Esta noche, la madrugada del sábado al domingo se retrasa una hora, a las tres serán otra vez las dos, y soy, de las que me suele afectar este cambio horario. Sí que es cierto que el de primavera lo llevo aún peor, pero todo lo que se salga de la rutina habitual, mi cuerpo lo nota y le cuesta acostumbrarse.
Hay quienes no se creen del todo, que haya personas a las que perjudique este retraso o adelanto de hora. Hace unos días lo discutía con mi marido, él es de los detractores, pero sabe de primera mano que para gestionar la fatiga, cada pequeño detalle cuenta.
Si algo he aprendido durante estos siete años de diagnóstico, es que para que mi cuerpo sea lo más productivo posible y pueda aprovechar al máximo su energía, tengo que establecer ciertos hábitos.
Hasta que he conseguido saber a qué hora estoy más despejada para escribir, cuándo me sienta mejor hacer deporte o cuántos descansos tengo que hacer entre actividades, ha habido muchos intentos fallidos con sus correspondientes pasadas de energía. Generalmente, tiendo a extralimitarme con el esfuerzo y pocas veces, me he quedado con fuerzas para más. Algo que nos pasa habitualmente a todos.
Estos primeros días después del cambio son incómodos, solo son un par o tres, tampoco son más, pero mi cuerpo necesita algo de tiempo hasta que se acostumbra al nuevo horario, como si tuviese un pequeño jetlag. Lo que suelo notar, es falta de descanso, sueño y cierta pesadez con más cansancio de lo habitual. Aunque como siempre, todo lo que conlleve tener que lidiar con más fatiga que el día anterior, se convierte en un nuevo reto.