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¿Cometió este hombre el mayor robo de arte de la historia?

Captura del vídeo difundido por la Fiscalía de Massachusetts

Captura del vídeo difundido por la Fiscalía de Massachusetts

Mientras la muy puritana Boston dormía la acostumbrada borrachera del Día de San Patricio, uno de los rituales etílico-profanos más celebrados en la ciudad, dos hombres que se identificaron como agentes de la Policía local y vestían los uniformes reglamentarios, entraron en el Museo Isabella Stewart Gardner. Pasaban veinte minutos de la una de la madrugada del 18 de marzo de 1990. Una hora más tarde habían culminado el mayor robo de arte de la historia, sin resolver desde hace 25 años.

Si usted sabe algo del hombre que pasa frente al mostrador de entrada del museo en la imagen de arriba puede obtener los cinco millones de dólares de recompensa que ofrece la pinacoteca por alguna pista que conduzca a la recuperación del botín: seis lienzos de Rembrandt, Manet, Flinck y Vermeer y cinco dibujos de Degas —además, capricho de última hora de los ladrones, de un florero chino de la dinastía Shang y un águila napoleónica—. La tasación de las obras remite con insistencia a la expresión «valor incalculable desde un punto de vista artístico», pero algunos expertos calculan que no resulta nada exagerado hablar de 500 millones de dólares.

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¿Qué ves en el marco vacío de un Vermeer robado?

"The Concert" - Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

«The Concert» – Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

El 18 de marzo de 1990, seis lienzos de Rembrandt, Manet, Flinck y Vermeer, cinco dibujos de Degas, un florero y un águila napoleónica fueron sustraídos del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston por un par de ladrones que aprovecharon la beoda tranquilidad de la festividad de San Patricio y actuaron a cara cubierta pero a plena luz del día.

El golpe es llamado el mayor robo de arte de la historia: los cuadros tienen un valor incalculable desde el punto de vista artístico pero las empresas aseguradoras, que a todo saben poner precio, los tasan en 500 millones de dólares.

El FBI sigue preguntando al mundo si alguien ha visto los óleos y ofrece, en nombre del museo, una recompensa de cinco millones de dólares por cualquier pista que conduzca a la recuperación de las piezas.

Un cuarto de siglo después del robo no hay pistas sobre los cuadros robados, algunos de ellos tan notables —los ladrones sabían lo que se hacían— como El concierto, uno de los apenas entre 34 y 36 que quedan en el mundo de los pintados por Johannes Vermeer.

Desde el robo el museo mantiene los marcos vacíos como recuerdo mudo de las obras, todas compradas en su momento por la multimillonaria, musa de artistas, filántropa y descendiente en línea directa de un rey celta Isabella Stewart Gardner (1840–1924).

La fotógrafa francesa Sophie Calle (1953) a quien gusta jugar con el cruce de historia, imágenes y ficciones posibles usó el tema para la serie ¿Qué veis?: pidió a los conservadores, vigilantes y otros empleados del museo que posaran ante los marcos vacíos y describieran los objetos desaparecidos.

La serie forma parte de la exposición de Calle Modus Vivendi, que está en cartel hasta el 7 de junio en el Centro de Imagen La Virreina del Ayuntamiento de Barcelona.

"¿Que veis? El concierto. Vermeer" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? El concierto. Vermeer» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Como todas las de esta artista polémica y difícil de clasificar, las fotos de Calle no son nada del otro mundo si se analizan o sienten como meras representaciones gráficas trasladas a un papel. Son incluso vulgares. Lo interesante de la protofotógrafa —acostumbrada al comportamiento extremo: seguir a desconocidos y entrar ilegalmente en sus casas para retratar el espacio que habitan, narrar su propia ruptura sentimental a través de textos de otras personas, preguntar a ciegos cómo imaginan el mundo…— está siempre en la confluencia, en la combinación.

