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El primer ‘hoax’ periodístico: la Luna habitada por castores, bisontes y hombres-murciélago

Una de las litografías  del 'Gran engaño de la Luna' que el Sun vendió en 1835

Una de las litografías del ‘Gran engaño de la Luna’ que el Sun vendió en 1835

Resultaba que en la Luna había vida, humanoides con alas de murciélago, cabras, bisontes, castores sin cola y bípedos, unicornios… El conjunto lisérgico de criaturas se había revelado gracias a «un inmenso telescopio» que funcionaba con una tecnología «completamente nueva».

Supuestamente publicadas en origen en el Edinburgh Journal of Science, las piezas periodísticas describían, con todo lujo de detalles, las maravillas que el prestigioso astrónomo inglés Sir John Herschel (1792-1871) había descubierto observando la superficie lunar.

El conocido ahora como The Great Moon Hoax (El gran engaño de la Luna) fue una colección de seis artículos sin firma, publicados en agosto de 1835 en el periódico neoyorquino The Sun, aunque cueste creerlo sin ninguna conexión con el infame tabloide británico del mismo nombre y propiedad de Rupert Murdoch. El diario se publicó de 1833 a 1950 y fue el primero en informar de sucesos en la metrópolis estadounidense. En sus páginas se relataron delitos, crímenes, suicidios, muertes y divorcios y la clase trabajadora pronto lo adoptó como su periódico favorito.

Como toda buena leyenda urbana, la patraña lunar tenía un pie en la realidad. Herschel había viajado en 1834 a Capetown (Sudáfrica) para instalar un observatorio que contaría con un potente telescopio. Una eminencia no sólo en astronomía, sino también matemático e inventor de la cianotipia, nadie podía dudar de los hallazgos del científico. Por otro lado, eran años en los que se debatía con seriedad sobre la posibilidad de que hubiera vida en la Luna y el propio Herschel había expuesto los pros y los contras de que la hubiera. El periódico aprovechó uno de los temas de moda y le añadió el nombre respetable de un especialista para darle solidez a la fantasía.

Una de las ilustraciones del posteriormente conocido como 'The Great Moon Hoax' ('El gran engaño de la Luna'), 1835

Una de las ilustraciones del posteriormente conocido como ‘The Great Moon Hoax’ (‘El gran engaño de la Luna’), 1835

Progresivamente, las entregas (todas disponibles en inglés en este vínculo) desvelan la flora y la fauna del satélite. Primero se habló de una flor de color rojo oscuro, después llegaron las «manadas de cuadrúpedos marrones parecidos a los bisontes», una cabra de un «azulado color plomo» y una «extraña criatura anfibia», redonda y que se trasladaba rodando. Los castores que se apoyaban sobre dos patas llegaron en el tercer artículo: eran más listos que el resto de las criaturas, incluso sabían encender fuego.

Atrapado en la mentira, obligado a publicar en cada nueva pieza algo más impresionante que en la anterior para seguir cautivando al lector, el autor —parece ser que el periodista Richard Adams Locke, que siempre negó su involucración— inventó en la cuarta entrega que en la Luna había seres muy parecidos a los humanos, con el cuerpo cubierto de «pelo de color cobrizo» y alas parecidas a las de los murciélagos, «compuestas por una fina membrana». Parecía ser que el astrónomo los había visto en animada conversación, lo que significada que eran «criaturas racionales».

Los lectores recibieron con ciega emoción los descubrimientos. Desde el principio hubo dudas sobre su veracidad, pero no abundaban los escépticos: lo que se contaba en las páginas del Sun era demasiado asombroso como para desecharlo de un plumazo. Todo indica que el diario (aunque ya disfrutaba de una amplia difusión antes) arrasó en ventas, la prueba definitiva es que otros muchos periódicos y revistas se apresuraron a reescribir los textos, algunos alegando que también tenían acceso a las «fuentes originales».

Escena lunar publicada por el neoyorquino 'Sun' en 1835

Escena lunar publicada por el neoyorquino ‘Sun’ en 1835

De los medios neoyorquinos, el hoax extraterrestre saltó a otras grandes ciudades de la costa este y en un mes ya se había publicado en Europa. Para explorar al máximo la invención, el Sun también editó un panfleto a mayores que salió a la venta el 31 de agosto junto con varias litografías de las fantásticas escenas que se describían en los textos.

