Por Germán Medina
Estaba viendo hace unos días un debate político de El Gato al Agua, en Intereconomía, entre Alejandro Cao de Benós (representante del gobierno norcoreano) y otros tertulianos, cuando me sorprendió para bien un detalle: apenas se interrumpieron entre sí el turno de palabra.
Este comportamiento, que brilla por su ausencia en la mayor parte de las tertulias de la televisión actual, podría parecer poco importante, pero es una de las cuantas condiciones fundamentales que se deberían cumplir para que una discusión tuviera, al menos, la posibilidad de ser interesante y provechosa: para que sirviera de algo, tanto a los que escuchan como a los que hablan, un intercambio de opiniones. Intercambio que, por ejemplo, en un programa como La Sexta Noche, es una indignante tomadura de pelo que se prolonga durante más de tres horas.
No hablo ya de la preparación de quienes debaten, de cómo unos pocos acaparan el escaso espacio que se le dedica al diálogo en los medios, o de las flagrantes falacias lógicas en que incurren, sino solo del respeto de las intervenciones ajenas. Y mira que es fácil la cosa: basta con ir anotando lo que dice el contendiente para replicarle cuando se nos devuelve el turno. Mejor para el espectador, que se podrá enterar de algo; mejor para los dialogantes, que podrán exponer su postura de forma completa y ordenada, o hasta conocer con mayor corrección lo que deben rebatir del otro; y mejor para el programa, que incluso podrá ser más rápido, dinámico y, por lo tanto, más productivo.
Todo ventajas, vaya, pero no hay manera de conseguirlo. Pareciera que el simple hecho de pronunciar una intervención hasta el final supone el convencimiento automático de esa opinión en el público, y que el contrario está dando la razón con su silencio. Además, el moderador tampoco hace nada por poner solución a estas situaciones, limitándose a pedir silencio cuando los que hablan a la vez no son dos, sino por lo menos cinco o seis.
Un circo, un follón, un barullo, que no sé si tendrá algo que ver con la cultura española, pero que, desde luego, ya no me hace tanta gracia ni me entretiene como (lo reconozco) cuando era más joven y no era consciente de que aquello tenía que ser una cosa mínimamente seria.