Ante el marco que ocupaba el Vermeer, esta joven de la que sólo vemos la melena rubia y la camisita a juego piensa, según nos transmite la fotógrafa en un cartelón colocado al lado de la imagen, sobre el Vermeer robado, lo reconstruye desde la ausencia:

En el marco vacío contemplo una mujer profundamente concentrada que toca el clavecín. Una cantante, a punto de emitir una nota, está frente a ella. Oigo la música. • Veo un viejo marco de madera sin nada dentro y detrás, un fondo marrón, un paño de terciopelo. Es todo. No hay razón alguna para que el marco esté colgado ahí. ¿Qué se supone que tengo que ver? Ese espacio vacío representa el espacio, solo espacio. • La pintura surge, más fuerte que su ausencia. Veo mejor el cuadro en el terciopelo que en la reproducción. Veo músicos: se observa un cuadro silencioso, pero se pueden oír. Una mujer toca el clavecín. Un laudista nos da la espalda. Junto a él, tangible, una mujer canta. La veo sobre todo a ella en mis sueños. Estoy tan apegada a ella que debería ser capaz de saber dónde está. • No hay mucho que ver. Un marco colgado sobre una tela marrón. Por lo visto, es un espacio solemne. Ligeramente acusador. • Veo colores. A la izquierda, la manga amarilla de la mujer, la forma trapezoide del respaldo de la silla, roja, y ese azul… Veo la suntuosa chaqueta de la cantante y un primer plano confuso, la alfombra oriental colocada sobre una mesa. Tres colores que, de alguna manera, danzan sobre la tela. Rojo, amarillo, azul: es Mondrian. • Tengo visiones de lo que se supone que está allí. Veo ‘El concierto’. Durante las visitas guiadas, lo muestro: «Aquí tenéis ‘El concierto». Pero no hay nada. Solo un espacio enmarcado que representa mi frustración. • Veo una especie de tapicería oscura un tanto siniestra. Me invita a poner lo que quiera en el marco, pero al mismo tiempo su negrura me impide imaginar algo en su interior. • Nunca he visto la obra, entonces veo las fotos tomadas en la escena del crimen. En medio de la sala, en el suelo, el marco y el cristal roto. La marca de tiza alrededor del cadáver, eso es lo que evoca ese marco. Aunque la marca no se borra nunca y tengo el cuerpo delante de los ojos todos los días. • Una imagen triste y nostálgica, texturas, matices, una luz suave que acaricia el terciopelo. Una sombra muy marcada a la derecha y, en pleno centro, horizontalmente, un rastro pálido. Veo una capa fina de polvo, sobre todo en el borde inferior derecho. El terciopelo es sobrio, sencillo, entonces me concentro en el marco, los esbozos de flores grabadas en oro, composiciones florales que parecen girasoles en los contornos. El exterior está cargado y el interior es tranquilo. Y, por una razón inexplicable, tengo la impresión de que el marco me observa. • Veo un marco que muestra una ausencia. Veo un placer negado a todos. Veo una ausencia indescriptible. Veo algo que no puedo ver. • Hoy solo veo terciopelo, pero hay mucho más que eso, por supuesto. • Como mi tarea es encontrar la obra, veo mi fracaso. Ese vacío ocupa mis pesadillas. Hay un coche y, sobre un asiento, un objeto cubierto con una bolsa de plástico. Levanto la bolsa y no es el cuadro que busco. Pero sé que un día, en plena noche, recibiré una llamada: «Vermeer ha vuelto».

"La tormenta en el mar de Galilea", Rembrandt, 1633. Foto: FBI

«La tormenta en el mar de Galilea», Rembrandt, 1633. Foto: FBI

Rembrandt van Rijn pintó la única marina de su fecunda trayectoría en 1633. La tormenta en el mar de Galilea muestra a Jesús obrando el milagro de calmar las aguas ante el descreimiento de sus discípulos, que habían desconfiado de su poder ante la borrasca y las olas que anegaban la barca y la acercaban a la zozobra. El Evangelio de Marcos cuenta el momento con matiz de guión cinematográfico:

Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?». Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?».

"¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Frente al marco vacío del cuadro, otro de los sustraidos del museo de Boston por los ladrones, Calle retrata a otra mujer. Esta es su visión:

No soy una especialista en arte, pero se trata de un Rembrandt, está escrito sobre el marco. Y el Rembrandt parece una especie de papel pintado. • Veo una tapicería que no debería ver y que no estaba prevista en la exposición. Veo lo que sucede detrás del telón. Veo los bastidores y nada más que los bastidores. • Veo una inscripción en el marco, Rembrandt. Es una ausencia. Es un misterio. Es un espacio triste y vacío. La extraña yuxtaposición parece una alegoría: aquí hay un Rembrandt, pero no hay nada. El emperador está desnudo. Por el nombre, el aspecto desgastado del marco, la apariencia apagada y gris del paño que evoca un ataúd, una tumba, uno piensa en una instalación. Pero, como sé lo que sucedió, lo que veo es la historia de un robo. • Veo algo que no hubiera visto si usted no me lo hubiera mostrado. A pesar de lo sobrecargado de la sala no me había dado cuenta que la ubicación estaba desocupada. Me esperaba una ausencia visible. Es demasiado discreta en el ‘horror vacui’ del museo. • Veo ‘La tormenta en el mar de Galilea’, ahí, frente a mí. Porque la pintura pertenece a esa pared y solo a esa pared. • Veo un pedazo de tela que cuelga. Veo una luz tornasolada, pliegues, ondulaciones en el tejido. Veo las sombras que la luz crea en el tafetán. • Veo un marco que me ayuda a imaginar la imagen. Es una marina. Veo los gestos frenéticos de Cristo y de los apóstoles. Un barco sacudido por los remolinos de un mar tormentoso. Todavía tengo la ilusión de contemplar un Rembrandt. • No veo nada o, más bien, veo un marco que rodea un vacío adamascado, pero esencialmente nada. Entonces, ¿por qué está enmarcado? • Veo un marco que, con los años, se va encogiendo. Resulta difícil para mí visualizar esa espectacular pintura en su interior. Como si ya no pudiese contenerla. También veo las tiras de tela que quedaron, porque la recortaron con violencia. Tengo una reacción visceral ante el marco, porque lo que salta a la vista es esa crueldad. • Veo un marco dorado con una moldura interior que se asemeja a una gigantesca hilera de perlas. Supongo que lo colgaron para que resaltara el fondo, para destacar la tapicería. A primera vista, parece papel pintado, descolorido en la parte superior, pero cuando se examina aparece la delicadeza artística. Si lo observo como un objeto, me concentro en la seda. Ese verde salvia, un color tan hermoso, tan suntuoso y rico, que sueño con envolverme en ese paño de seda enorme y opulento. • Veo plantas, flores, distintas variedades de orquídeas. Tal vez Cymbidium amarillas. Camelias. Rosas. Veo camelias blancas y rosas rojas. Si me alejo un poco, puedo distinguir una mariposa, incluso dos… a cada lado del panel, en la cuarta parte superior. • Veo un marco vacío que encierra un vacío. Es gris, borroso, como neblina, como si no estuviéramos ahí. Una nada indescriptible. • Veo un espacio sagrado. El marco solamente puede contener ‘La tormenta en el mar de Galilea’ de Rembrandt. Nada más. Aunque Rembrandt resucitara para ejecutar una nueva pieza, no tendría su lugar aquí. ‘La tormenta’, es todo. Solo ‘La tormenta’.

Dado el gusto de Calle por merodear en el terreno donde la ficción y la realidad conviven, no me extrañaría que estas bellas descripciones de cuadros que no están —descripciones, por ende, en negativo, construidas desde la falta de, el vacío— procedan de la fotógrafa y no de las personas que nos dan la espalda. Me importa poco. Los embustes con arte son de recibo.

Jose Ángel González

Cuando el arte nace en el mango de una brocha

'Menina IV' - Rebecca Szeto

‘Menina IV’ – Rebecca Szeto

«El espectador reconoce un objeto, pero mirándolo más cerca, se da cuenta de que hay algo curiosamente torcido». A la estadounidense Rebecca Szeto —amante de los pequeños detalles— le gusta lo inesperado, transformar con humor todo aquello que es convencional.

Se considera una exploradora de las «realidades combinadas», una reaprovechadora nata de materiales «humildes, producidos en masa, domésticos y desechados». La artista utiliza en sus obras pinceles, óxido, chicles usados… Una abeja muerta en el alféizar de una ventana puede ser suficiente para activar su sentido creativo, retratando el cuerpo sin vida hasta en 90 delicadas pinturas. Con un estropajo deshecho, amarrado con alfileres, es posible reproducir a la desvergonzada Olimpia de Manet.

A menudo, el contraste entre un objeto vasto y maltratado y el detallismo con que los hace suyos, convierte las piezas en manifestaciones de belleza. Es el caso de Paintbrush Portraits (Retratos de brocha), un proyecto que sigue ampliando desde que lo inició en 1999.

