Divulgación histórica contra cultura para ‘dummies’

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Durante este mes de febrero hemos hablado bastante de divulgación histórica en este blog: sobre el valor de las anécdotas, hemos hablado con un auténtico especialista en la materia… Hoy, os traigo a esta bitácora a otro experto en el asunto para que nos dé su visión sobre el tema, sobre la divulgación histórica en los tiempos que corren y sobre el papel que deben tener las editoriales en el mismo.

La firma invitada de hoy es Luis E. Iñigo Fernández, doctor en Historia y escritor, director de la colección Breve Historia de la Editorial Nowtilus, y autor de varios libros de la misma, el último la Breve Historia de la batalla de Lepanto, de la que hace mucho, hicimos un trivial.

Aquí os dejo con él y os aseguro que sus palabras no van a dejaros indiferentes y, espero, os provoquen algún tipo de reflexión…


 

La divulgación histórica en el siglo XXI

Por Luis E. Íñigo Fernández. Escritor y doctor en Historia. Director de la colección Breve Historia de la Editorial Nowtilus

La divulgación ha sido siempre un trabajo arduo y poco recompensado. No lo ha sido en absoluto en términos de respeto y reconocimiento, que reciben casi en franquicia el investigador, el profesor de universidad, el académico, nunca el divulgador, con muy contadas excepciones, casi siempre limitadas a quienes entre aquellos han consentido, bien asentada ya su carrera, en descender a un terreno tenido siempre por ajeno y poco prestigioso por la mayoría de sus colegas. Y no lo ha sido más, cómo no decirlo, en términos puramente económicos, pues, con excepciones aún más raras, es la ficción, y no el ensayo, ni siquiera el divulgativo, el género que se lleva la parte del león en las menguadas ventas de las editoriales.

Y, sin embargo, la divulgación, al menos la histórica, dista de ser un género menor. O al menos no debería serlo. Primero, porque de poco servirían a los lectores de libros de historia las sesudas investigaciones de los miembros del establishment universitario si no hubiera quien aceptara el reto de convertir sus eruditas disquisiciones plagadas de densas notas a pie de página en un mensaje comprensible y atractivo para la mayoría de aquellos. Y segundo, porque si investigar es difícil, que lo es, y muy abnegado, que lo es también, y en grado sumo, no lo es menos en absoluto lograr ese palpitante y seductor equilibrio entre rigor y amenidad que exige la divulgación de calidad para llegar con éxito al gran público. Y lograrlo, eso sí, sin caer en la peligrosa tentación de confundir la divulgación con la mera curiosidad, la jugosa anécdota o, peor aún, el simple morbo, fascinante pero corruptora carnaza con la que tantos divulgadores que se hallan muy lejos de merecer tan honroso nombre tratan de pescar en el río revuelto de un mercado editorial en crisis.

Y si todo esto es cierto, lo es más aún en el siglo XXI. A las dificultades tradicionales se añaden ahora algunas más, y no de poca enjundia precisamente. La primera, la mediocridad ramplona en que ha caído con el tiempo la cultura general en lo que a la historia, y a tantas otras disciplinas humanísticas, se refiere. Sobre el papel, el público potencial del género es ahora mayor que nunca; titulados universitarios, al menos, tenemos en un número muy superior al de cualquier época anterior. Sin embargo, se trata de mera apariencia. La cantidad no viene acompañada de la calidad. La cultura media de los egresados de la Universidad, y antes que ellos de los Institutos y centros de Secundaria, ha caído en picado. Por mucho que nos duela reconocerlo, muchos de nuestros jóvenes graduados saben poco de lo suyo y mucho menos, por no decir nada, de todo lo demás. Y no es lo peor que sepan poco, sino que su interés en saber es aún menor que su conocimiento. ¿Cómo explicar, si no, el auge de que disfrutan en los últimos años libros tan dudosamente divulgativos como los que prometen la adquisición inmediata, y, por supuesto, sin esfuerzo alguno, de una amplia cultura general por medio de títulos como Las cien películas que debería haber visto antes de morir o Los cien libros que debería haber leído? Y peores aún son esos libros que proclaman, sin rodeos, dirigirse específicamente a los dummies. ¿Acaso nadie sabe que la expresión proviene de la palabra alemana dumm, que significa, literalmente, tonto? Y si un libro para tontos se convierte en un best-seller, ¿qué cabe pensar de la sociedad que encumbra títulos semejantes en las listas de libros más vendidos? ¿Hay en ella espacio, o, mejor dicho, mercado, para la verdadera divulgación histórica de calidad recordemos, la que aúna rigor y amenidado tendremos que conformarnos con escribir también Historia para dummies?

