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Deja que tu teléfono te avise de las tres personas que mata al día la policía de los EE UU

Captura de 'The Counted', del diario 'The Guardian'

Captura de ‘The Counted’, del diario ‘The Guardian’

La sección The Counted (La cuenta) es la única base de datos fiable sobre las personas muertas por la policía en los EE UU. La iniciativa, que puso en marcha el diario The Guardian en 2015, suple la falta de un cómputo oficial de víctimas de los muy letales cuerpos de seguridad estadounidenses, que abatieron letalmente el año pasado a 1.139 personas, tres cada día de media.

La violencia policial, un asunto que pone de los nervios a las administraciones estadounidenses y a sus fuerzas del orden —en las que trabajan 1,1 millones de personas, 765.000 de ellas con capacidad para detener y, por lo visto, disparar con puntería fatal, asignadas a 18.000 agencias y departamentos de todos los niveles administrativos y territoriales—, es una materia opaca de la que pocos políticos o cargos públicos desean hablar en el país más violento del mundo.

El diario inglés se apuntó un tanto de responsabilidad y valentía cívica al crear The Counted —la sección de Amnistía Internacional en los EE UU lo reconoció al otorgar a la iniciativa la medalla de oro de 2015 a los medios internacionales por la defensa de los derechos humanos—. No sólo se trata de llevar la cuenta de los abatidos por empleados públicos con licencia para matar, sino para poner nombre, cara, circunstancias y raza a los de otro modo forzosamente silenciosos y socialmente casi invisibles fiambres.

Gracias a la  base de datos sabemos, por ejemplo, que los policías que matan prefieren a los negros (7,18 por millón de cadáveres), cuya posibilidad de morir a balazos es el doble que la de los latinos (3,5). Los blancos, mayoría racial todavía en el país, pueden estar más tranquilos: 2,9.

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El turco Bulent Kilic, el fotógrafo que mejor narró 2014

© Bulent Kilic / AFP

© Bulent Kilic / AFP

Erkin Elvan tenía 15 años y murió en marzo de 2014, tras 269 días en estado de coma, porque le había reventado el cerebro el impacto de un bote de gas lacrimógeno disparado por la policía turca contra los manifestantes que pedían libertades cívicas en el país. El chico no era parte de la protesta: iba a comprar pan para su familia y pasaba por la zona de Estambul donde se producían eso que los siniestros amigos del poder llaman ahora disturbios cuando siempre se llamaron protestas reprimidas a fuego y sangre.

La foto es del día siguiente a la muerte del muchacho, cuando cientos de miles de personas salieron a la calle en 32 provincias turcas y la Policía respondió con la misma moneda: hubo centenares de heridos.

La mirada directa de la chica, como si la cámara fuese el único lugar importante del mundo, consciente de la necesidad de que los ojos hablen, evita contar los pormenores, las causas y los efectos. Todo está dicho en el aspecto doliente de esta madonna adolescente cuyas lágrimas se han mezclado con el agua lanzada a presión por los camiones policiales cuando el poder, con desprecio, escupe a la cara de las víctimas.

El hombre que hizo la foto tiene 35 años y es padre de un niño que acaba de aprender a andar. Se llama Bulent Kilic y nació en el este de Turquía, en Tunceli, un área de mayoría kurda con la memoria histórica todavía ensangrentada por la matanza de Dersim, a mediados de los años treinta, cuando el Ejército turco mató a miles de personas en una masacre sin otra justificación que la el afán genocida.

Hrabove, Ucrania, 2 de agosto. Una chica llora al abandonar su hogar en Donetsk tras un corte de luz, agua y abastacimiento ordenado por el gobierno © Bulent Kilic / AFP

Hrabove, Ucrania, 2 de agosto. Una chica llora al abandonar su hogar en Donetsk tras un corte de luz, agua y abastacimiento ordenado por el gobierno © Bulent Kilic / AFP

El padre de Kilic, maestro de profesión, se llevó a la familia a Estambul intentando encontrar un hábitat menos lastrado por el odio. No sospechaba que su hijo, que entonces tenía 5 años, sería elegido por el destino como testigo de la pervivencia del mal, la eternidad circular de las matanzas, el prolongado reguero de dolor y llanto, el eco infinito de las balas…

Cuando en estas fechas se dictan los nombres de los protagonistas del año que se nos acaba de ir de las manos, mencionar a Kilic es mencionar también a todos aquellos para quienes la expresión admirativa «¡feliz año!» no es más que formulismo, porque saben que la felicidad debe conquistarse y en la tarea habrá víctimas inocentes. Kilic ha sido el mejor narrador de 2014, el fotógrafo que ha contado con más bondadosa valentía la vida de los héroes, las miles de personas que van a comprar el pan a lo largo del mundo y les revientan la cabeza en el camino.

