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Así nos imaginaban en el siglo XIX: iríamos a la ópera subidos en coches voladores

En el pasado, los libros e ilustraciones de ciencia ficción creyeron que el siglo XXI sería un espectáculo glorioso, sugerente, lleno de sorpresas aéreas, pero hoy, 10 de octubre de 2018, los habitantes reales de aquel futuro imaginado sabemos que fracasaron en su predicción.

Los patinetes no vuelan. No hay replicantes huyendo ni coches policiales aéreos que los persigan. El hombre sigue viviendo en cuevas que llama pisos (aunque paga por ellos el coste equivalente a 20 mamuts).

Seguimos habitando en pisos, sí, y temiendo a la gran depresión.

Erramos, casi siempre, al predecir el mañana o imaginarlo. Prueba de ello es esta curiosa ilustración con tintes humorísticos.

Se titula La salida de la ópera en el año 2000.

Le Sortie de l’opéra en l’an 2000. Albert Robida.

Le Sortie de l’opéra en l’an 2000. Albert Robida.

Fue pintada a finales del siglo XIX. La Ópera de París retratada un siglo hacia adelante. Hay coches voladores, autobuses flotantes y limusinas, damiselas vestidas a lo vintage y militares decimonónicos, cabalgando sobre extraños peces eléctricos, que aún blanden su espada en busca de duelo, antes de descender hacia los restaurantes con terraza abierta a los cielos parisinos.

Es obra del artista Albert Robida, que imaginó el futuro para sus contemporáneos. Llegó incluso a soñar un aparato que bautizó como el Téléphonoscope, una pantalla que emitía noticias las 24 horas y con la que podías ejecutar videoconferencias.

Publicó una serie vanguardista en el periódico La Caricature. Entonces el futuro, recientemente iluminado por la electricidad, era brillante y simpático.

Hoy los futurólogos del futuro nos dividimos entre pesimistas y tecno-optimistas. Unos ven el cambio climático y el desierto que se nos viene encima; otros, máquinas y nanorobots que nos harán inmortales en solo 20 años.

Me gustaba más la idea de ir a la ópera volando en patinete. Era una visión naif y perfecta para mí. Nada tan aterrador como vivir eternamente, pasando mi conciencia de un disquete a otro, en un desierto infame.

Cuando nuestros antepasados dibujaban mapas del amor

Los siglos XVIII y XIX fueron centurias de descubrimientos y mapas. A medida que crecía el conocimiento del mundo los geógrafos empezaron a trazar las líneas sinuosas de costas, cordilleras, selvas, océanos, afluentes, ríos… Fueron siglos de adentrarse en la ignota Terra, tiempos para seguir el curso desconocido del río Congo junto a Joseph Conrad y su novela, En el Corazón de la Tinieblas. Fueron años para descubrir que incluso el corazón más tenebroso podía terminar su viaje en el Puerto del Matrimonio, la Costa del Amor o la Tierra de los Granujas. A medida que crecían los mapas otro estilo geográfico se impuso en la época victoriana, unos planos alegóricos relacionados con los sentimientos y el amor.

Carta de la Ternura. François Chauveau. 1654. Wikimedia Commons.

Carta de la Ternura. François Chauveau. 1654. Wikimedia Commons.

Estos mapas simbólicos y sentimentales contenían también sus tierras inhóspitas, bahías seguras, caminos hacia la felicidad o la desesperación. Tesoros. Buscaban dibujar los valles o cordilleras de los estados anímicos que puede sortear una persona enamorada, cuyo barco de vapor es el deseo, la carnalidad, el altruismo, la ternura, el cortejo o el matrimonio. Eran tierras inventadas, esbozos psicológicos, pangeas emocionales, que tuvieron su precursor en la Carte de tendre, mapa dibujado en 1654 por Francois Chauveau como ilustración/grabado para el libro de Madeleine de Scudéry titulado Clélie. Estas geografías abrían el pliego del alma e invitaban a los aventureros a trazar sus propias rutas: seguir el río de la Inclinación hacia la ciudad de Nueva Amistad, sorteando los obstáculos y trampas del Lago de la Indiferencia.

