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¿Y si Jim Morrison se hubiese quedado en España?

La última vez que entró en un estudio de grabación, Jim Morrison estaba absolutamente borracho. No era extraño: llevaba varios años bebiendo de manera constante, casi científica, y consideraba al alcohol una forma de «capitulación lenta» contraria a la determinación instantánea del suicidio, porque cuando bebes, decía, «es tu elección cada vez que tomas un sorbito». La canción de arriba, si es que merece esa consideración dada la pobreza de la pieza, se titula Orange County Suite, fue grabada en París en 1971 con un grupo de músicos callejeros y está dedicada a la novia del cantante, la procaz y peligrosa Pamela Courson, que acompañaba a Morrison en la capital francesa, lugar que eligieron muy literariamente para escapar del pasado y acaso intentar eludir el futuro inevitable.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Unos meses antes de grabar el disparate —incluido en el disco no oficial The Lost Paris Tapes: The Private Tapes Of James Douglas Morrison, editado en 1994 y muy querido por los muchos fanáticos de Morrison, tropa empecinada en considerar al cantante y poeta como una de las potenciales reencarnaciones de Jesucristo—, Morrison había tosido sangre. El médico le advirtó del precario estado de salud que arrastraba y le aconsejó dejar por un tiempo el clima húmedo de París y optar por una estancia redentora en lugares secos. También le propuso que redujera el consumo de whisky y cigarrillos —encendía un Marlboro con la colilla del anterior y se ventilaba cuatro cajetillas al día, inhalando cada vez con un hambre de niño inclusero—.

Quizá la elección de España como balneario para una cura temporal estuvo condicionada por la evocación de Spanish Caravan (Caravana española), editada en 1968 en Waiting for the Sun, el tercer álbum de The Doors, el grupo en el que Morrison jugaba el papel de muñeco sexual atacante y letrista belicoso con aspiraciones poéticas. La letra del tema, sobre un arreglo basado en la cita musical de Asturias (Leyenda), uno de los opus de Albéniz que toda academia de guitarra incluye en su temario, es tan pintoresca como un folleto de tour para jubilados sajones: Llévame, caravana, llévame lejos / Llévame a Portugal, llévame a España / Andalucía con campos llenos de trigo (…) / Los vientos alisios encontrarán galeones perdidos en el mar / Sé que hay un tesoro aguardándome / Plata y oro en las montañas de España.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Tal vez esperando confirmar que en España había caravanas y vientros vientos ecuatoriales y en Andalucía trigales —disparates que debemos achacar al romanticismo a la Byron que Morrison cultivaba o a los proverbiales y pésimos programas educativos de geografía humana que se imparten en los EE UU—, Morrison y Courson alquilaron un Peugeot el nueve de abril de 1971 y pusieron rumbo hacia el sur.

De las tres semanas siguientes hay referencias, aunque bastante parcas, en muchas de las biografías dedicadas al ídolo [en Internet puede consultarse el ensayo Jim Morrison’s Quiet Days in Paris, de Rainer Moddemann]: paso por Limoges y Touluse, desvío hacia Andorra con la posible intención de merodear por los Pirineos, estancia de unos días en Madrid y llegada a Granada.

Sabemos que en el Museo del Prado Morrison pasó unas cuantas horas ante El Jardín de las Delicias, el enigmático y moralizante tríptico pintado por El Bosco para desarrollar plásticamente un refrán flamenco que el desmejorado cantante podía asumir e interiorizar como reflexión propia: “La felicidad es como el vidrio, se rompe pronto”. También es conocido el paso por Granada, la melancólica noche de whisky en la taberna-cueva Zíngara, en el Sacromonte, donde pidió a los dueños que pusieran canciones de Janis Joplin, otra descarriada que había muerto, seis meses antes, en soledad, y el amanecer casi místico en la Alhambra.

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 - Foto: © Alain Ronay

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 – Foto: © Alain Ronay

El viaje concluyó al otro lado del Estrecho. Cruzaron a Tánger en ferry vía Algeciras y luego condujeron hacia Casablanca, Marrakech y Fez. Devolvieron el coche y el 3 de mayo tomaron un avión de regreso a Paris.

Dos meses exactos después Morrison murió a los 27 años —»estáis bebiendo con el número tres», había anunciado a sus compañeros de parranda tras los fallecimientos de Jimi Hendrix y Joplin, del club de los 27—. Todavía oscilan las teorías sobre las circunstancias del deceso: ataque al corazón en la bañera tras una noche de alcohol esta vez culminada con heroína, droga que llevaba meses sin usar; sobredosis accidental, e incluso muerte en otro lugar, un garito al que había ido a comprar caballo para la novia, voraz consumidora, y traslado subrepticio del cadáver al apartamento para evitar incómodas preguntas policiales.