A Bulen Kilic, que después de mucho freelanceo pagado con tarifas medievales logró entrar en France Press, le han señalado como mejor reportero de 2014 The Guardian y TimeLa coincidencia no es casual sino resultado de la justicia y de la apuesta de ambos medios por la buena fotografía, que es lo que siempre ha sido: lo contrario a una estampita para ilustrar necedades.

Estambul (Turquía), 31 de mayo. Un policía amenaza a una pareja durante las manifestaciones en favor de mayores libertades ciudadanas © Bulent Kilic / AFP

Estambul (Turquía), 31 de mayo. Un policía amenaza a una pareja durante las manifestaciones en favor de mayores libertades ciudadanas © Bulent Kilic / AFP

Al repasar la obra durante el año que acaba de terminar de este hombre robusto, calvo y ataviado con ropa de mercadillo regresas a cada uno de los escenarios que retrató: la crisis de Ucrania, el accidente minero en Manisa (Turquía), los refugiados kurdos escapando desierto adelante de la invasión del Estado Islámico…

Pero en las fotos de Kilic, necesariamente apocalípticas —con ese material ha decidido traficar en una decisión libre que jamás llegaremos a entender del todo los miedosos—, siempre queda espacio para el hombre corriente, un lugar central que late como un corazón.

Es de buena educación desear que 2015 sea un año más feliz que 2014. Si como resulta más que probable vuelve a ser un rosario de amargura, ojalá Bulen Kilic siga ahí para lapidar las mentiras con el recuerdo de las víctimas, los doloridos, los desesperados…

José Ángel González

La muerte casi paralela de dos grandes retratistas: Phil Stern y Jane Bown

Izquierda, James Dean, 1955 © Phil Stern / Derecha, Samuel Beckett, 1976 © Jane Bow

Izquierda, James Dean, 1955 © Phil Stern / Derecha, Samuel Beckett, 1976 © Jane Bow

Distanciados por más de dos décadas, los dos retratos pueden funcionar como un sumario del siglo XX. A la izquierda, a los 24 años y poco antes de morir al estrellarse al volante de un Porsche 550, los ojos de pícaro de James Dean emergen de un jersey. A su lado, la mirada de bisturí de Samuel Beckett a los setenta años.

En paralelo las fotos admiten la lectura de un rosario de dicotomías: los EE UU y Europa; el bla bla del cine y el silencio del absurdo cotidiano; las opciones de vivir deprisa entre telones de raso o hacerlo en los «aires vivificantes» del fracaso; la forma múltiple de los héroes: un muchacho tan bello como torturado y un arrugado testigo de las preguntas decisivas: «¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?»

No me importan hoy los personajes sino los transmisores de sus retratos. Los fotógrafos —el estadounidense Phil Stern y la inglesa Jane Bow— han muerto en los últimos días. El primero, que no superó un ataque cardíaco, en una residencia para veteranos de guerra de Los Ángeles, a los 95 años; la segunda, a cuatro meses de cumplir 90, en su casa de campo en Hampshire sin que hayan trascendido las causas del deceso, aunque estaba muy débil tras una caída reciente.

Izquierda, Phil Stern, Foto: Los Angeles Times / Derecha, Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Izquierda, Phil Stern, Foto: Los Angeles Times / Derecha, Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Eran transcontinentales y, por tanto, opuestos en maneras, manías y formas de vida. Stern, fotógrafo militar en la II Guerra Mundial y después retratista a sueldo de los grandes estudios de Hollywood tenía simpatía, labia e instinto suficientes como para traspasar la frontera estéril de las foto fijas de los rodajes para entrar en los salones, jardines y piscinas, en suma, la intimidad de todas las grandes estrellas de la edad dorada del cine.

Sus fotos eran, en ocasiones, un poco más reveladoras de lo que deseaban las productoras: el amigo de capos mafiosos Frank Sinatra encendiendo un cigarrillo a JFK en el baile de gala posterior a la toma de posesión presidencial de 1961 es una imagen que, sabiendo lo que sabemos sobre la implicación de los bajos fondos en el magnicidio de Dallas, tiene un desenfoque que no sólo sugiere el dinamismo de una festiva borrachera, sino que parece predecir un negro destino.