Por su parte, Herschel estaba en Sudáfrica cuando se levantó la locura, demasiado lejos para enterarse de que lo habían nombrado. Alguien le hizo llegar los artículos cuando todavía estaba en Capetown y los leyó entre la risa y el asombro. El astrónomo decía divertido que, descubriera lo que descubriera con su telescopio, no podría igualar algo así. Cuando, a su vuelta, periódicos estadounidenses y europeos lo persiguieron para preguntarle por el asunto, ya no le resultó tan gracioso. Herschel guardó un elegante silencio y sólo expresó su descontento por la situación en cartas privadas.

Helena Celdrán

El zulú que compuso «The lion sleeps tonight» por dos dólares

Solomon Linda (a la izquierda) & The Evening Birds

Solomon Linda (a la izquierda) & The Evening Birds

Solomon Linda, zulú sudafricano —su nombre real era Solomon Ntsele, pero le gustaba anadir Linda, el clan tribal del que procedía—, era muy alto, tanto que todos le recuerdan agachándose para atravesar las puertas. También su voz era alta, un falsete vibrante e inalcanzable que era muy aplaudido en las fiestas y bodas en las que cantaba a cambio de estar allí, beber y reir.

En 1939 Solomon y cuatro amigos (Solomon & The Evening Birds) entraron en el único estudio de grabación de Johannesburgo. No llevaban nada escrito e improvisaron sobre la marcha. Abrieron la boca y cantaron como cantaban en Pomeroy, el pueblo en el que habían nacido: para balancearse y rendir tributo a la vida. Tras repetir una de las piezas tres veces, se la vendieron al propietario del estudio por diez chelines, menos de dos dólares. Se titulaba Mbube (león en zulú).

La canción fue un éxito local (100.00 copias vendidas) y Solomon & The Evening Birds fueron llamados para cantar en bodas y celebraciones. Como siempre, cambio de beber y reir. En 1948 el grupo se deshizo y Solomon, que se ganaba la vida con trabajillos de subsistencia, se casó con Regina. Tuvieron cuatro hijas, vivieron en los límites de la subsistencia.

El gran Solomon del falsete celestial murió en 1962, a los 53 años. La familia ni siquiera pudo pagar una lápida. Le enterraron en una fosa sin nombre, adornada por unos maderos y un ramillete de flores de plástico.

La canción que Solomon improvisó cantando como sólo puede hacerlo un hijo de la tierra circuló por Occidente y fue ligeramente transformada. Pete Seeger, ese buen hombre al que las biografías proclaman como bondadoso, la grabó con el título Wimoweh; los Tokens, un grupo del que la historia se ha olvidado, la convirtió en chicle pop como The lion sleeps tonight

Fue un éxito mundial, una de esas melodías que cualquier habitante del planeta conoce, pero ni un centavo llegó a las manos de Solomon o sus herederas.

En 1994, The Lion Sleeps Tonight fue incluida en la banda sonora en la película de Disney El Rey León y generó unos beneficios en regalías de 15 millones de dólares más. Una de las hijas de Solomon, entre tanto, murió de sida sin recibir atención médica.

En 2000, la periodista sudafricana Rian Malan escribió la historia de la canción Mbube en la revista Rolling Stone [artículo, en inglés], contó cómo su creador estaba enterrada en una tumba sin nombre y su familia nunca había recibido ni siquiera una mínima porción de las ganancias de un tema que han grabado más o menos 150 artistas —por ejemplo, R.E.M.— en varios idiomas.

En 2006 hubo un juicio. Las hijas y nietos de Solomon ganaron y pudieron asegurar su parte en los royalties. Finalmente colocaron una lápida en la tumba del zulú olvidado que improvisó en 1939 una canción irresistible titulada Mbube que todos sabemos cantar y la vendió por dos dólares.

