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Viejas joyas: Willow (arcade)

Hubo un tiempo en el que casi en cada bar podíamos encontrar una máquina arcade, hubo un tiempo en el que 25 pesetas representaban la felicidad absoluta, hubo un tiempo en el que muchos arriesgábamos nuestra integridad física entrando en los salones recreativos, reino de malotillos tocap… narices, solo para echar una partida a nuestro videojuego favorito.

En aquella época aún no se habían afianzado algunos tópicos que hoy aceptamos como verdades absolutas. Por aquel entonces nadie se sorprendía de que un juego fuera difícil, las vidas y continuaciones tenían sentido y, sobre todo, nadie daba por hecho que un videojuego fuera a ser malo solo por estar basado en una película.

Eran los años de Terminator, Robocop, los Gremlins, Indiana Jones, los Goonies, los Cazafantasmas… Grandes películas con personajes maravillosos que vivían aventuras irrepetibles. No todas sus incursiones al mundo del videojuego fueron buenas, pero tampoco podemos decir que la mayoría fueran malas. Que un peliculón de la época fuera adaptado a videojuego aún era un gran acontecimiento.

Uno de los títulos que recuerdo con más cariño es el de Willow, una de mis películas ochenteras favoritas y, poco después, también una de las recreativas en las que más me gustaba dejarme ‘los dineros’. Nunca me llamó la atención la versión de NES (jamás llegué a alquilar aquel juego, aunque lo veía semana tras semana en el videoclub), pero el arcade, uno de los títulos más olvidados por Capcom, me encantaba.

El videojuego de Willow para recreativa era una aventura de plataformas vistosa y espectacular que durante muchos años para mí no tuvo más que dos niveles: el primero, protagonizado por el pequeño Willow, que saltaba, se agarraba a los salientes y disparaba ¿nueces mágicas? ¡Y qué gusto eso de recargar el disparo!, algo muy típico de la época, esa maravillosa sensación de poder que producía mantener un botón presionado durante unos segundos, acumulando energía, para después soltarlo y liberar una mayor fuerza destructiva (más o menos).

En el segundo nivel controlábamos a Madmartigan. Era la fase de la posada y todo se volvía un pelín más complicado, tanto por el hecho de que se imponía el combate cuerpo a cuerpo como por las dichosas lámparas que caían e incendiaban el suelo. Pero lo verdaderamente molesto era la parte final de la fase, en la que Willow conducía un carro tirado por caballos mientras nosotros teníamos que defenderlo. Ahí se acababa el juego para mí. ¡Qué condenadamente difícil me parecía aquello! ¿Cómo lograba pasárselo la gente?

Pero en realidad sí había más juego. Lo sé porque, como tantos otros niños, ejercí de asombrado espectador que se maravillaba ante la maestría de los más hábiles con el joystick. Recuerdo que al principio de algunas pantallas te dejaban elegir personaje, recuerdo una zona de barquitos, el inolvidable descenso en trineo por la nieve (que aquí era una especie de etapa de bonus), el enfrentamiento contra el monstruo de dos cabezas parecido a una hidra y, por supuesto, la batalla final contra la reina bruja Bavmorda y su insufrible costurero o lo que quiera que sea ese cacharro que cobra vida.

Muchos años después, hace solo unos pocos, me reencontré con este juego de Willow gracias a los emuladores —al todopoderoso MAME, claro—, pero ya no era lo mismo. Ahora era más sencillo pásarselo, ya no era un juego de dos niveles y no hacía falta dejarse cinco duros en cada partida. Aun así, mantenía el encanto, conservado en el formol de la nostalgia. A día de hoy, cuando escucho esa horrenda voz digitalizada decir «WILLOOOU», no puedo evitar experimentar una regresión sensorial muy intensa. Supongo que para mí es una especie de magdalena de Proust.