El segundo problema, cuya dimensión se agrava por momentos, deriva del desarrollo exponencial de las tecnologías de la información y la comunicación, que están dando a luz un nuevo paradigma cultural en el que creadores y consumidores de cultura se encuentran en un entorno virtual que no requiere ya de intermediarios cualificados. Literalmente, cualquier persona, con total independencia de su valía, puede convertirse en cantante, director de cine o escritor sin necesidad de que una compañía discográfica, una productora cinematográfica o una editorial valoren su talento, crean en él y se muestren dispuestas a arriesgar su dinero en difundir su obra.

No faltará quien, henchido de sincero entusiasmo, proclame oficialmente inaugurada la era de la democratización de la cultura y arroje la última y definitiva paletada de tierra sobre el cadáver de los que, al hacer negocio con la creación, hacen de la creación un negocio y se erigen en censores supremos del talento humano. Pero quienes así piensan hacen gala de una conmovedora ingenuidad. Porque, nos guste o no, no todo el que escribe es un escritor ni el que canta un cantante, y la red de redes carece por completo de los filtros que, mejores o peores, regidos por criterios más o menos culturales o económicos, imponen los profesionales que realizan su trabajo en las amenazadas empresas del mundo de la música, el cine y, por supuesto, los libros.

Al igual que todo el mundo puede cantar, pero la inmensa mayoría de las personas cantan mal, todo el mundo puede juntar palabras y eso no lo convierte en escritor, y todo el mundo puede escribir un libro de historia. Pero ¿quién juzgará cuáles de esos libros merece la pena leer? ¿Acaso los lectores? ¿Cuántos libros será necesario leer para dar con uno bueno? Y lo que es peor: ¿quién estará dispuesto a cargar sobre sus espaldas con el inmenso esfuerzo de escribir un buen libro de historia divulgativa tan solo para lanzarlo después a competir con otros miles, o decenas de miles, que se ofrecen gratis o a precios ridículos en las librerías virtuales de la red, a sabiendas de que muchos de ellos no son sino burdos pastiches compuestos sin criterio ni conocimiento? Nos guste o no, necesitamos a las editoriales. Si ellas mueren, la divulgación histórica del siglo XXI morirá con ellas.

*Las negritas son del autor del blog.

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2 comentarios

  1. Dice ser Ángel

    Tanto divulgación como cultura para «dummies» me parece correcto. Me explico.

    La mediocridad es algo que es muy visible actualmente, pero eso no significa que no existiera antes, existía y no es muy distinta de la actual; la diferencia es que las redes sociales la ponen a la vista de aquellos que antes se subían a su torre de marfil para no tener que verla.

    Suele creerse que la mediocridad se combate con la educación, pero mi opinión es otra: la mediocridad es una parte fundamental de la civilización, tanto como lo es la genialidad. Según la Real Academia de la Lengua alguien mediocre es alguien «de poco mérito, tirando a malo», y no alguien que no debería contar para nada, como parece que se cree últimamente. Alguien mediocre en Historia, que necesite de ese manual para «dummies» (y que probablemente sepa lo que significa la palabra, yo al menos no he sabido de nadie que no lo sepa), es muy probable que no sea tan mediocre en otro ámbito vital, ya sean las ciencias, la lengua, la interpretación, el deporte, el trabajo físico, etc., todos ellos campos igual de importantes para la humanidad.

