Un cuento corriente Un cuento corriente

Se llama a la Economía (más aún en estos tiempos de crisis) la "ciencia lúgubre". Aquí trato de mostrar que además es una de nuestras mejores herramientas para lograr un mundo mejor

El tortuoso camino para vender un banco público: El Ejemplo de Novagalicia

El FROB acaba de cerrar la venta de Novagalicia Banco (NCG) la mayor entidad crediticia privada de Venezuela, Banesco. La operación se salda por un importe de 1.003 millones de euros y después de que la entidad gallega haya recibido más de 8.981 millones de euros en ayudas para recapitalizarse. Esta desinversión, si bien parece lejos de haber sido óptima, sí que mejora sustencialmente las anteriores salidas del Estado de los accionariados de cajas y bancos nacionalizados. Y es que nos habíamos acostumbrado tanto a comprar entidades por un euro que pensábamos que era su precio estándard. Pero no.

Oficina de NCG

Oficina de NCG

Aunque la venta no ha sido tan aparentemente barata como en anteriores ocasiones (Banco de Valencia, CAM…), la adquisición de NCG conlleva varias ventajas que pueden hacer el negocio mucho más ventajoso. Así, tanto el FROB como el Fondo de Garantía de Depósitos (FGD) se comprometen a compensar el 85% de las posibles pérdidas por reajustes en los activos traspasados al Banco Malo (Sareb), «riesgos fiscales derivados de la transmisión de activos a Sareb», gastos que tenga que costear NCG por los procesos de arbitraje y la responsabilidad del banco derivada de la comercialización de preferentes y subordinadas, así como de hipotecas con cláusula suelo. «El contrato básico no incluía, sin embargo, ningún esquema de protección de activos (EPA)», alega el FROB.

Es decir, que el comprador no solo compra un banco saneado y al que ya se le han solucionado la mayoría de marrones (imponer despidos, pérdidas a preferentistas, despidos a los directivos…), sino que además adquiere un paquete de garantías que va mucho más allá de cualquier transacción normal.

Lo que más me ha llamado la atención, junto a la operación de venta en sí, es un documento que ha publicado el FROB en el que informa sobre todo el procedimiento seguido hasta que se ha logrado el mejor comprador posible. Básicamente es un tortuoso camino en el que se ha contado con los servicios de dos bancos de inversión (Nomura y BNP Paribas), otras dos consultoras (PwC y McKinsey) y una auditora independiente (Mazars).

Informes de estrategias de gestión, valoraciones independientes, due diligences… Todo con tal de enviar al mercado la información más objetiva posible, pero sin rendir prácticamente cuentas a la ciudadanía (el FROB y todos sus empleados tienen deber de secreto y no pueden dar detalles de casi nada). Es por esto que en este negocio de las finanzas el comercio con información privilegiada es un activo muy valioso. Todos los intervinientes en este tipo de procesos tienen que firmar estrictos contratos de confidencialidad, pero luego son casi inevitables las filtraciones, interesadas o no.

En resumen, y a pesar de que es de agradecer el esfuerzo que han hecho los gestores públicos de las entidades nacionalizadas, seguimos sufriendo una lamentable ausencia de transparencia en la valoración y venta de estos bancos y cajas. Hay demasiado dinero público invertido como para que sigamos metidos en procesos oscuros en los que la información brilla por su ausencia amparándonos en una supuesta responsabilidad. Sigo por tanto reclamando, como hace unos meses, luz y taquígrafos en la venta de la banca nacionalizada.

1 comentario

  1. «El 7 de septiembre de 2011 el Senado aprobaba la reforma del artículo 135 de la Constitución Española limitando el techo de gasto de las Administraciones según los márgenes establecidos por la Unión Europea. Límite fundamentado por la necesidad de salvaguardar la “estabilidad presupuestaria”. Sin embargo, bajo este propósito queda enquistada en nuestra Carta Magna la obligación de satisfacer el pago de la deuda como objetivo prioritario de la gestión pública con independencia de otras necesidades. Al tiempo, fija en el cuerpo social el estigma de lo público como algo gravoso cuyos excesos hay que vigilar y limitar. “No se puede gastar lo que no se tiene”, dirá después Rajoy. En realidad, este supuesto dispendio, amplificado por los casos de corrupción y despilfarro que han creado tanta alarma mediática y social, es en gran medida el resultado de subordinar la financiación de la deuda al juego especulativo de los mercados financieros.

    Pero este cuadro no tiene nada de frío diagnóstico económico. Encierra una estrategia política doble: establecer una estricta correlación entre deuda y recortes (sociales, se entiende) y trasladar el peso de la deuda sobre la conciencia colectiva. Como ya experimentan las sociedades griega, portuguesa y española, el tándem deuda / recortes ha entrado en un círculo vicioso cuya única solución sería purgar al Estado por su obesidad mórbida. Es decir, acometer “reformas” estructurales que corregirían el derroche de lo público hasta equilibrarlo con la eficacia de lo privado. Porque ahí donde se elimina gasto social aparece, casualmente, un nicho de mercado. Esta idea no sería compartida o soportada si no fuera legitimada por la segunda estrategia: todos somos deudores y debemos responder por ese déficit. Invocación a la autoinculpación dialécticamente atrapada en la telaraña de la corresponsabilidad colectiva: “Sin las renuncias parciales de cada uno la recuperación de todos es imposible”, asegura nuevamente Rajoy. Esta “socialización de la culpa” se ha revelado una coartada realmente eficaz, pues exime a los verdaderos causantes al diluir sus responsabilidades en el conjunto de la ciudadanía. Es lo que salmodian algunos voceros desde distintas instancias del poder: “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. La frase merece ser diseccionada, pues en su inclusión enunciativa y ambigua ejemplaridad encuentra su mayor consenso: “yo”, el que la pronuncia, también me señalo y con ello refuerzo la admonitoria responsabilidad; aunque eso sí, sin determinar la mía. Además, revela un diagnóstico sobre el pasado y un designio sobre el futuro: antes disfrutábamos de una prosperidad inmerecida que ahora debemos pagar. Pero hay más, equipara ese hipotético exceso de bienestar colectivo para que el castigo sea asumido en igual medida.