'The World is Your Oyster' - Rebecca Szeto

‘The World is Your Oyster’ – Rebecca Szeto

El detonante fueron Las Meninas de Velázquez: los vestidos de la infanta Margarita Teresa de Austria, Isabel de Velasco y María Agustina Sarmiento de Sotomayor destacan por llamativos guardainfantes que, con su estructura de alambres, abomba la basquiña, un tipo de falda. Szeto estableció una similitud entre el aspecto abombado de los atuendos y la clásica forma de una brocha. Desde entonces ha reproducido en los mangos de madera a la joven de la perla de Vermeer, a una geisha, a doña María de Austria, reina de Hungría (basada también en una obra de Velázquez de 1630), a la Virgen con el Niño…

«La brocha es autorreferencial, actúa como sujeto y a la vez como objeto. Se refiere a la historia de la pintura (…) usando su propia herramienta», explica la autora, que ve en el tallado de los mangos de madera «una estrategia meditativa» con la que reflexiona sobre las particularidades de cada ejemplar, cubierto de pintura y barnices y con las cerdas manchadas y deformadas por su anterior dueño.

Helena Celdrán

'Doña Hongari (after Velázquez)  - Rebecca Szeto

‘Doña Hongari (after Velázquez) – Rebecca Szeto

'Concubine'  - Rebecca Szeto

‘Concubine’ – Rebecca Szeto

'Reflections on Beauty' - Rebecca Szeto

‘Reflections on Beauty’ – Rebecca Szeto

'2b' - Rebecca Szeto

‘2b’ – Rebecca Szeto

'Honor' - Rebecca Szeto

‘Honor’ – Rebecca Szeto

La tragedia tras el cuadro de la nueva novela de Donna Tartt

"Het puttertje" (El jilguero) - Carel Fabritius, 1654

«Het puttertje» (El jilguero) – Carel Fabritius, 1654

El cuadro, un óleo sobre madera, supera sus delicadas dimensiones (33,5 por 22,8 cm) con la luz tangible y la equilibrada composición, más oriental que europea. Se titula Het puttertje (en holandés, El jilguero) y forma parte de la colección permanente del museo Mauritshuis —hogar también de Meisje met de parel (La joven de la perla) de Vermeer y De anatomische les van Dr Nicolaes Tulp (La lección de anatomía), de Rembrandt—. Las tres obras fueron pintados en la edad dorada, la primera mitad del siglo XVI, de la llamada escuela de Delft, una ciudad del sur de Holanda situada a medio camino entre Rotérdam y La Haya.

Es un cuadro tan misterioso, tan sencillo… Realmente tierno… Te invita a mirarlo más de cerca, ¿verdad? Después de todos esos faisanes muertos que hemos dejado atrás, aparece esta pequeña criatura viva.

"El jilguero" - Donna Tart (Lumen, 2014)

«El jilguero» – Donna Tart (Lumen, 2014)

La descripción procede de la novela El jilguero, que acaba de editar Donna Tartt (Greenwood, Misisipí, 1963), esa mujer con traje chaqueta y mirada que atemoriza como una tomografía que más o menos cada diez años nos regala mil páginas  que tienen la solvencia de Dickens, la iluminación de Stevenson y el tono metafísico de baja intensidad de Melville.

Si no han leído El secreto (1992) y Un juego de niños (2002), háganlo. Ambas son descensos de matemática tensión a los mundos abisales de la pubescencia, el autodescubrimiento, el sexo y la sangre.

Pueden seguir con la entrada, no teman, no voy a cometer la grosería de revelar nada fundamental sobre El jilguero, la tercera obra de una escritora de best sellers que, cosa rara, gusta a los escritores —no a los académicos universitarios, que siguen anclados en Joyce y Dos Passos — y que, como el Stephen King de los mejores momentos —El misterio de Salem’s Lot (1975) y El resplandor (1977)—, sobrevuela sin tiznarse las modas del mercado y las normas de la dictadura de los escritores con acné y Twitter que nos ha tocado sufrir.

Me interesa el cuadrito, que juega un papel crucial en la novela, del pájaro amarrado con una cadena a una percha —una costumbre muy extendida en Holanda en aquel tiempo, cuando se entrenaba a los inteligentes jilgueros para que bebiesen de un recipiente escondido en el interior del refugio de madera o para que llevasen en el pico granos de alimento hasta las manos de los dueños—.

Es una obra casi impresionista: el cuadro es más óptico que narrativo, el comportamiento de la luz produce un leve parpadeo, como si las nubes tamizaran con su paso los reflejos solares sobre la superficie y la imitación de las texturas no importa tanto como su calidad: podemos rozar la pared con los dedos, apreciar la densidad de las sombras y su movimiento oblicuo—. Además, está rodeada de misterio: la tabilla es demasiado delgada, hay signos de pequeños clavos en las cuatro esquinas, lo que ha sugerido a algunos historiadores a pensar que se trataba de una obra de encargo para el rótulo de algún tipo de tienda o comercio, y la firma y la fecha están pintadas en un tono levemente menos brillante que la pared, lo que casi impide verlas a no ser que el espactador se aleje unos metros del cuadro.

