Al occitano había llegado el vocablo desde el francés antiguo ‘jargon’ que le daba la misma acepción, pero que también se utilizaba para referirse al peculiar canto de algunos pájaros (que también derivó en ‘gorjeo’). Antes de ‘jargon’ pasó por las variantes ‘gargon’ (sXIII) y ‘gargun’ (sXII). Al francés había llegado –como es de imaginar- del latín ‘gurges’ vocablo utilizado –entre otras acepciones- para referirse en sentido figurado como ‘garganta’.
Cabe destacar que paralelamente a la llegada al castellano del término ‘jerga’ también lo hizo el vocablo ‘jerigonza’, de exacta procedencia y acepción y que en un inicio se utilizaba para señalar el lenguaje especial de algunos gremios, además del que era difícil de entender o de mal gusto.
Nuestro cuerpo es una máquina, casi, perfecta el cual crea una serie de reacciones dependiendo del momento específico que estamos viviendo/experimentando: nos enamoramos y sentimos mariposas en el estómago, tenemos frío y tiritamos para mantener calientes nuestros órganos internos, sentimos calor y sudamos para refrescarnos…
Entre las muchísimas reacciones está la de erizarse el vello (ponerse los pelos de punta) cuando tenemos miedo o estamos pasando por un momento angustioso. Los responsables de esta ‘pilo erección’ son unas fibras musculares que tenemos en la base de cada capilar y que son conocidas como ‘horripiladores’ o ‘arrectores’ (músculos erectores), las cuales se contraen provocando que éstos se contraigan y levanten cada uno de los pelos (esto no solo ocurre con los momentos de miedo, también se produce la pilo erección con el frío, levantando los poros y causando el conocido efecto de la ‘piel de gallina’).
Pues bien, dejando de lado todo este proceso científico de nuestro organismo, ahora voy a centrarme en unos cuantos términos que utilizamos de forma habitual y que tienen el mismo origen etimológico que el vocablo ‘horripiladores’ el cual proviene de la unión de los términos latinos ‘horrēre’ (ponerse erecto / rígido) y ‘pilus’ (pelo) siendo su significado literal: ponerse el pelo de punta y que ha dado lugar a vocablos como ‘horripilante’, ‘horrible’ , ‘horror’, ‘horroroso’, ‘horrendo’ y ‘horrísono’; todos ellos con una relación directa con aquello que causa angustia o un miedo intenso.
Pero el término ‘horrēre’ también ha servido para dar origen a otras palabras que aparentemente no tienen nada que ver pero que en realidad provienen etimológicamente de este vocablo latino: ‘aburrir’ y ‘aborrecer’.
Aburrir/aburrirse/aburrido (términos con el que conocemos aquel estado de apatía, en el que nada satisface o entretiene y que puede llegar a cansar o hastiar) proviene del vocablo latín ‘abhorrēre’ compuesto por el prefijo ‘ab’ (sin) y el mencionado ‘horrēre’ y cuyo significado original era: ‘sin erizar el pelo / lo que no pone el pelo de punta’ por lo que aquello que no producía la sensación de erizarse el vello (sentir miedo) era ‘aburrido’.
Por su parte, aborrecer (tener aversión a alguien o algo) proviene de ‘abhorrescĕre’ y se le dio la acepción de ‘apartarse de algo con horror’, ya que el prefijo ‘ab’ no solo se utilizaba como ‘sin’ sino también se usaba para señalar a algo que se encontraba apartado o se alejaba.
Decimos que alguien es ‘dichoso’ cuando es feliz o la fortuna le sonríe.
El término ‘dicha’ como sinónimo de felicidad o suerte tiene mucho que ver con el verbo ‘decir’, ya que en la antigüedad se tenía el convencimiento de que cada vez que venía al mundo un recién nacido las deidades paganas pronunciaban unas palabras por las que aventuraban cómo sería la futura vida de ese nuevo ser humano.
De hecho, el vocablo ‘dicha’ proviene etimológicamente del latín ‘dicta’ cuyo significado literal era ‘palabras pronunciadas’ (cosas dichas). Dependiendo de sí los dioses pronunciaban unas palabras al recién llegado éste sería feliz (dichoso) a lo largo de su vida y si no lo hacían sería infeliz (desdichado… no dicho).
