‘Silencio’ y el cristianismo en Japón: de las armas de fuego a la clandestinidad


Este viernes llega a España el último trabajo del director (siempre interesante) Martin Scorsese, Silencio, que adapta la célebre novela histórica japonesa del mismo título, del escritor Shusaku Endo (en España está editada por Edhasa, traducción de Jaime Ferández y José Vara). La novela, breve, pero profunda y llena de enjundia, es una reflexión sobre la fe contextualizada en la aventura de los primeros jesuitas en el Japón del siglo XVII.

Coincidiendo con este estreno cinematográfico, os traigo hoy a un escritor español apasionado de la historia y cultura nipona, David B. Gil, para que os hable de la historia de encuentros y desencuentros entre cristianismo y el país nipón que nutre la historia de Silencio. Además, David, también nos cuenta, al final, algunas claves de la historia de Endo.

Para los que no le conozcáis, David autopublicó hace unos años una novela histórica muy poderosa ambientada en el Japón del siglo XVIII, El guerrero a la sombra del cerezo, que fue finalista del Premio Fernando Lara y, ya autoeditada, cosechó un éxito rotundo de público, le mereció un premio Hislibris a mejor autor novel (2015) y atrajo la atención de grandes editoriales. Tras publicar su segunda novela (el thriller futurista, Hijos del dios binario) con Suma de Letras, en 2017 veremos en Penguin-Random House la reedición de su primera novela y estamos a la espera de la tercera, que sabemos que también estará ambientada en una época histórica de Japón. Mientras aguardamos, os dejo con este artículo sobre el cristianismo en Japón


El cristianismo en Japón: de las armas de fuego a la clandestinidad

Por David B. Gil | Escritor | @DavidBGil

Fotograma de la película ‘Silencio’.

La historia del cristianismo en Japón es, de hecho, la historia del encuentro entre Japón y Occidente. Un encuentro casual en un primer momento, ya que fue el azar lo que llevó a tres mercaderes portugueses a naufragar (el 23 de septiembre de 1542) en una pequeña isla llamada Tanegashima, al sur del archipiélago japonés. Seguido de un reencuentro cuidadosamente planificado por los misioneros jesuitas que desembarcaron en el país en 1549, con el propósito de convertir al cristianismo la nación de los poderosos señores samuráis.

Quizás este descubrimiento mutuo pueda parecer tardío si tenemos en cuenta que Europa y China mantenían relaciones comerciales desde hacía siglos, pero no lo es tanto si atendemos al contexto histórico y geográfico. Para empezar, Japón era un país insular, cerrado en sí mismo y absorto en sus disputas internas. Europa, por su parte, y más concretamente España y Portugal, se hallaba inmersa en plena era de los descubridores, cuyos barcos recorrían los océanos impulsados por los vientos del comercio y el afán evangelizador. No había empresa tan rentable como descubrir nuevos territorios que explotar comercialmente, ni tan santa como hacer buenos cristianos, y ambas confluyeron en la relación de Japón con las potencias ibéricas.

Se suele considerar que el principal interés de los japoneses por los nanban («bárbaros del sur», como llamaban a los europeos) eran las armas de fuego portuguesas, que demostraron ser mucho más sofisticadas y eficaces que las desarrolladas por los chinos. Pero aunque esta fascinación por el arcabuz europeo (o «tanegashima», como se bautizó en las islas) pudiera facilitar los primeros contactos, lo cierto es que los armeros locales no tardaron en replicar el modelo europeo con éxito, de modo que, a la larga, la principal razón japonesa para mantener sus puertos abiertos fue el lucrativo comercio con estos visitantes de ultramar.

De este modo, los portugueses obtuvieron acceso a un país que había permanecido cerrado durante siglos (no así los españoles, pues recordemos que, en virtud al Tratado de Tordesillas, por el cual España y Portugal se repartían las rutas náuticas, Japón quedaba en “territorio luso”). Y la Corona de Portugal, consciente de que el comercio con cualquier nuevo territorio descubierto debía ser bendecido a través de la misión evangelizadora, solicitó a Roma que fuera la Compañía de Jesús la encargada de tal función.