Carel Fabritius - "Zelfportret", ca. 1645

Carel Fabritius – «Zelfportret», ca. 1645

El autor del óleo fue Carel Frabritius (1622-1654), discípulo de Rembrandt y profesor de Vermeer. Uno de los mejores pintores de su tiempo, gozó de una gran fama en vida, pero tuvo la mala suerte, en el mismo año en que pintó El jilguero, de no ir a la concurrida feria que se celebraba el lunes 12 de octubre de 1654 en La Haya. Prefirió quedarse en su estudio en Delft porque debía terminar un retrato.

Poco antes del mediodía se registró, a una manzana de la casa del pintor, la explosión de 30 toneladas de pólvora que estaban alojadas en un antiguo convento. El cuidador del polvorín cometió algún tipo de imprudencia y la deflagración fue de tal magnitud que se escuchó a cien kilómetros de distancia. Practicamente todo el casco urbano de Delft quedó en ruinas. Murieron centenares de personas —nunca se precisó la cifra—y hubo miles de heridos.

El suceso conmovió de tal manera a la sociedad holandesa que fue bautizado como La explosión de Delft y la universidad de la ciudad empezó a impartir como materia el estudio de las explosiones y las técnicas para prevenir las accidentales. Uno de los vecinos de Fabritius, el también pintor Egbert van der Poel, enloqueció con la tragedia y durante el resto de su vida sólo pinto, como explica Donna Tart en su novela, un mismo tema:

Distintas versiones de las mismas tierras yermas humeantes: casas calcinadas en ruinas, un molino con las aspas destrozadas, cuervos volando en círculos en cielos ennegrecidos por el humo.

Egbert van der Poel - "Delft Explosion of 1654", ca. 1654

Egbert van der Poel – «Delft Explosion of 1654», ca. 1654

Al maestro de la luz Carel Fabritius se le derrumbó la casa encima y, aunque fue sacado con vida de entre los escombros, murió en cuestión de minutos.Tenía 33 años y con la destrucción del estudio se perdieron casi todas sus obras. Sólo se conservan docena y media y parte de ellas eran ejercicios juveniles que realizó bajo la tutela de Rembrandt. Destaca una visión de Delft en la que pintó la escena casi tridimensionalmente, convirtiendo la perspectiva en esférica, como si el pintor mirase a través de un objetivo de ojo de pez.

Nadie sabe los detalles de la historia de El Jilguero, la obra magna del superdotado joven que, según testimonios de la época, había enseñado a Vermeer cómo manejar la luz para que fuese perceptible y tuviese densidad. Los historiadores han logrado situar la tabla en 1861 en manos de un tal chevalier Joseph-Guillaume-Jean Camberlyn, quien la legó a sus descendientes. En 1896 fue comprada en una subasta en París por 6.200 francos con la mediación de un marchante que actuaba como intermediario de la colección real holandesa.

La novela de Donna Tart comienza con una explosión terrorista en un museo en el que exponen El Jilguero. La escritora sostiene que no sabía que el autor del cuadro sobre el que gira la acción del libro había muerto tras otra deflagración. Quizá el curioso pajarillo pintado por Fabritrius sepa si es verdad o se trata de un ardid de novelista. No importa demasiado: el cuadro y la novela merecen ser visitados.

Ánxel Grove

Edward Gorey, el amante de los gatos que pensaba en blanco y negro

Edward Gorey

Edward Gorey

«Pienso en mis libros como en novelas victorianas hechas un burruño«. Edward Gorey (1925-2000) escribía e ilustraba historias de presencias oscuras, niños que morían, mansiones decadentes y almas solitarias, pero de algún modo conseguía que hasta lo más tenebroso tuviera un lado entre surrealista y cómico que lo hacía tierno.

Clasificaba su trabajo como «literary nonsense» («Absurdo literario»), le molestaba socializarse, no le interesaban la promoción, la riqueza ni la fama. Disfrutaba del privilegio de tener la nariz metida en un libro todo el tiempo que fuera necesario.

Tal vez esa mezcla de circunstancias sea la razón de su estatus como autor de culto. Desde su debut en los años cincuenta, siempre fue conocido y admirado por unos pocos, nunca un superventas, pero es muy probable que cualquiera que lo descubra se quede boquiabierto no solo por la singularidad del universo afilado y elegante del autor: la obra de Gorey desenmascara también la supuesta originalidad de algunos héroes pop como Tim Burton.