Conocemos como ‘mueble’ aquellos enseres que forman parte de nuestra vivienda y que utilizamos para decorar y vivir más cómodamente (el armario, sillas, mesas…).
El origen etimológico del término proviene del latín ‘mobĭlis’ y cuyo significado literal era ‘movible/que se puede mover’, ya que esos enseres eran considerados como bienes que podían ser movidos (trasladados de un lugar a otro). Esa movilidad o el poderlo cambiar de lugar es lo que dio lugar a que se quedasen finalmente con el término ‘muebles’.
Pero no se le llamó así desde un principio, sino que llegó al castellano (desde el latín) a principios del siglo XI en la forma de ‘muebele’ modificándose el vocablo en el siglo XIII como ‘muebre’ y finalmente ser llamado ‘mueble’.
Como dato curioso cabe destacar que, al tener esos enseres un carácter de movilidad, de ahí surgió el término ‘inmueble’ para señalar aquellos bienes que no se podían mover de lugar: edificio, vivienda, casa…
Muchas son las ocasiones en las que para indicar que algo es recíproco se utiliza la antiquísima locución latina ‘Quid pro quo’, la cual viene a significar que se sustituye una cosa por otra y surgió del hecho de usarse de forma común el pronombre ‘quid’ en lugar de ‘quo’ (poner quid en lugar de quo).
Pero esta locución que literalmente quiere decir que sustituimos una cosa por otra, es frecuentemente utilizada por algunas personas cuando quieren referirse que hay una reciprocidad con otra (un intercambio de favores). Por ejemplo, yo te ayudo a ti pintando tu casa y tú me ayudarás a mí cocinándome.
Por tal motivo no es del todo correcto utilizar la expresión ‘Quid pro quo’ y en ese caso lo acertado sería la locución ‘Do ut des’ cuyo significado literal es ‘Doy para que des’ (o ‘Te doy para que me des’).
Cabe destacar que la forma ‘Quid pro quo’ se emplea especialmente en países de habla anglosajona, mientras que aquellos cuyas lenguas provienen del latín es más correcto utilizar el modo ‘Do ut des’. Pero la popularización de la primera locución está tan extendida que la propia RAE acabó admitiéndola en 2005 (como ha hecho con infinidad de vocablos de uso común que aunque no son correctos son utilizados por infinidad de personas, como puede ser los ejemplos: ‘haiga’, ‘pelandrusca’ o ‘Conchinchina’)
ACTUALIZACIÓN: Varios son los lectores que, tanto a través de las redes sociales como comentarios en este post, me indican que daban por hecho que el uso de la expresión era correcta debido a que en la famosísima película de 1991 ‘El silencio de los corderos‘ el personaje de Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) se lo dice a Clarice Starling (Jodie Foster), tal y como podréis comprobarlo en la escena del vídeo bajo estas líneas.
Se conoce como referéndum el procedimiento por el cual se somete al voto popular la toma de decisiones políticas que afectan al conjunto de la población.
Este tipo de consultas de carácter decisorio o, simplemente, consultivo viene celebrándose desde la antigüedad, siendo considerado como uno de los ejercicios de democracia más importantes que existen (evidentemente, siempre y cuando estos se realizan con garantías de legalidad y consensuado en base a la leyes vigentes en relación a la convocatoria de referendos).
Muchos son los países, regiones o instituciones que dejan en manos de los ciudadanos que los integran el derecho a decidir y opinar respecto a un asunto que interesa al conjunto de éstos.
El origen etimológico del término ‘referéndum’ lo encontramos en la palabra homónima (que se escribe y llama del mismo modo) en latín ‘referendum’ siendo éste el gerundio del verbo ‘referre’, cuyo significado es ‘consultar’ y, por tanto, referéndum significa literalmente: ‘lo que debe ser consultado’.
Cabe destacar que a pesar de que la lengua castellana tiene su propio término para referirse a este tipo de consultas, ‘referendo’, es totalmente correcto el uso del latinismo referéndum.
Se utiliza la expresión ‘al pie de la letra’ para indicar que algo se ha hecho o dicho de un modo escrupuloso y respetando el texto original (por ejemplo explicar un suceso sin añadir ninguna floritura).