Los jesuitas, una élite cultural y científica en el seno de la Iglesia (muy diferente a los frailes que solían viajar con los castellanos), desembarcaron en Japón el día de la Asunción de 1549, con Francisco Javier (1506-1552), sacerdote navarro instruido en París y uno de los fundadores de la Compañía de Jesús, como principal de la misión. Una figura peculiar, con ideas revolucionarias en algunos aspectos de la labor evangelizadora, que, a día de hoy, sigue muy presente en los libros de Historia japoneses como el hombre clave de aquellas primeras relaciones entre Japón y Occidente.

Francisco Javier decidió que sus misioneros no podían imponer una doctrina europea a la sociedad japonesa, sino que debían, en primer lugar, aprender el idioma y sus costumbres, empaparse de sus usos y protocolos, y a través de esta mímesis, ser capaces de difundir la palabra de Cristo en su esencia, desprendida del tamiz etnocentrista habitual en los europeos. Para el religioso navarro, Japón era «el pueblo más elevado moralmente de cuantos se habían hallado» y, en consecuencia, «el más apto para aceptar el mensaje de Cristo».

Por tanto, fue Francisco Javier (a la postre, San Francisco Javier) quien sentó las bases de la misión jesuita en Japón, pero no quien la desarrolló, pues apenas pasó dos años en la isla, dejando el país nipón en 1551 para dirigirse a China, convencido de que la cristianización del contienen asiático pasaba por la conversión, en primer lugar, de su nación más influyente. Así, fueron aquellos que continuaron su labor como responsables de la misión, hombres como el valenciano Cosme de Torres (principal desde 1552) o el napolitano Alessandro Valignano (desde 1579), los encargados de expandir el cristianismo por el archipiélago. Y lo hicieron en base a una doble estrategia: primero, ahondar en esa asunción de las costumbres y valores japoneses, hasta el punto de que los misioneros cristianos acabaron viviendo y vistiendo de forma similar a los bonzos budistas; y segundo, centrar sus esfuerzos en la evangelización de los daimios (señores feudales), cuya conversión implicaba la adopción de la fe cristiana por todos sus vasallos.

La persecución de los kakure kirishitan

Al ser Japón un país sin un poder centralizado, no existía una autoridad nacional que concediera a los religiosos cristianos permiso para predicar en todo el territorio, de tal modo que los jesuitas dependían del arbitrio del señor de cada feudo. Por norma general, los padres cristianos fueron tolerados como el mal necesario para poder comerciar con las naos portuguesas, que solo fondeaban en aquellos puertos que recibían el beneplácito de la misión. Sin embargo, la presión de las poderosas sectas budistas dificultaron, y en algunos casos impidieron, la labor de los jesuitas en no pocos territorios, pues veían en ellos agentes que socavaban su influencia entre el pueblo llano.

Fotograma de la película ‘Silencio’

Curiosamente, esta situación terminó por favorecer a los misioneros, pues les permitió granjearse el apoyo de Oda Nobunaga (1534-1582), el más poderoso señor feudal de la época, considerado por la historia japonesa como uno de los tres artífices de la reunificación de un país que, hasta el siglo XVII, permaneció fragmentado por sus guerras intestinas. Oda apoyó a los misioneros cristianos como una forma de debilitar el poder de los bonzos, cuya influencia social y beligerante actitud suponían una constante amenaza para sus aspiraciones expansionistas. Podría decirse, por tanto, que la época dorada del cristianismo en Japón coincidió con el auge de Oda Nobunaga, pero se truncó tras el asesinato de este poderoso samurái.