De Jane Bown escribí en este blog en mayo de 2014 una entrada titulada «Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario» donde me referí a la humildad, la timidez y el silencio de la retratista inglesa que trabajó toda su vida para The Observer:

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada “fotógrafa”, opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: “Se trata de callar, de permanecer en silencio”.

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

En aquella entrada citaba también el pasmo de saber, por el entonces recién estrenado documental Looking for Light (Buscando la luz), que la fotógrafa era dueña de una doble vida:

Llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Es imposible rechazar la tristeza al hablar de la muerte de este par de fotógrafos inmensos pero sus descesos casi paralelos llevan a pensar que quizá no hubo casualidad dado el oficio que Stern y Bown compartían: hacernos llegar las estampas votivas de nuestros ídolos paganos.

José Ángel González

Tiendas de los años 50 para ayudar a los enfermos de Alzhéimer

'Memory Lane'

En el rinconcito hay una oficina de correos, una tienda de alimentación y un pub. Los tres pequeños locales, cada uno pintado de un color, forman un paseo nostálgico  que recuerda al aspecto de una calle comercial de cualquier pueblito inglés en los años cincuenta.

Dentro de los límites del pequeño rincón se puede llamar por teléfono (hay una cabina), mandar una carta, comprar comida y beber cerveza. El diseño, las tipografías, los carteles publicitarios, los productos a la venta… Todo está pensado para que, quien acuda a esa esquina, sienta la comodidad de encontrarse en un contexto que domina.

El emplazamiento del decorado dice mucho del sentido que tiene el rincón. Memory Lane (Traducible por El camino de la memoria o El camino del recuerdo) está en Grove Care, una residencia de ancianos en Winterbourne (Briston, Inglaterra), y se ha creado especialmente para los que sufren de demencia o Alzhéimer.

Se trata de que los pacientes activen sus recuerdos a través de tareas que ejercieron en su juventud, de marcas de productos que consumieron el pasado… En el escaparate de la tienda de comestibles hay hasta cartillas de racionamiento. Memory Lane es un experimento creativo «diseñado para parecer verdadero».

Memory Lane - Post Office

Un artículo del periódico británico The Guardian destacaba en 2011 los beneficios de decorar las residencias de ancianos con elementos del pasado. Sin pretender que las instalaciones parezcan el escenario de una película de los años cincuenta, sí descubrieron que los pequeños guiños a la época en que los ancianos fueron jóvenes (los años posteriores a la II Guerra Mundial) les permite evocar momentos de su vida y recordar tareas básicas.

El aroma del jabón Pears (un clásico desde el siglo XIX, el jabón de referencia para varias generaciones de británicos) es un recuerdo olfativo para quien lo reconoce y activa el pensamiento de que es necesario lavarse las manos. Los viejos anuncios de alimentos como el café o el té sirven para identificar con mayor rapidez el producto en el armario de una cocina. El ejemplo del teléfono es definitivo: si una persona con demencia o Alzhéimer se encuentra con un viejo aparato de baquelita es más probable que sepa hacer una llamada que si le dan un móvil. Aunque haya sido capaz hace tan solo unos meses de utilizar el teléfono moderno, el recuerdo del viejo sistema es más profundo y proporciona la seguridad de lo conocido desde hace tiempo.

Helena Celdrán

Memory Lane - Grove Care

Los autorretratos de un fotógrafo heroinómano

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

«El comerciante no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto«. La afirmación, cruda como es norma procediendo de la boca hambrienta de William S. Burroughs, se ajusta a la foto como un buen cinturón al antebrazo.

El fotógrafo ha dejado programada la cámara —una digital barata, no es necesaria complejidad alguna para mostrar la víscera que somos— para que dispare por sí sola. La imagen es un autorretrato y Graham MacIndoe hizo muchos durante sus años en el subsuelo.  Con la jeringa clavada, frente al cobalto azulado de la televisión, el fotógrafo-consumidor posa para, también en el tiempo anestésico del opio, reconocerse.

Escocés nacido en 1963, MacIndoe es desde 2010 un adicto sobrio —la noción de exadicto es una figura retórica: la edad me ha llevado al convencimiento de que con las drogas, con todas ellas, firmas contratos de permanencia vitalicios—. Desde la limpieza sigue ejerciendo la profesión de fotógrafo, ahora quizá con un nuevo tipo de benevolencia, la de saberse débil como cualquiera.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

En un pliego de descargo retroactivo que nadie tiene el derecho de recusar, MacIndoe ha decidido sacar a la luz sus años de relación, mientras vivía en Nueva York, con, por este orden, la cocaína, la heroína y el crack y mostrar bastantes de los autorretratos que hasta ahora había mantenido ocultos. En la pieza audiovisual My addiction: a self-portrait (Mi adicción, un autrorretrato), publicada por The Guardian, diario en el que colabora, el fotógrafo muestra y comenta las imágenes.