El viaje por España del adorado cantante de los Doors me interesa por los amplios espacios que deja abiertos y que están pidiendo a gritos una narración de no ficción. Quiero imaginar al par de millonarios —los Doors era una caja registradora muy saludable— vagando por la aridez castellana, deteniéndose en las villas de adobe centenario y mutismo palpitante que duele en los oídos, enfrentándose al sombrío encuentro con una pareja de la Guardia Civil con capotes, paladeando vino más recio que el whisky amanerado, fumando hachís liado con Bisonte rubio, admitiendo que Albéniz era bastante vulgar, comprobando que Goya estaba más alucinado que El Bosco y que El Greco le ganaba a ambos, entrando en una iglesia donde unas señoras con piel de cera rezan el rosario con la misma cadencia con la que cantan gospel en Alabama otras señoras con piel de carbón, comprando en un bar de camioneros una cinta de Camarón para convertirla en banda sonora en loop del viaje entero, buscándose la vida para encontrar heroína para Pamela en la España aún franquista de 1971…

Me gusta preguntarme, aún sabiendo que no hay respuesta, que nueva historia se abriría si en determinado momento Jim y Pan hubieran dedidido, como dicta la lógica, que París es un despojo para tarjetas postales y mejor nos quedamos aquí…

El 25 de abril de 1974, en un epílogo presentido, Pamela Courson murió tras inyectarse heroína en un apartamento de Los Ángeles, la «ciudad de la noche» de la que había escapado con Morrison. También tenía 27 años y su cadáver no fue enterrado, como ella deseaba, en el cementerio parisino de Père Lachaise donde había sido sepultado su novio. Aunque la pereja no estaba legalmente casada, los padres de Courson —que le habían retirado la palabra a la hija años antes por merodear con un «degenerado» como Morrison— se afilaron los dientes, lograron que los tribunales reconocieran la unión como un matrimonio de hecho y, por tanto, legalizaron su papel como herederos de la mitad del legado millonario de Morrison. Ambas familias, los Morrison y los Courson, litigaron con saña durante décadas.

Ánxel Grove

45 años de «Music from Big Pink», el disco que acabó con los excesos de la psicodelia

© Elliott Landy

«Next of Kin» © Elliott Landy, 1968

Primero, el momento: 1968, año de vuelos astrales, she’s leaving home, dinamitando a la familia, jergas secretas, saris para ella y abrigos afganos para él, far out, «¿sabes que los Beatles van a parar la guerra de Vietnam?», quemando libros de texto (y alguno de T.S. Eliot, a la pira también), lo quiero todo y lo quiero ya…

¿Qué pensar si encuentras esta foto de parranda consanguínea al desplegar la carpeta de un disco editado cuando el mundo se entrega a la celebración psicodélica?

La imagen se titula Next of Kin (familiares cercanos) y está poblada por presuntos partidarios de la trama patriarcal a los que juzgas, como buen hijo del espíritu de 1968, según la calaña de los abrigos de las señoras, las medias de domingo de las niñas y el aspecto general de gente que puede manejarse con un tractor. Eres capaz de detectar los orines del ganado que crían, no con la intención de contribuir a la paz celeste sino para comerlo, convenienemente troceado y a la parrilla. Detectas que comparten café con el agente de policía del pueblo, que consultan los diarios de provincias, que prefieren el bourbon a la marihuana, que no saben quién demonios es Mary Quant ni conocen el significado de ninguna de estas palabras: groupie, dude, foxy, groovy, hip…´

Las 33 personas de la foto —una cifra no buscada por aspiraciones cabalísticas o bíblicas, pero a la que se pueden aplicar ambas condiciones— no son el mejor elenco para hacer amigos en 1968: los primos Anette y Paul, las sobrinas Lori y Maury, la abuela Smith, el tío Lelo y Mamá Leola, la tía Jean… Ahora es posible saber quién es quién en la imagen, pero en 1968, cuando te cae el disco en las manos, ni siquiera logras dilucidar dónde están los músicos de no ser porque en el lado contrario de la carpeta  aparece otra foto.

The Band, 1968 © Elliott Landy

The Band, 1968 © Elliott Landy

Podrían ser enterradores o difuntos, pistoleros o tahúres, tienen aspecto de atemporal suficiencia y de conceder escasa importancia a la idea engañosa de lo contemporáneo. Prefieren la grandeza moral del negro a la degeneración estrambótica de la paleta de colores del hippismo y nada de lo que llevan puesto ha sido comprado en una boutique, aunque sí, quizá, pedido prestado a los padres, a quienes respetan y admiran. Han llegado a la conclusión, después de tocar en burdeles y bares que podrían ser casas de reposo pero también manicomios, de que lo moderno siempre se conjuga en pasado.

Desde la izquierda: Rick Danko (26 años), Levon Helm (28), Richard Manuel (25), Garth Hudson (31) y Robbie Robertson (25). Cuatro canadienses y un granjero de Arkansas, Helm, que se había retirado de la música para trabajar en una plataforma petrolífera del Golfo de México. Le llamaron: «Tenemos algunas canciones que sólo tú puedes cantar. Ven a las Catskills». Habían alquilado una casa de dos cuartos, un sótano y lejanía suficiente —los montes del estado de Nueva York— y querían hacer música con la revolucionaria intención de divertirse cuando el objetivo generacional era la pasarela.