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Rosa Bonheur, pintora animalista del siglo XIX

Portrait de Marie-Rosalie dite Rosa Bonheur, 1857 - Édouard Louis Dubufe - Dominio Público

Portrait de Marie-Rosalie dite Rosa Bonheur, 1857 – Édouard Louis Dubufe – Dominio Público

A Marie-Rosalie Bonheur, que adoptó la firma artística de Rosa Bonheur y vivió 77 años, entre 1822 y 1899, le interesaban más los animales que los humanos y las mujeres más que los hombres —era una discreta lesbiana—. Fue la más famosa pintora de los primeros tres cuartos del siglo XIX y logró, en un tiempo en que la condición de artista serio todavía estaba reservada a los hombres, superar el amateurismo que se adjudicaba a las mujeres, con imbécil paternalismo, porque pintando se entretenían.

En el retrato que en 1857 le hizo Édouard Louis Dubufe —autor también de la más lograda imagen de Eugenia de Montijo, la española de palidez transparente que fue mujer de Napoleón II y, por tanto, emperatriz consorte de Francia—, la pintora animalista aparece recostada en un hermoso toro que mira con espontaneidad al espectador, mientras la mujer, que sosteniene un lápiz en una mano y un cartapacio con papel de pintar en la otra, aparece vestida de sobrio negro y con la mirada perdida en no sabemos dónde. El cuadro la define: adusta pero sensible, soñadora pero con los pies en la tierra

En las fotos que se conservan de la artista se aprecia la misma disposición. No es difícil imaginarla consiguiendo todo aquello que se proponía.

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Cientos de ilustraciones libres de derechos, para disfrutar y descargar

Ilustración de Yan' Dargent para una edición de 1870 de la 'Divina comedia' de Dante

Ilustración de Yan’ Dargent para una edición de 1870 de la ‘Divina comedia’ de Dante

El francés Yan’ Dargent (1824-1899) ilustra la Divina comedia de Dante Alighieri con grabados de sensualidad celestial. En primer plano, una mujer tapada sólo con gasas transparentes alza el vuelo recortada contra un fondo de lejanas estrellas. Con todas sus taras, Internet obra el milagro de propagar la imagen y alimentar las miradas del mundo con obras escondidas que pueden permanecer invisibles durante años en gruesos volúmenes custodiados por bibliotecas.

Old Book Illustrations (Viejas ilustraciones de libros) nace de una iniciativa independiente, del deseo de compartir en Internet, a alta resolución y sin cortapisas, arte gráfico con derechos de autor caducados, creado para ilustrar emocionantes historias vendidas por entregas, fábulas, colecciones de cuentos, manuales o diccionarios enciclopédicos.

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Félicien Rops, el pintor de los ‘placeres brutales’

"El calvario" (de "Las satánicas") - Félicien Rops

«El calvario» (de «Las satánicas») – Félicien Rops, 1882 (Dominio público)

La bestial seducción y el triunfo de Satán, crucificado pero no sufriente, erecto, ciñendo el sudario negro sobre el cuello de la mujer, también crucificada y en éxtasis…

La obra fue pintada en 1882 por Félicien Rops, que tenía entonces 49 años, había participado en varios duelos por asuntos de honor; soportado la censura en Francia, donde le llamaron «marrano»; conocido e intimado con algunos de los más lúcidos —por conversos de la creencia de que toda luz ha de ser oscura— intelectuales y artistas de su tiempo; tirado por la borda un matrimonio; malgastado sin arrepentimiento una fortuna y optado por vivir en santa trinidad con dos hermanas,  Aurélie y Léontine Duluc…

No muy lejos de la fecha en que está datada la obra, Rops escribió:

Sólo hago lo que siento con mis nervios y lo que veo con mis ojos. Esa es toda mi teoría artística. Todavía tengo otra terquedad: querer pintar escenas y tipos de este siglo XIX, que me parece muy curioso y muy interesante.

Pertenecía a una corriente ninguneada por la crítica académica hasta nuestros días, el simbolismo, el retorno a la metáfora sagrada como única posibilidad de redención. Es tanta la saña que despertó y sigue despertando esta escuela de soñadores místicos que el más famoso de sus artistas, Edvard Munch —gran admirador de Rops—, es retirado del nomenclator para situarlo entre los expresionistas, mucho más académicos y menos equívocos, más artistas y menos seres humanos.

