De Eneas al Cid: ficción histórica como medio de propaganda

Fotograma de la película El Cid.

Sebastián Roa es una de las voces más potentes que han emergido en el panorama de la ficción histórica nacional en los últimos años. Novelas como El caballero del alba, Venganza de sangre o la recientemente concluida trilogía almohade (La loba de al-Ándalus, El ejército de Dios y Las cadenas de destino) así lo confirman. Precisamente en su última novela, Las cadenas del destino (Ediciones B, 2016), Roa desliza una deliciosa subtrama que habla sobre el poder de la literatura como medio de propaganda en el apasionante relato que concluye en la batalla de las Navas de Tolosa.

Y de esa subtrama (relacionada con el Cantar de Mío Cid) nace esta reflexión que el autor nos ofrece aquí en XX Siglos


De Eneas al Cid: ficción histórica como medio de propaganda

Por Sebastián Roa | Escritor | @Sebastian__Roa

Virgilio compuso la Eneida por encargo, para glorificar la dinastía Julio-Claudia. Tomó a un personaje que, gracias a Homero, resultaba harto conocido para la población romana; diseñó su propia trama sobre tramas preexistentes y, mediante su particular odisea, condujo a Eneas a instalarse en el lecho de la futura Roma. Virgilio trazaba así un origen épico para su patria y legitimaba el mandato de su contratante, Augusto, ensalzando su ascendencia heroica y divina.

No pocos líderes históricos se han servido de la literatura para fines semejantes. La ventaja de la ficción es que se difunde mejor que las áridas genealogías. ¿Ejemplos? Veamos:

Pocos musulmanes del siglo XII estaban dispuestos a contrastar los estudios que, retorciendo la historia, convertían al bereber Abd al-Mumín en descendiente de Mahoma y refrendaban así el califato almohade. Ni había garantías de que esa información calara entre los súbditos del califa; mucho menos que los motivara para ver en él a un hombre designado por Dios.

Pero ningún soviético de entreguerras tuvo problemas para identificar al enemigo en la película Alexander Nevsky, de Eisenstein. En Alexander Nevsky, los esforzados rusos defienden de los cruzados teutónicos a la Madre Patria. Una epopeya medieval con colofón en la histórica batalla del lago Peipus (1242). Que la película se rodara en 1938, con la amenaza del Tercer Reich a las puertas de la Unión Soviética, no parece casualidad. Cuando Hitler desató la invasión, Stalin ordenó que Alexander Nevsky se proyectara en todos los cines soviéticos. Los rusos, una vez más, debían aprestarse a resistir y derrotar a aquellos tipos que llevaban cruces negras en sus bombarderos y en sus carros de combate.

Existen más ejemplos en la ficción, tanto literaria como audiovisual. En ocasiones sirve para justificarse, como ocurrió durante el Franquismo con la película Raza (1941); en otras ocasiones desliza la reivindicación independentista, como puede deducirse de la novela histórica Victus (2012), del catalán Albert Sánchez-Piñol.

Esto me lleva al ejemplo de nuestra Reconquista. Algunos historiadores han apuntado ya el carácter del Cantar de Mío Cid como oportuna herramienta propagandística. Pero antes de centrarme en el Campeador, me gustaría hacerlo en un precedente de relativa cercanía al de Vivar: la Crónica Silense, escrita a comienzos del siglo XII. He aquí el contexto:

Los almorávides se hallan en el cénit de su poder. Tras desembarcar en al-Ándalus e imponerse sobre las taifas, han unificado un gran emirato que va desde el Sáhara hasta las fronteras con los reinos cristianos. A estos los han sometido a vergonzosas derrotas en Zalaca (1086), Consuegra (1097) y Uclés (1108). El Cid ha muerto, los almorávides han recobrado Valencia y amenazan las fronteras cristianas. Tal vez sea casualidad que justo en este momento se componga la Silense, crónica en lengua latina que glorifica al derrotado rey Alfonso VI y que, con afán ejemplarizante, se retrotrae al momento y al héroe en los que han de fijarse los cristianos para conjurar el peligro musulmán:

«Pelayo, un espatario del rey Rodrigo que deambulaba por aquellos lugares bajo la opresiva ocupación de los moros, fue designado por el divino oráculo para expulsar a los bárbaros, ayudado por algunos guerreros godos unidos a la comunidad de los asturianos. Y sobre ellos se constituyó príncipe…».

Historia Silense

Covadonga y Pelayo. Poco importa si se trata de leyenda, de historia exagerada o de hecho comprobado. Lo que cuenta es excitar los corazones y las mentes, y nada mejor que un hecho antiguo, oscuro y mil veces magnificado para lograrlo. Mucho mejor que las hazañas del Cid, no aptas en ese momento para la ficción épica por recientes, conocidas y de poco provecho político.

Saltemos ahora casi un siglo. Los almorávides se han hundido por una mezcla de factores entre los que se halla un estado invasor mucho más fanático y peligroso: el califato almohade. El momento es muy delicado para la cruz. En los últimos años del siglo XII se ha perdido Jerusalén, con lo que los dos frentes abiertos contra los musulmanes (Tierra Santa y Península Ibérica) afrontan sendas amenazas difíciles de aquietar. El santo padre, que barrunta el gran desastre que se cierne sobre los cristianos ibéricos, los exhorta a unirse y combatir a los almohades:

«No es contrario a la fe católica el mandato de perseguir y exterminar a los sarracenos, pues a ejemplo de los que se lee en el libro de los Macabeos, los cristianos no pretenden adueñarse de tierras ajenas, sino de la herencia de sus padres, que fue injustamente desposeída por los enemigos de la cruz de Cristo. Además, es legítimo y admitido por el derecho de gentes que de los lugares ocupados por los enemigos que los retienen con injuria de la Divina Majestad, el pío expulse al impío, y el justo al injusto».

Carta de Celestino III, 1192

Los avisos papales caen en saco roto. El rey de Castilla se mide en solitario a los almohades y sufre una derrota brutal en Alarcos (1195). Los cristianos se encuentran en el filo de la navaja, expuestos al mayor y más capaz ejército musulmán desde el inicio de la Reconquista. Es en esos años cuando, según parece, se compone el Cantar de Mío Cid. Ahora sí, la figura de Rodrigo de Vivar ha acumulado suficiente polvo como para someterse al modelaje de la ficción literaria. El Cid del Cantar no es el histórico, pero logra lo que no lograron la Crónica Silense o las cartas de Roma: escrito en romance, diseñado para su difusión popular, el Cantar cala en todas las clases y se expande a través de los monasterios. La más antigua de esas copias data de 1207, justo en los años previos a los esfuerzos diplomáticos que llevarían a una gran coalición cristiana. Esta vez no es como Alarcos. Alfonso VIII cuenta con los reyes de Aragón y Navarra. Y acuden las milicias villanas de Castilla, incluso las que podrían acogerse a fuero o pagar fonsadera. Tampoco falta el corpus nobiliario castellano, y hasta comparecen tropas voluntarias desde León, Portugal y ultramontes. ¿Solo por la promesa de indulgencia plenaria propia de la guerra santa? ¿O tiene algo que ver el Cantar? Tal vez en plena campaña, en las vísperas de las Navas de Tolosa, alguien se deleita recitando versos de esa obra romance. Y resuenan en Sierra Morena las gestas del Cid, ese héroe literario de bajo linaje que, con su espada como herramienta, fue capaz de hacerse a sí mismo y convertirse en un señor tan poderoso como un rey. Capaz, sobre todo, de derrotar a los infieles con un empuje insólito. Un héroe de novela capaz de enardecer las mentes y los corazones.

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