Esta locución proviene del latín ‘ad pedem litterae’ de idéntico significado y que comenzó a utilizarse bastantes siglos atrás de un modo muy curioso.
Como es bien sabido, a lo largo de la mayor parte de la historia los textos fueron escritos en latín (sobre todo desde la expansión del Imperio Romano y muy especialmente al convertirse en el idioma oficial del cristianismo).
Fue a partir de la Edad Media cuando muchos de esos textos comenzaron a ser traducidos por los glosadores (quienes estaban encargados de explicarlo de un modo comprensivo debido a que la mayoría de los escritos estaban en un lenguaje técnico e incomprensible para la plebe). Esto se hacía poniendo bajo cada palabra en latín su traducción literal a la lengua correspondiente (en este caso el castellano), dando paso a la citada locución adverbial ‘ad pedem litterae’.
Cabe destacar que algunas personas caen en el error de creer que la expresión ‘al pie de la letra’ se refiere a saberse de memoria la letra de una canción, debido a que este fue el título de un programa televisivo emitido por Antena 3 hace una década.
Es habitual escuchar a alguien decir que cierta persona (e incluso objeto) es ‘la niña de sus ojos’ para referirse al cariño especial y predilección que le profesa (por encima de cualquier otra).
Pero originariamente esta expresión no era dirigida hacia ninguna persona u objeto sino a una parte de nuestro propio organismo: las pupilas
El término pupila etimológicamente proviene del vocablo en latín ‘pupilla’ diminutivo ‘pupa’ utilizado para referirse a una niña, muchacha e incluso muñeca. Y es que en la antigüedad ya se fijaron que en la obertura que se encuentra en el centro del iris y por donde entra la luz al ojo quedaba reflejada la silueta de la persona a la que se estaba mirando, de ahí que dicha silueta recordara el trazo de un diminuto cuerpo de niña y se le comenzara a llamar de ese modo.
Pero la popularización de la expresión la encontramos en las Sagradas Escrituras, donde en el Salmo 17, conocido como la ‘Oración de David’ podemos encontrar en los versículos 8 y 9 el siguiente texto:
Guárdame como a la niña de tus ojos; escóndeme bajo la sombra de tus alas, de la vista de los malos que me oprimen, de mis enemigos que buscan mi vida.
Aunque originalmente la locución nada tiene que ver con el amor y predilección que se puede sentir hacia alguna persona, con el paso de los siglos acabó usándose para este fin.
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Días atrás, durante una conversación que mantenía en twitter la seguidora de este blog @ANASAYEK, fui nombrado por ésta para que les resolviera una duda que les había surgido en relación a los ‘murgaños’.
El ‘murgaño’ es el nombre común utilizado para referirse a un tipo de arácnidos conocidos como ‘opiliones’. Estos (de los que existen más de seis mil especies) es frecuente encontrarlos en zonas rurales o lugares húmedos como cuevas. Se diferencian de las arañas comunes básicamente por su cuerpo, ya que no poseen una cintura estrecha como estas sino que, a nuestros antepasados, su figura les recordaba a la de un pequeño ratón (posiblemente también porque se movía rápidamente como estos) y de ahí que se les conozca popularmente como murgaños, vocablo también utilizado hacia pequeños roedores o todo aquel bichejo campestre no identificado.
El nombre ‘opiliones’ fue acuñado en el siglo XIX por el zoólogo de origen sueco Carl Jakob Sundevall, basándose en las arañas de campo o arañas pastor (de hecho el término en latín ‘opilio’ significa literalmente ‘pastor’).
Por otra parte, el origen etimológico del nombre popular (murgaño) lo encontramos en la evolución del término en latín para referirse a los ratones ‘mus’ y de donde han surgido infinidad de vocablos; de algunos ya os he hablado en ocasiones anteriores: musaraña, músculo, murciélago. De ahí que también sea común referirse al murgaño como ‘musgaño’ (recogido por el Diccionario de la RAE).
Muchas son las personas que, dependiendo su situación geográfica, conocen y llaman a estos arácnidos con una variada selección de términos: morgaño, morgañera, murgañu, mulgaño, molgañu, mojaño, burgaño…