Ánxel Grove

Ernest Cole, el fotógrafo negro que documentó el ‘apartheid’ y murió como un ‘homeless’ en Nueva York

© The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Swede

© The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

El fotógrafo Ernest Cole creyó necesario añadir un título largo y explicativo a esta foto:

«Un centavo, jefe, un centavo, por favor, jefe, tengo hambre». Escena nocturna en Golden City, con niños negros suplicando limosna a blancos. Puede que les den una moneda o, como aquí, una bofetada.

El título añade poco a lo que vemos, pero acaso el fotógrafo necesitaba la carga verbal para mitigar el dolor que padecía retratando el infierno.

Cole se llamaba en realidad Ernest Levi Tsoloane Kole y había nacido en 1940 en Eersterust, un suburbio de Pretoria (Sudáfrica). Era el cuarto de los seis hijos de un sastre y una lavandera negros y no tenía otro futuro que el hambre en el país que estableció el régimen segregacionista más atroz de la segunda mitad del siglo XX, el apartheid.

En casa no había comida suficiente y la malnutrición hizo mella en los críos: Cole sólo alcanzó como adulto una estatura de 150 centímetros.

Con la cámara que le regaló un misionero católico, el joven Cole empezó a hacer fotos y terminó encontrando empleo como ayudante de laboratorio en la revista Drum, el único medio que se atrevía a informar de la vida en las townships, los guetos obligatorios para negros.

Lo que a Cole le faltaba en altura le sobraba en coraje. Durante la década de los años sesenta —los años brutales de las recolocaciones forzosas y la represión desatada contra la mayoría negra (ocho de cada diez habitantes de Sudáfrica)—, el fotógrafo se conjuró para mostar lo que sucedía. No era un suicida y sabía cómo actuar: se escondía, utilizaba teleobjetivos, disimulaba la cámara entre la ropa o en tuppers de comida para entrar en minas o en cárceles y hacer imágenes que le resultaban suficientemente inexplicables como para añadirles títulos muy largos…

Incluso tramó un engaño burocrático que le salió bien durante un tiempo: inscribió su identidad racial como coloured, de color, con razas mezcladas, una de las gradaciones de la negritud establecida por los teóricos del apartheid para el diseño social. Si eras de color tenías un poco más de libertad que si eras negro: podías, por ejemplo, viajar de un township a otro sin que el desplazamiento fuese considerado delito. La triquiñuela funcionó —Cole tenía un tono de piel no del todo negra— y pudo recorrer los escenarios del horror que punteaban el país entero.

1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

Earnest boy squats on haunches and strains to follow lesson in heat of packed classroom, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

After processing they wait at railroad station for transportation to mine. Identity tag on wrist shows shipment of labor to which man is assigned 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

After processing they wait at railroad station for transportation to mine. Identity tag on wrist shows shipment of labor to which man is assigned, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

La obra de Cole es de una pureza salvaje y una moralidad aplastante porque, aunque nadie se atrevía a publicar las fotos, el reportero seguía en la brecha y no abandonaba. Mostraba —y confiaba en que el trabajo llegase a otros algún día— la realidad de un país montado bajo un sistema nazi, donde los negros no podían optar a cargos públicos, establecer negocios, entrar en zonas asignadas a blancos, disponer de energía eléctrica o recibir una educación mínima (la educación de un niño negro costaba el 10% de la correspondiente a un blanco y la universitaria era directamente imposible para los negros).

En 1966, mientras retrataba a una pandilla de ladronzuelos callejeros, la feroz policía sudafricana detuvo a Cole. Era una redada rutinaria, pero en la comisaría descubrieron que el fotógrafo había mentido sobre su perfil racial. Tras unas cuantas sesiones de golpes y otras torturas, le ofrecieron dos opciones: convertirse en soplón o ser juzgado por fraude y, con seguridad, condenado a varios años de cárcel.

Con la ayuda de amigos que participaban de los cada vez más potentes grupos de resistencia antiapartheid el fotógrafo logró escapar a Europa. Unos días después, una persona blanca que no despertaba sospechas en las aduanas sacó del país los negativos de su archivo de fotos de títulos como letanías.