'Donald imaginaba cosas'

‘Donald imaginaba cosas’

En breves narraciones ilustradas (a veces sólo una frase acompaña a cada dibujo), Gorey recrea la incomodidad que provoca un invitado convertido en intruso, se divierte con el sinsentido de un accidente doméstico, caricaturiza una despedida amarga. Los personajes, larguiruchos y pálidos, se someten a las historias con caras serias, como si tuvieran la certeza de que nada pueden hacer contra la locura de quien los maneja.

En la sección Cotilleando a… de esta semana repasamos la figura de Edward Gorey en una decena de puntos que descubren cómo lo inusual de su caracter se mezclaba con la capacidad creativa.

1. La infancia. Por su aficción al estilo victoriano y eduardiano, la aparente incoherencia de su humor y lo refinado del vocabulario, era frecuente la suposición de que Gorey era inglés.

En realidad había nacido en Chicago (EE UU) y, a pesar de las especulaciones de todo el que se acerca a su trabajo, no creció en un entorno difícil ni tuvo una infancia traumática. Creció en los suburbios de la ciudad, su padre era periodista y la familia se mudaba con frecuencia por razones que el artista nunca supo.

'The gashlycrumb tinies'

‘The gashlycrumb tinies’

Cuando tenía año y medio hizo el primer dibujo, los trenes que pasaban frente a la casa de sus abuelos. «Eran extrañas y pequeñas salchichas que pretendían ser vagones», recordó después en varias entrevistas. Aprendió a leer sin la ayuda de nadie a los tres años y medio. Era un niño brillante al que avanzaron de curso en dos ocasiones. Leer y jugar al Monopoly eran sus actividades preferidas.

La normalidad con la que habla de la niñez contrasta con la oscuridad de sus personajes infantiles, desdichados y maltratados, que protagonizan obras famosas de Gorey como The Gashlycrumb Tinies (1963) (gash significa corte, tajo y crumb, mequetrefe), un abecedario con nombres de niños que sufren accidentes o enfermedades: «A de Amy, que se cayó por las escaleras; B de Basil, atacado por los osos; C de Clara, que se consumió…». Cada ilustración en tinta sobre papel muestra sin miramientos el momento que rodea a la desgracia, en blanco y negro, como una pesadilla poética.

Una de las escenas de ballet de Gorey

Una de las escenas de ballet de Gorey

2. Ballet. No se perdía ni una representación del New York City Ballet. Tras servir en tareas administrativas al ejército de EE UU (sin salir del país) en la II Guerra Mundial y después licenciarse en Francés por la universidad de Harvard, Gorey se instaló en Nueva York en 1953.

Comenzó acudiendo de vez en cuando al ballet y tres años después era un adicto. Cautivado por el trabajo del célebre coreógrafo ruso George Balanchine (1904-1983), que dirigía a la compañía entonces, Gorey era capaz de distinguir los pequeños matices de una representación a otra, la evolución de las destrezas de los bailarines.

Muchos conocían al artista de haberlo visto en las representaciones y no por su obra, e incluso lo abordaban por la calle para preguntarle por uno u otro show. Cuando Balanchine murió en 1983, Gorey se mudó de la Gran Manzana a su residencia en Cape Cod (Massachusetts), en una casa atestada de libros en la que campaban a sus anchas cinco o seis gatos.

No se ponía elegante para el ballet, vestía como solía ir: con vaqueros y zapatillas deportivas, anillos dorados en casi todos los dedos de las manos y un abrigo de piel; un estilo que Stephen Schiff (periodista de la revista New Yorker que entrevistó a Gorey en 1992) describía como «una mezcla de beatnik aficionado a tocar los bongos y dandi de fin de siglo».

Demuestra la obsesión por el ballet en varios libros, en especial en The Lavender Leotard (La malla lavanda, 1973), una detallada caricatura del New York City Ballet en el que recrea la atmósfera, las grandes figuras de cada espectáculo, los acontecimientos y pequeños detalles cotidianos de un lugar que casi era una segunda casa.

Autorretrato de Gorey con sus amados gatos

Autorretrato de Gorey con sus amados gatos

3. Gatos. «Llevan esas vidas misteriosas, que sólo estan medio conectadas a la tuya. (…) Es interesante compartir la casa con un grupo de gente que obviamente ve, escucha y piensa de un modo infinitamente diferente a ti». Gorey asemejaba los movimientos felinos al ballet y siempre tuvo varios e intentó capturar su gracilidad sobre el papel: «Se mueven en el instante en que decido hacer un boceto, incluso cuando previamente han pasado horas en estado comatoso». El autor los consideraba «el amor de su vida». En el testamento, legó la gestión de su obra a una fundación dedicada a la defensa de los perros y los gatos.