En una entrevista editada en paralelo por el mismo medio, Coming clean: the photo diary of a heroin addict (Limpiándose: el fotodiario de un adicto a la heroína), se confiesa a su exnovia, la periodista y escritora Susan Stellin, que estuvo liada con MacIndoe durante los años de aguja y rompió con él por las consecuencias de la adicción en la convivencia. No se enteró, o al menos eso asegura, de la grave intensidad de lo que estaba sucediendo con su pareja. Precisa que sólo tuvo una conciencia exacta del hundimiento cuando, una vez separados, encontró los 342 autorretratos de MacIndoe en el trámite de chutarse o en los posteriores vuelos opiáceos.

«De alguna forma, esto era lo que tenía curiosidad por ver (…) Todos estos primeros planos de la aguja entrando en una vena, su expresión durante y después (…) Quizá la clave sea: ‘¿Querías ver? Aquí lo tienes’. Entonces quizá nos enferme nuestro voyeurismo, porque no necesitábamos ver nada de esto», escribe Stellin recobrando una nota que redactó al encontar las fotos y a la que ahora añade una coletilla: «Creo que sí debemos verlo e intentar entender la adicción desde dentro como nos la describe Graham y no con una mirada exterior».

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

La versión en primera persona del enganche y sus rituales es una narración de la infinita soledad del adicto y del mundo de un solo habitante en el que reside. Juicios personales aparte —y el fotógrafo es el primero en recordar aquellos años con una «enorme vergüenza personal»—, los autorretratos demuestran que los motivos para caer podrían resumirse, en una exageración quizá injusta pero no por ello menos certera, en que los opiáceos eliminan todo tipo de dolor o sufrimiento, incluso aquellos que ni siquiera padeces.

El diario fotográfico de drogadicción, un trabajo que es un grito pero también un testimonio de valentía, coloca al fotógrafo en un terreno extraterritorial, la patria sin fronteras donde es innecesario preocuparse por la muerte porque siempre la llevas de tu mano.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

MacIndoe cita la canción de Lou Reed Perfect Day para explicar la opción del fije intravenoso: Es un día perfecto / Has logrado que me olvide de mí mismo / Creí que era otra persona, / una buena persona.

Los autorretratos demuestran la indomable hipnosis que ejerce la droga sobre el adicto y que el fotógrafo capturó con exactitud, pero alivia saber que MacIndoe —que hoy, tras pasar por la cárcel y una rehabilitación que, en su caso, ha funcionado, luce el aspecto saludable que merece— también se dejó someter por una segunda sustancia tóxica, la fotografía.

Algunas de las secuelas de esta segunda dependencia brotan de la colección de autorretratos: el triunfo del ojo sobre la cámara; la ausencia de todo límite excepto los que imponga el fotógrafo; las puertas abiertas al pasado o, como decía Julio Cortázar, las fotos como forma de «combatir la nada»… A las imágenes de MacIndoe les cuadra, sobre todo, la definición esquiva de Diane Arbus, otra notable drogadicta —en su caso, de barbitúricos y otros venenos psiquiátricos—: «La fotografia es un secreto de un secreto. Cuanto más cuentas, menos sabes».

Ánxel Grove

Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario

Jane Bown - Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada «fotógrafa», opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: «Se trata de callar, de permanecer en silencio».

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

Nacida en la clase baja de Dorset, dejada por los padres en manos de unos familiares de la madre soltera que podían alimentar a la cría, aficionada a la fotografía desde la preadolescencia, sólo pudo comprar una cámara decente con el préstamo que le hizo una de sus tías. No necesitó adiestramiento: por instinto y sensibilidad sabe que cada retrato ha de ser esencial, restando antes que sumando, esperando la chispa de la comunicación y la desnudez integral del alma del modelo.

Ante la lente de Bown han estado todos los notables. En este caso la frase no es un formulismo: la Reina Isabel —su alteza le encargó por decisión personal la foto oficial de su 80º cumpleaños—, Orson Welles, Samuel Beckett (el tipo esquivo hasta la paranoia de quien logró el milagro de captar la mirada más aguda del siglo XX), P. J. Harvey, John Lennon, Truman Capote, Björk, Henri Cartier-Bresson, Nelson Mandela, Margaret Thatcher… Es inútil proseguir con el listado. Este párrafo se iniciaba acudiendo a la palabra todos. Ese todos abraza lo infinito.