Newspapers are her carpet, fruit crates her chairs and table 1960-1966 Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

Newspapers are her carpet, fruit crates her chairs and table, 1960-1966 Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

Pensive tribesmen, newly recruited to mine labour, awaiting processing and assignment 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

Pensive tribesmen, newly recruited to mine labour, awaiting processing and assignment, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

En 1967 Cole hizo realidad el sueño de su vida: editaron en los EE UU el fotolibro House of Bondage (Casa de cautiverio), su crónica, en fotos y pies de foto, de lo que estaba sucediendo en su tierra. Aunque fue prohibido en Sudáfrica, ejemplares de contrabando y fotocopiados circularon con profusión y se convirtieron en un pilar del activismo fotográfico que ejercieron en las décadas siguientes David Goldblatt, Eli Weinberg, Omar Badsha, Joao Silva y Jürgen Schadeberg.

Pero el hombre de 150 centímetros de estatura y una valentía de rascacielos nunca volvió a ser el mismo: tenía rota el alma y se sentía divorciado del mundo. Jamás regresó a Sudáfrica y, después de 23 años de exilio, murió en Nueva York en 1990. Era un homeless, dormía entre cartones y jamás hizo una foto desde que se marchó de su país.

 Ánxel Grove

Every African must show his pass before being allowed to go about his business. Sometimes check broadens into search of a man’s person and belongings 1960-1966 Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

Every African must show his pass before being allowed to go about his business. Sometimes check broadens into search of a man’s person and belongings, 1960-1966
Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

El fútbol también es arte (a veces)

Carteles de Xavi, Pelé, Best y Cruyff - Zoran Lucic

Carteles de Xavi, Pelé, Best y Cruyff - Zoran Lucic

Hace un año que España ganó el mundial de Sudáfrica y a todos se nos sigue poniendo una sonrisa bobalicona cuando recordamos el gol de Iniesta  como colofón a la memoria emocional de aquellos tortuosos partidos.

Las vuvuzelas, el batacazo contra Suiza, Piqué con el labio ensangrentado, Llorente dándole la vuelta al partido contra Portugal, el gol de cabeza de Puyol en la semifinal con Alemania, la patada de videojuego que el holandés De Jong le dio a Xabi Alonso en el pecho, San Casillas librándonos de la desgracia una y otra vez…

Hoy me atrevo a hablar de fútbol a pesar de ser una aficionada ocasional a esta religión. Por favor, sean comprensivos y pórtense bien con esta pobre recién llegada al olimpo del balón. A pesar de mi limitado conocimiento, tengo que decir en mi defensa que siento la pasión de una buena jugada.

Los carteles de Zoran Lucic que traigo a nuesta sección de Obsesiones, contaminan de nostalgia a quien los mira. Esquinas desgastadas, colores desvaídos e imágenes en blanco y negro ornamentan a la figura del futbolista elevado a héroe.

Lucic, un diseñador gráfico de Bosnia Herzegovina, quería relacionar tipografía y fútbol, darle al póster una estética cuidada que escapara del mero fanatismo rápido.

No se limita al repaso de las superestrellas actuales, en la colección hay ídolos setenteros como Johan Cruyff, señores poco atléticos como el húngaro madridista Puskas, melenas al viento, uniformes desfasados y pantalones demasiado subidos.

A cada jugador le añade su número, una lista de los clubes a los que perteneció y su selección nacional.

Ocasionalmente  añade motes o alguna cita, como en el póster de George Best (1946-2005), el futbolista británico más pop -tan amigo de los Beatles como de los pubs- una máquina de crear eslóganes: «En 1969 dejé a las mujeres y el alcohol. Fueron los peores 20 minutos de mi vida».

El cartel de Zico es el favorito del autor: «captura el espíritu deportivo y el look del equipo brasileño de aquella época».

El jugador participó en el mundial de España de 1982, que parecía destinado a Brasil, pero se llevó Italia. Lo llamaban «el Pelé blanco» y a lo largo de su carrera anotó 406 goles: es el mediocampista con más tantos de la historia del fútbol de alta categoría.

Por supuesto, entre la recopilación artística de jugadores imprescindibles de Zoran Lucic también hay algunos héroes  españoles de Sudáfrica, como Villa, Xavi Hernández e Iniesta, recién llegados al santoral de los inmortales y que lucen junto a Maradona, Roberto Baggio o Pelé.

 Helena Celdrán