Hace 45 años, estos cinco tipos, hasta ese momento solamente conocidos como músicos mercenarios —primero acompañando a Ronnie Hawkins, un rocker canalla y grasiento, y después a otro loco, un tal Bob Dylan— y a partir de ahí llamados The Band, editaron Music From Big Pink, uno de los escasos discos de los que es posible afirmar que ennoblecen al género humano, una obra que demuestra que el rock no puede viajar en limusina porque necesita un vehículo con bastante más espacio, acaso un tren de vapor poblado de negros rumiando blues, predicadores espantando al demonio con el agua bendita del góspel, vaqueros brutos capaces de pegarte un tiro y escribir una canción para contar cómo te desangraste, señoras de los Apalaches con batas floreadas y ánimo podrido, camioneros que imaginan compases en las noches infinitas de las highway

En lo que a mí respecta, es el único disco sustancial. Lo podría escuchar desde el primer café hasta el último bostezo. No concibo que tenga 45 años porque acaba de nacer.

Dado que no tengo a mano o no alcanzo a encontrar las palabras apropiadas, les propongo que opriman el play de este vídeo. Contiene el álbum completo, única prueba necesaria para sostener su grandeza.

Estamos ante un artilugio que no está sometido, como el resto de sus hermanos de añada —Electric Ladyland, We’re Only in It For The Money, Beggars Banquet, The Beatles, Waiting for the Sun, Cheap Thrills, Wheels of Fire… y toda aquella sinfonía causada por el exceso de egolatría y el LSD— a la condena irrefutable que dicta el tribunal del tiempo. Si esos álbumes huelen a arqueología y materia de reflexión universitaria, Music from Big Pink rezuma mugre y vida: es una colección de cantos marinos, baladas de lagrimeo, cuentos morales, escenas sexuales en el arroyo, letanías sobre el fardo que cargamos colectivamente hasta que nos morimos y entonces se lo pasamos a otros, lamentos y sumisiones, canciones que demuestran que la telepatía pasado-futuro existe, que las ventanas deben estar abiertas, que los abuelos son superiores a los nietos, que la serenidad puede ser un ladrido, que la textura es el único virtuosismo que merece la pena…

"Music From Big Pink" (1968)

«Music from Big Pink» (1968)

Nacido en el sótano de una casa de montaña alejada de los vértices urbanos sobre los cuales giraban las galaxias del rock vanidoso y excesivo (en el sentido nocivo) de finales de los años sesenta —Londres, San Francisco, Los Ángeles, Nueva York…—, ensayado ante una grabadora de bobinas y cuatro micrófonos baratos, tocado sin ansias de volumen ni estridencia, Music from Big Pink dejó boquiabiertos a todos por la pureza y la tensión de un manojo de piezas tocadas en círculo y sin apenas amplificación: los Beatles —por intermediación de George Harrison, que estuvo de visita en las sesiones— decidieron olvidarse de mandangas y volver a ser un grupo de rock para decirnos adiós (no es casual que Don’t Let Me Down, quizá la mejor canción de los meses finales de la banda, parezca una prolongación de los temas de The Band); Eric Clapton cortó con el proyecto megalomaníaco de Cream para volver a  la sencillez; Roger Waters acaba de declarar que Pink Floyd nunca hubieran sido quienes son sin Music from Big Pink…

The Band, en Big Pink

The Band, en Big Pink © Elliott Landy

¿Qué fue de los actores que hace 45 años editaron uno de los mejores discos de la historia saliendo de la nada?

Rick Danko, el de corazón más sensible, sufrió un grave accidente de tráfico en 1968. Padeció un abusivo dolor de espalda durante el resto de su vida. Sólo se sentía en paz cuando se picaba heroína. Murió el 10 de diciembre de 1999 mientras dormía, a los 56 años.

Richard Manuel, la voz más bella de su tiempo, se ahorcó en un motel de Winter Park (Florida) el 4 de marzo de 1986. Vivía en la depresión, era alcohólico y consumidor de heroína.

Garth Hudson, mago de los teclados y lo imprevisto, edita discos melindrosos con su mujer, Maud. Vendió la grabadora Uher con la que se gestó Music from Big Pink. a la corporación que gestiona los Hard Rock Café.

Robbie Robertson, el gran compositor y guitarrista de mano telegráfica, se dedica a las bandas sonoras de las películas de su amigo Martin Scorsese, a la exploración etnográfica de sus orígenes mohawk y a cultivar las apariencias en las fiestas de clase alta.

Levon Helm, que cantaba como un soldado agonizante en las trincheras y tocaba la batería con el cuello torcido y el ceño de un hombre enfermo, grabó un montón de discos, peleó diez años contra el cáncer, apoyó las guerras de castigo de George W. Bush y murió en 2012 a los 72 años.

Big Pink

Big Pink

Big Pink. La Casa Rosada del 2188 de Stoll Road con Parnassus Lane, West Saugerties, estado de Nueva York, escenario del milagro, sigue en pie. Es propiedad de una pareja de músicos que han montado un estudio de grabación en el sótano. No los creo cuando afirman que no hay fantasmas en la casa.

Ánxel Grove