Su sustituto como valido del emperador y figura prominente de la época fue Toyotomi Hideyoshi (1537-1598), segundo unificador de la nación y antiguo general de Oda que, no obstante, adoptó hacia los cristianos una actitud muy diferente. Receloso de las influencias extranjeras, Toyotomi inicia un periodo de persecución del cristianismo con objeto de ganarse las simpatías de las sectas budistas y cercenar, de paso, la fuente de financiación que suponía para algunos daimios rivales el comercio con los portugueses. Así, en 1587 firmó el primer edicto de expulsión de los religiosos jesuitas, a lo que siguieron años de revueltas y represiones que culminaron con la ejecución, en febrero de 1597, de “los 26 mártires de Japón”: nueve religiosos y diecisiete laicos muertos por crucifixión en Nagasaki, todos ellos posteriormente canonizados.

Tras la muerte de Toyotomi ascendió al poder Tokugawa Ieyasu, el hombre que completó la reunificación de Japón y fundó, en 1603, el shogunado Tokugawa: el gobierno militar que dirigió el país durante más de dos siglos y medio. Con el cambio de régimen sobrevino un nuevo periodo de mano blanda hacia los cristianos, volviéndose a permitir que los misioneros predicaran abiertamente. Era una estrategia orientada a facilitar el comercio con Portugal y España; pero con la deriva de los intereses mercantiles de los Tokugawa hacia los países protestantes, principalmente hacia Holanda, y el temor al expansionismo castellano (convenientemente alimentado por los protestantes), el nuevo gobierno terminó por promulgar un edicto de expulsión y prohibición total de la religión en 1614.

Se inicia así un larguísimo periodo de clandestinidad (el cristianismo no volvería a ser permitido hasta la segunda mitad del XIX) que dio lugar a los kakure kirishitan o «cristianos ocultos»: comunidades que profesaban la religión de puertas adentro, sin clero ya que los guiara, quedando la administración de los ritos y la preservación del mensaje de Cristo en manos de personas laicas elegidas de entre la comunidad.

Silencio: La novela de Shusaku Endo

Es precisamente en este periodo donde se ambienta Chinmoku (Silencio), la obra publicada por Shusaku Endo en 1966 y que ahora adapta al cine Martin Scorsese. En ella se nos narra las desventuras de dos jóvenes jesuitas, Sebatiao Rodrigues y Francisco Garpe, enviados de forma encubierta a Japón para contactar con los cristianos en la clandestinidad y, sobre todo, encontrar al padre Cristóbal Ferreira, antiguo maestro de ambos de quien se dice que ha apostatado y colaborado en la persecución de los cristianos.

La novela, escrita desde la perspectiva y sensibilidad de un católico japonés como Endo, se alimenta de las experiencias de rechazo que el autor vivió en su país natal a consecuencia de su fe, y del racismo sufrido durante su estancia en Francia tras la II Guerra Mundial.

La obra de Endo es una reflexión bastante descarnada sobre la experiencia de creer en un Dios que se mantiene silencioso ante el sufrimiento de su propio pueblo, ofreciendo como único consuelo no un alivio de dicho padecimiento, sino el ejemplo de su propio sufrimiento y abnegación. Una historia que imbrica la reflexión personal del autor sobre su propia fe con un mensaje de gran calado ético y emocional, y que le valió a Shusaku Endo el premio Tanizaki, uno de los más prestigiosos de las letras japonesas.

BIBLIOGRAFÍA (facilitada por el autor):

El siglo ibérico de Japón, de Antonio Cabezas García (Universidad de Valladolid, 1995)

The Kakure Kirishitan of Japan, de Stephen Turnbull  (Editorial Routledge, 1998)

The Christian Century in Japan, de Charles R. Boxer (University of California Press, 1967)

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

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1 comentario

  1. Dice ser Juan

    Qué lástima que no cundiera el ejemplo y se prohibiera la religión en todo el mundo. Cuantos males se habrían evitado y qué tranquilos viviríamos ahora…

    Eso sin contar los bienes que se han expoliado y las carnicerías que se han hecho en nombre de la religión.

    03 enero 2017 | 15:48

Los comentarios están cerrados.