    Me centro en la historia, aunque se puede aplicar a cualquier otro ámbito: hace algunas décadas un escaso porcentaje de la población podía estudiar, y como es lógico lo hacían aquellos que tenían mayores aptitudes, y los que expertos en historia eran en gran parte aquellos que la habían estudiado hasta su mayor extensión por su habilidad con el tema, mientras que el resto no sabía casi nada de historia y no la había estudiado. Ahora es distinto, la mayor parte de la población ha estudiado historia, pero lo que no ha cambiado demasiado es el porcentaje de entendidos en historia que pueden hablar de ella con mayor base.

    ¿Qué ha cambiado entonces? Muy sencillo, la mayoría de los que deciden estudiar historia simplemente no están cualificados para dedicarse a ella profesionalmente a nivel doctorado, por pura probabilidad solo un porcentaje de alumnos cada curso sigue teniendo esa cualificación, totalmente innata. La diferencia, por tanto, es que si bien antes se planteaba la diferencia entre el profesional y el mediocre al iniciar los estudios, ahora se hace más adelante, y eso no es algo malo.

    Ahora la información está al alcance de todos, lo cual no significa que todos deban ser expertos en todas las áreas del conocimiento; siempre habrá alguien que aunque no sepa tanto como yo en un campo y que sabrá más de otro que yo, y esa es la maravilla de la nueva sociedad de la información, pues todos pueden tener los conocimientos suficientes para poder hablar con quien los ha estudiado, si quieren, claro, y muchos no quieren, pero eso es cosa de cada uno, y desde luego me parece tan grave como creerse superior por saber más que la mayoría sobre algo, cosa que sucede ahora y sucedía antes.

    En resumen, que ya he escrito mucho, la mediocridad está ahí, si, y las redes sociales la hacen muy visible, pero ni es algo malo ni hay que confundirla con un desconocimiento generalizado de la población. No hay que subestimar a las personas, hables con quien hables probablemente sepa algo que tú desconozcas.

    Perdón por la parrafada, este artículo me ha hecho recordar mis reflexiones acerca de esta mediocridad de la que todos hablan últimamente, y de la distinción entre lo que es culto y lo que es popular, que ha ido cambiando a lo largo de los siglos (más en literatura, mi especialización). Soy consciente de la necesidad de divulgar los conocimientos para un público no especializado, y creo que sí se aprecia esta labor, es solo que el investigador necesariamente va a ser más visible dentro del círculo de investigadores, igual que lo estará el divulgador dentro del círculo de los aficionados. Un saludo.

    27 febrero 2016 | 12:29

  2. Dice ser Jester_agr

    Me parece que quien escribe esas lineas es alguien incapaz de adaptarse a los cambios que nos han traído los últimos años. Estoy de acuerdo en que cantar no te hace cantante, ni escribir ser escritor, al menos dentro de lo que a calidad o dedicación se refiere, pero pensar que eso hace que las editoriales sean necesarias, es un error, aun mayor cuando se piensa en ellas como en críticos poseedores de la certeza de discernir la calidad. Ahora mismo una persona con suficiente dedicación y esfuerzo puede autopublicarse, puede buscar financiaciores sin recurrir a editoriales o distribuidoras, puede trabajar como él quiere y no como otro desea.

    Así mismo, que un libro de divulgación historica lo publique una editorial de prestigio no significa que alguien que haga lo mismo pero a través de un blog no pueda realizar un análisis más preciso, cierto y atractivo, hay muchos grandes escritores entre las grandes masas de blogueros, al igual que hay buenos escritores entre las grandes masas de autores mediocres que engordan las editoriales.

    Y lo siento, pero es la verdad, las editoriales eran necesarias antes, pero ahora son solo otro medio, y no el mejor, ni para publicarse ni mucho menos para aportar un sello de calidad.

    27 febrero 2016 | 12:37

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