Dancing Cats and Neglected Murderesses  (Gatos danzantes y asesinas olvidadas, 1980) es una muestra más de la devoción del autor por los felinos domésticos, de los que decía que eran el amor de su vida. La colección de ilustraciones individuales con texto muestra a gatos en actividades extravagantes que se entrelazan de modo sorprendente con oscuros retratos femeninos.

'Esperar la llegada del otoño'

‘Esperar la llegada del otoño’

4. Viajes. A pesar de la curiosidad innata con la que abordaba cualquier manifestación artística y literaria, recorrer mundo no le interesaba. Sólo salió una vez de Estados Unidos, para hacer un viaje a las islas Hébridas, en Escocia.

En una entrevista previa a esa única excursión habló de su aversión por los paisajes extraños: «No. Nunca he estado en Inglaterra. Nunca he salido del país. Todo viene de los libros. Leo sobre todo literatura inglesa. Siempre me gustaron las novelas victorianas. No me gusta viajar ¿Quién cuidaría de mis gatos? Seguramente les daría un ataque de nervios… Excepto en el caso de que ni se dieran cuenta de que me he ido. Soy una persona rutinaria. No quiero trastornos en la barriga, sonidos extraños en mis oídos, ni dormir en camas extrañas»

Dos ilustraciones de 'The dubious guest'

‘The doubtful guest’ (‘El invitado dudoso’)

5. Violencia. En los dibujos sugiere la amenaza en lugar de mostrarla. Gorey odiaba que le definieran como macabro, porque aborda el miedo con absoluta frialdad. Los personajes caen en desgracia y la vida continúa, el momento en que sucede el desastre casi nunca se ilustra, pero la frase que acompaña al dibujo no deja duda del cruel desenlace.

Las estrategias del autor para hacer sentir incómodo al lector no se reducen al miedo a la muerte. Gorey es capaz de crear situaciones aparentemente cómicas que resultan en amenazantes, como sucede en The Doubtful Guest  (El invitado dudoso, 1957), una narración ilustrada sobre un extraño ser —parecido a un pingüino— que se instala en la mansión victoriana de una familia adinerada. Sin intención de marcharse y perturbando el día a día de los distinguidos y algo decadentes seres humanos de la casa, la presencia pasa de ser curiosa a desasosegante y después desesperante para el lector, a pesar de la impavidez de los que sufren al invitado.

6. De la alta cultura a Las chicas de oro. La atemporalidad de los dibujos, las numerosas referencias literarias de sus obras y la precisión con que emplea las palabras son sólo una vaga muestra de la erudición del autor, recolector de influencias que van del surrealismo pionero de Lewis Carroll y la observación aguda de Jane Austen a «la captura del momento congelado» que admiraba en pintores como Piero della Francesca, Georges de la Tour, Vermeer y (por supuesto) Francis Bacon.

En su casa llena de libros y con sus inseparables gatos

En su casa llena de libros y con sus inseparables gatos

Tenía una pequeña colección de arte, reunía postales decimonónicas de bebés muertos («siempre me dicen que no lo mencione», apuntaba en una entrevista) y compraba libros de manera compulsiva. Aunque tuviera un volumen repetido cinco veces, no se podía desprender de ningun ejemplar. De Murasaki Shibiku (escritora japonesa del siglo X), al novelista victoriano Anthony Trollope, pasando por Borges, Gorey leía y releía incluso lo que detestaba (como era el caso de las novelas de Henry James).

Junto a esa vena erudita, convivía la atracción por los culebrones baratos y las series de televisión que nadie sospecharía que fueran de su gusto. Las chicas de Oro y Buffy Cazavampiros («la recomiendo sin ninguna reserva») fueron algunos de sus fetiches. Salvando las distancias, al final de su vida, quedó prendado de Expediente X. «Vivo para ver la última temporada», dijo en 1998.

Ilustraciones y texto para 'The curious sofa'

Dibujos y texto para ‘The curious sofa’

7. Asexual. Nunca se casó ni se le conocieron romances. Su apariencia extravagante se complementaba con una voz algo nasal y una expresión corporal amanerada; pero nunca afirmó ni desmintió su posible homosexualidad: «No soy ni una cosa ni la otra (…). Soy una persona antes que todo eso«. Algunos críticos detectan en el trabajo del artista una sexualidad reprimida. Él respondía con indiferencia a ese análisis: «No lo sé, yo no sé de lo que escribo. Nunca me he sentado a averiguarlo».

