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Cuando Andy Warhol se ganaba la vida como dibujante comercial

Varios artistas: "Progressive Piano", 1952

Varios artistas: «Progressive Piano», 1952

Antes de convertirse en uno de los primeros artistas con condición de superestrella, Andy Warhol trabajó durante años como dibujante comercial para revistas, editoriales de libros y empresas discográficas. Era un recién llegado a Nueva York, ciudad en la que desembarcó, temeroso y sin contactos, en 1949, a los 21 años, después de vivir y estudiar Arte en su ciudad natal, Pittsburgh, donde había crecido en un ambiente de catolicismo bizantino y sobreprotección materna tras una niñez enfermiza —primero Corea de Sydenham y luego una escarlatina mal curada que derivó en la pérdida de pigmentación de la piel que le dió el aspecto de una figura de cera que sobrellevó toda la vida—.

A su llegada la gran ciudad, Warhol, que ya había dejado atrás el nombre bautismal de Andrej Varhola, era una persona extremadamente silenciosa e hipocondríaca.

Era un buen momento para buscarse la vida como ilustrador freelance —el boom económico posterior a la II Guerra Mundial había desatado el consumismo en los EE UU— y Warhol trabajó intensamente y casi sin interrupción. Estaba experimentando con la rudimentaria técnica que se convirtió con el tiempo en su imagen de marca como dibujante, la blotted line: dibujo de trazos de tinta sobre un papel no absorbente que luego se presiona contra otro papel para transferir las líneas. Sus trabajos como portadisca de discos, sobre todo para artistas de jazz, no eran excelentes ni demasiado personales, pero en ocasiones asoma entre la torpeza la filosofía que le llevaría a los libros de historia. «Cuando haces algo torpemente o rematadamente mal, estás en el buen camino y siempre consigues algo notable», resumiría años más tarde.

Aunque ya había comenzado a introducirse en el mundo de las galerías —en 1952 expuso por primera vez en Nueva York quince dibujos sobre cuentos de Truman Capote—, Warhol todavía no gozaba de liquidez como para permitirse una dedicación completa al arte. Su obra todavía no era conocida, se le consideraba un advenedizo buscando hueco y al pop art le faltaban unos cuantos años para explotar como fenómeno masivo: se suele aceptar como baile de debutantes del movimiento la exposición de Warhol en 1962 en la galería Ferus de Los Ángeles en julio de 1962, donde estrenó el mural con 32 reproducciones de lata de sopa de tomate Campbell’s realizadas sobre polímero sintético.

Hasta que llegó el momento en que el apelllido Warhol se convirtió en marca registrada y la caja empezó a reventar por los ingresos, siguió trabajando en los márgenes: autoeditando libros como el sorprendente Wild Raspberries (Frambuesas salvajes), con recetas de Suzie Frankfurt, una muy conocida decoradora de la bohemia neoyorquina y caligrafía de la madre de Warhol, la eslovaca Julia Zavacká. Los tres implicados estaban convencidos de que la exquisita edición tendría buenos recultados comerciales por la fascinación casi tóxica de los estadounidenses por la cocina francesa, pero patinaron: de los 314 ejemplares que editaron sólo una docena se vendieron. El resto terminaron como regalo navideño para los amigos.

Tres años después, Warhol comenzó a consolidar un imperio basado en el culto a la personalidad, el desprecio por los convencionalismos —que algunos consideramos pura pose: el tipo era un gran negociante con ojo de halcón para el dinero y sabía muy bien lo que hacía pese a la afasia con que transitaba por el mundo— y la ampliación del negocio Warhol a todos los ámbitos, incluso a algunos, como la fotografía, el cine y la producción musical, en los que no sabía cómo manejarse y hacía el ridículo sin vergüenza y con cara dura mientras su cohorte de fans le aplaudía las gracias. Tantos años después, la situación es la misma. Warhol cerró 2013 como el artista con mayor facturación en las subastas —casi 270 millones de euros frente a los 263 del segundo en el ranking, Pablo Picasso—.

En descargo del primer artista considerado como marca me enternece pensar que durante toda su carrera regresó una vez y otra  a la actividad que le daba de comer cuando era un don nadie: el diseño de portadas de discos. Firmó más de medio centenar y, pese a la repetición de la fórmula —serigrafías basadas en retratos—, lo hizo con dignidad y cierto cándido amateurismo, quizá lo único que retenía del chico silencioso e hipocondríaco que llegó a Nueva York a los 21 años con las manos vacías.

Ánxel Grove