Acaban de estrenar un documental sobre la vida y la obra inmensa de Bown —una de las fotógrafas más olvidadas cuando se redactan listas, rankings y otras bastardías clasificatorias que necesitamos para no sé qué—. El título podría adivinarse sin esfuerzo, Looking for Light (Buscando la luz). El metraje incluye recuerdos de una difícil infancia, la extraordinaria relación simbiótica con The Observer y muchos testimonios de agradecimiento de los retratados (la siempre fotogénica Björk asegura que nunca la habían fotografiado bien hasta que conoció a Bown).

La más sopresiva, pero no chocante revelación del documental, codirigido por Luke Dodd y Michael Whyte, es saber, por primera vez, que Bown llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Quienes la han visto trabajar —todavía lo hace, aunque cada vez le cuesta más sobrellevar la carga de los casi 90 años— dicen que se mueve sin estruendo y con rapidez pasmosa. Su sesión ideal de retratos dura diez minutos porque entiende que le bastan para conectarse con el retratado, sea John Lennon o la Reina de Inglaterra. Mientras aprieta el disparador de la Olympus OM-1 no pronuncia una palabra, no da indicación alguna. «Los fotógrafos», dice una de las mejores retratistas de los últimos 65 años, «nunca deben ser vistos ni escuchados».

Ánxel Grove

GERT, un traje «simulador de edad» para transformarse en un anciano

GERT (Gerontologic Test Suit)Caminar una manzana supone un esfuerzo físico para el que después es necesario reponerse un largo rato, las piernas pesan, es difícil girar la cabeza, hay que mirar con atención al suelo en busca de obstáculos, la vista tampoco resulta de gran ayuda, cualquier cosa que se sostenga con las manos es susceptible de caerse.

El aumento de la esperanza de vida es un logro y a la vez un reto. Quien llega a ser un anciano es testigo de cómo su cuerpo se resiente y quienes lo contemplan desde fuera no terminan de entender los movimientos erráticos, la confusión y la fragilidad; la falta de coordinación y la torpeza.

GERT es un traje de «simulación de edad». Desarrollado por el ergonomista alemán Wolfgang Moll, incluye varios complementos que se adaptan a diferentes partes del cuerpo para que su portador pueda experimentar las limitaciones físicas de una persona de edad avanzada.

El diseño está pensado para la formación de personal médico, el entrenamiento de profesionales especializados en el cuidado de ancianos y la investigación para el desarrollo de productos y servicios. Recientemente, la South Bank University de Londres adquirió un set completo e invitó a un reportero del diario británico The Guardian a ponerse en la piel de un octogenario e ir simplemente a comprar un café con el traje. El periodista volvió de la pequeña excursión exhausto.

Gafas diseñadas por Wolfgang Moll que simulan diferentes deterioros y enfermedades de la vista asociados con la edad

Gafas que simulan enfermedades de la vista asociadas con la edad

Unas gafas especiales permiten ver borroso, con un campo de visión limitado y una percepción alterada de los colores: todos problemas derivados de enfermedades y deterioros oculares. Unos cascos imitan la pérdida de audición (sobre todo de la alta frecuencia), un collarín cervical impide la movilidad plena de la cabeza. El chaleco que cubre el torso restringe los movimientos, dobla la espina dorsal, inclina la pelvis y dificulta el equilibrio. Las piernas y los brazos están aprisionados por envolturas que los hacen pesados, inestables y débiles.

Tras diseñar el conjunto básico, con el tiempo y la experiencia el autor del GERT ha creado complementos como unos guantes para simular temblores o un conjunto de gafas que imitan enfermedades de la vista (glaucoma, cataratas, retinitis pigmentosa, degeneración macular asociada a la edad…). Para vivir la experiencia de quien ha sufrido una hemiplejia hemiplegia, el especialista propone una combinación de arneses que impiden mover un lado del cuerpo.

Moll confía en su invento —empleado ya en centros educativos de todo el mundo— no sólo para conocer las particularidades físicas de quienes se hacen viejos, sino para empatizar, para que todos seamos capaces de comprobar que nos relacionaremos con el entorno de una manera muy diferente cuando pasen tan solo unas cuantas décadas.

Helena Celdrán

Gerontologic Test Suit - GERT

GERT - Hemiparesis simulator