    Ya sabemos que ahora trabajar más es sinónimo de ganar menos
    Y, ciertamente, la culpa y el castigo inspiran buena parte de las medidas que los gobernantes adoptan actualmente. En este punto, los discursos oficiales y su vocabulario (sacrificios, austeridad, rigor, medidas dolorosas, esfuerzos…) han conseguido una gran aceptación: cuando la culpa se comparte resultan más cercanas y cotidianas las causas de la crisis. Es más, se puede aplicar una estigmatización selectiva de la sociedad (por gremios, edades, condición social), jaleada por una suerte de rencor hacia el otro, que hace razonable su castigo (aunque sea el más necesitado) y tolerable el propio. Se penaliza a los trabajadores que enferman descontándoles parte de su sueldo, se penaliza a los enfermos que “abusan” de las medicinas y los tratamientos, se penaliza a los estudiantes repetidores incrementándoles las matrículas… Una lógica que siempre admitirá una vuelta de tuerca más al investirse de discurso moral, circunstancia que ya advirtió Max Weber a propósito del influjo de la ética protestante en el capitalismo. No solo eso, legitimada su aplicación como signo de buen gobierno, naturaliza sus efectos: todo castigo debe someter al culpable a la experiencia purificadora del dolor. “Gobernar, a veces, es repartir dolor” sentencia Gallardón. Las consecuencias de este “sufrimiento inevitable” no se han hecho esperar: un alarmante incremento de la pobreza, la desigualdad y la exclusión social, según revela el último informe FOESSA (Análisis y perspectivas 2013: desigualdad y derechos sociales).

    Desde el “discurso de la deuda”, todo ello no sería más que un sacrificio necesario y la constatación de que los expulsados del sistema no se han esforzado lo necesario (por tanto, se les puede abandonar a su suerte). Porque nunca es suficiente: “Tenemos que cambiar y ponernos a trabajar más todos porque, de lo contrario, España será intervenida”, nos diagnostica Juan Roig, el adalid de la “cultura del esfuerzo” a la china. Y ya sabemos que ahora trabajar más es sinónimo de ganar menos. De ahí que la sombra de la mala conciencia se cierna también sobre las negociaciones salariales. Aceptar la reducción del salario es admitir implícitamente esa supuesta parte de responsabilidad en la crisis y asumir como propia, cuando no hay acuerdo, la decisión del despido de otros trabajadores.

    En el círculo vicioso de la deuda, la única salida posible parece ser la austeridad
    Un peculiar sentido de la responsabilidad que llevaba al PP a establecer un insólito silogismo el pasado 14 de noviembre con motivo de la huelga general. Ese día, el argumentario distribuido entre sus dirigentes afirmaba: “La huelga general supone un coste de millones de euros que podrían destinarse al gasto social”. Es decir, los huelguistas serían culpables no solo de lo no producido (con el consiguiente perjuicio para la marca España), sino de que su montante económico no se hubiera traducido mágicamente en gasto social. En suma, sus reivindicaciones irresponsables quedarían deslegitimadas por insolidarias. Apurando esta lógica, cualquier reivindicación o protesta sería un gesto de desobediencia irresponsable a ese nuevo orden dictado desde el rigor presupuestario y la contención salarial.

    Y es que, en ese círculo vicioso de la deuda, la única salida posible parece ser la austeridad, un dogma moralmente irreprochable, que promete llevarnos a la expiación económica. Bajo sus designios el Estado quedaría paulatinamente liberado de todo compromiso social y el individuo a merced de la mercantilización de todos los servicios públicos. No solo eso, al igual que en los tiempos de bonanza el crédito alimentaba nuestros sueños de prosperidad, la deuda hipoteca ahora las perspectivas de futuro: paro o empleo precario a cambio de pensiones exiguas o privatizadas para disfrutar cada vez más tarde. Un destino determinado por lo que el filósofo Patrick Viveret denomina “sideración económica”: no hay otra alternativa y hasta las víctimas lo creen así y aceptan su condición.

    Paradójicamente, en este marco conceptual apenas se menciona a los propietarios de “nuestra deuda”, ¿quiénes son y por qué les debemos? ¿Cómo han logrado reescribir nuestra Constitución? Es comprensible que no se pronuncien sus nombres o se muestren sus rostros. Los que gobiernan al dictado de sus designios también les deben mucho».

    Rafael R. Tranche es profesor titular en la Universidad Complutense de Madrid.
    16 MAY 2013

    22 diciembre 2013 | 20:52

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