Por Miguel Ángel Loma
(GTRES ONLINE)
Entre los importantes temas que se suscitaron para el debate público tras la aprobación de la Constitución había dos de especial trascendencia: el divorcio y el aborto. Respecto al divorcio, existía ya una opinión muy extendida y favorable, no tanto por la argumentación de la posibilidad de rehacer la vida de los cónyuges tras un fracaso matrimonial (que también), sino primordialmente por el muy poderoso y sentimental argumento de que impedirlo condenaba a los hijos pequeños a vivir en un infierno, ya que nos presentaban como infierno todo matrimonio en que existían menores de edad, pero donde el amor había desaparecido entre la pareja. Así que había que aprobar el divorcio por el sagrado bien e interés de los menores y por su mejor desarrollo.
Y respecto al aborto, eso era otro tema muy diferente. La opinión común entre los españoles de entonces era contraria; y si acaso, sólo cabría legalizarlo para circunstancias muy especiales. Pero nadie cuestionaba entonces que abortar significaba matar a un hijo en el seno materno, de ahí su rechazo generalizado. Sin embargo ahora, más de treinta años después, el matrimonio lo hemos transformado en un contrato basura que cabe disolver tras solo tres meses de casados, donde el interés de los hijos menores es lo último a considerar; y el único matrimonio a defender es el que se contrae entre personas del mismo sexo. Y respecto al aborto, tras más de un millón setecientos mil abortos legales, la vida del feto ya ni siquiera se menciona, y si se hace, es para excluirlo de la naturaleza humana donde lo único importante es la voluntad de la embarazada. ¡Cómo hemos cambiado! Pero al menos seamos sinceros y no disfracemos nuestros egoísmos bajo la etiqueta de progresismo, porque el progreso humano lo ha marcado la defensa de los más débiles. Lo de mirar únicamente por la comodidad e interés de la parte más fuerte, no es progresar en humanidad, sino regresar a la caverna.