The Curious Sofa (El curioso sofá) es tal vez su obra más cercana al erotismo, clasificada por su autor como «pornográfica», el lenguaje rebuscado y las ilustraciones cuidadosamente planeadas evitan cualquier referencia al sexo mientras queda patente que no se habla precisamente de un sofá. Gorey recuerda con ironía haber recibido cartas de padres que destacaban lo mucho que sus hijos pequeños habían disfrutado con la historia.

Ilustración de 'Drácula'

Ilustración de ‘Drácula’

8. Dibujante aficionado. Sus estudios artísticos se reducían a un semestre en el Instituto de Arte de Chicago.  Se sentía inseguro en cuanto a la calidad de sus dibujos y le gustaba pensar en sí mismo como escritor («mis ideas tienden a ser primero literarias en lugar de visuales»).

Declaraba que nunca había hecho una ilustración que no fuera para un libro, que nunca sabía cómo iba a ser el dibujo hasta que no estaba hecho: «Cuando trato de visualizarlo antes( …) me paralizo y el resultado suele ser terrible«.

Muy de vez en cuando se atrevía a colorear con acuarelas el mundo en blanco y negro que albergaba casi siempre a sus personajes. Gorey estaba acostumbrado a que sus libros fueran publicados en editoriales modestas que no iban a permitirse el lujo de publicar nada a color. «He terminado pensando en blanco y negro«, sentenciaba.

Diseños para el vestuario de 'Mikado'

Diseños para el vestuario de ‘Mikado’

9. Teatro. «Pienso al estilo de las películas de cine mudo», decía cuando le preguntaban por la influencia cinematográfica en sus trabajos. La obra de Gorey es teatral, cada escena es un momento congelado que bien podría ser un fotograma. No es casualidad que se encargara del diseño en 1977 del vestuario y la escenografía de una adaptación del Drácula de Bram Stocker, primero representada en Nantucket (Massachusets) y luego en Broadway.

Los sets, en blanco y negro y en dos dimensiones, marcaron tanto la adaptación que pronto se terminó conociendo como «la versión de Drácula de Edward Gorey». Ganó el premio Tony al mejor vestuario y, por supuesto, no fue a recogerlo. En 2007 se editó un hermoso libro desplegable que recreaba los escenarios y los personajes de la novela de Stocker imaginados por Gorey.

The Mikado (1983) fue su otra gran aportación al teatro. La ópera cómica escrita por W.S.Gilbert (1836-1911) y Arthur Sullivan (1842-1900) satiriza en dos actos la Inglaterra del siglo XIX con la seguridad que proporcionaba entonces hablar de un país tan lejano como Japón. En un estilo luminoso y colorista, poco habitual en él, Gorey —gran admirador de la cultura japonesa— diseñó también la escenografía y el vestuario de la adaptación.

Ilustración de Gorey para 'The Disrespectful Summons' ('Las citaciones irrespetuosas')

Ilustración de Gorey para ‘The Disrespectful Summons’ (‘Las citaciones irrespetuosas’)

10. Asocial. A pesar de que a veces se le asocia por error con la literatura infantil, no tenía intención de acercarse a ese público. Su relación con los niños fue nula y declaraba no sentirse cómodo con ellos alrededor, pero tampoco los adultos eran fáciles.

«Eventos sociales… ¡Buf! Ya sabes». Gorey se recluía con agrado en su casa de Cape Cod, llena de pilas de papeles y libros, descuidada hasta el punto de que en una ocasión un trozo de techo se derrumbó.

Con frecuencia Gorey se escudaba en una sordera para justificar su vida monacal. «Soy ligeramente sordo… más que ligeramente. Durante años lo he pasado mal en los intermedios y en las reuniones. Estoy allí de pie, sonriendo dulcemente y preguntándome de qué habla todo el mundo porque no llego ni a oir una de cada diez palabras (…). Muchas ocasiones sociales me dejan menos que entusiasmado», decía en 1992.

Pasó los últimos años de su vida sin dejar de dibujar, pero en ese silencio social que no le molestaba en absoluto, en el micromundo de libros, pinturas y películas almacenados sobre los que dormían sus gatos. En abril del año 2000 murió de un ataque al corazón.

Helena Celdrán