Por Virginia Gil Gallardo
Hace tiempo que los aeropuertos dejaron de ser para mí el preludio de unas alegres y merecidas vacaciones.
Tengo treinta años y hace cuatro, tras una concienzuda preparación y mucho esfuerzo, emigré a Francia en busca de una oportunidad laboral que mi país me negó (robó).
Me fuí, como bien podría decir una canción de Sabina, con una maleta repleta de besos con regusto amargo y sin billete de vuelta.
Hoy en día hago malabarismos con mi sueldo de enfermera para poder volver a mi hogar muy de vez en cuando.
Escribo esta carta en uno de mis viajes de regreso a Francia, donde como ya anticipaba en el título, el aeropuerto se ha convertido para mí y para muchos españoles en la Crónica de una muerte anunciada (con mi máximo respeto al Gabo).
En las terminales ahora les llora el alma a las madres y se les cae a los piés a los hijos. Mueren ilusiones y planes de futuro. Se secan y arrancan raíces, que con tanto mimo y esfuerzo plantaron nuestros abuelos.
Los señores políticos (soy generosa con el eufemismo) nos están robando algo más importante que el dinero, nos están robando nuestro pasado, nuestro futuro (del presente mejor ni hablar) y con ello nuestra felicidad.
Y algunos todavía tienen la osadía o la desvergüenza (apuesto más por ésto último) de llamarnos jóvenes aventureros.
Aventura es sobrevivir en España, excepto para una minoría privilegiada, de privilegios inmerecidos.
Permítanme decir, y con ésto acabo, que modifique el final de una obra maestra, que por desgracia sólo me quedó París.
Remito esta carta con la esperanza e ilusión de que la publiquen y así se de voz a muchos españoles que nos hemos visto obligados a emigrar para labrarnos un futuro. Seguro que conocen a algunos, a muchos me atrevería a decir.
No pude evitar emocionarme al escribir estas letras, seguramente ha ayudado el hecho de que tengo miedo a volar. Me despido con la ingenua esperanza de poder comprar algún día mi billete de vuelta.
Fdo: Una emigrante española más.