Rops había sido, casi es una evidencia dado el temario grueso y licencioso de sus obras, alumno de los jesuitas. Nacido en Namur (en la Bélgica valona), sobre la confluencia del Sambre y el Mosa, era hijo único y en casa entraba dinero suficiente: el padre era dueño de unos telares de calicó. Ofrecía estampados «en todos los colores del arco iris». El hijo siguió el patrón.

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El primer ‘hoax’ periodístico: la Luna habitada por castores, bisontes y hombres-murciélago

Una de las litografías  del 'Gran engaño de la Luna' que el Sun vendió en 1835

Una de las litografías del ‘Gran engaño de la Luna’ que el Sun vendió en 1835

Resultaba que en la Luna había vida, humanoides con alas de murciélago, cabras, bisontes, castores sin cola y bípedos, unicornios… El conjunto lisérgico de criaturas se había revelado gracias a «un inmenso telescopio» que funcionaba con una tecnología «completamente nueva».

Supuestamente publicadas en origen en el Edinburgh Journal of Science, las piezas periodísticas describían, con todo lujo de detalles, las maravillas que el prestigioso astrónomo inglés Sir John Herschel (1792-1871) había descubierto observando la superficie lunar.

El conocido ahora como The Great Moon Hoax (El gran engaño de la Luna) fue una colección de seis artículos sin firma, publicados en agosto de 1835 en el periódico neoyorquino The Sun, aunque cueste creerlo sin ninguna conexión con el infame tabloide británico del mismo nombre y propiedad de Rupert Murdoch. El diario se publicó de 1833 a 1950 y fue el primero en informar de sucesos en la metrópolis estadounidense. En sus páginas se relataron delitos, crímenes, suicidios, muertes y divorcios y la clase trabajadora pronto lo adoptó como su periódico favorito.

Como toda buena leyenda urbana, la patraña lunar tenía un pie en la realidad. Herschel había viajado en 1834 a Capetown (Sudáfrica) para instalar un observatorio que contaría con un potente telescopio. Una eminencia no sólo en astronomía, sino también matemático e inventor de la cianotipia, nadie podía dudar de los hallazgos del científico. Por otro lado, eran años en los que se debatía con seriedad sobre la posibilidad de que hubiera vida en la Luna y el propio Herschel había expuesto los pros y los contras de que la hubiera. El periódico aprovechó uno de los temas de moda y le añadió el nombre respetable de un especialista para darle solidez a la fantasía.

Una de las ilustraciones del posteriormente conocido como 'The Great Moon Hoax' ('El gran engaño de la Luna'), 1835

Una de las ilustraciones del posteriormente conocido como ‘The Great Moon Hoax’ (‘El gran engaño de la Luna’), 1835

Progresivamente, las entregas (todas disponibles en inglés en este vínculo) desvelan la flora y la fauna del satélite. Primero se habló de una flor de color rojo oscuro, después llegaron las «manadas de cuadrúpedos marrones parecidos a los bisontes», una cabra de un «azulado color plomo» y una «extraña criatura anfibia», redonda y que se trasladaba rodando. Los castores que se apoyaban sobre dos patas llegaron en el tercer artículo: eran más listos que el resto de las criaturas, incluso sabían encender fuego.

Atrapado en la mentira, obligado a publicar en cada nueva pieza algo más impresionante que en la anterior para seguir cautivando al lector, el autor —parece ser que el periodista Richard Adams Locke, que siempre negó su involucración— inventó en la cuarta entrega que en la Luna había seres muy parecidos a los humanos, con el cuerpo cubierto de «pelo de color cobrizo» y alas parecidas a las de los murciélagos, «compuestas por una fina membrana». Parecía ser que el astrónomo los había visto en animada conversación, lo que significada que eran «criaturas racionales».

Los lectores recibieron con ciega emoción los descubrimientos. Desde el principio hubo dudas sobre su veracidad, pero no abundaban los escépticos: lo que se contaba en las páginas del Sun era demasiado asombroso como para desecharlo de un plumazo. Todo indica que el diario (aunque ya disfrutaba de una amplia difusión antes) arrasó en ventas, la prueba definitiva es que otros muchos periódicos y revistas se apresuraron a reescribir los textos, algunos alegando que también tenían acceso a las «fuentes originales».

Escena lunar publicada por el neoyorquino 'Sun' en 1835

Escena lunar publicada por el neoyorquino ‘Sun’ en 1835

De los medios neoyorquinos, el hoax extraterrestre saltó a otras grandes ciudades de la costa este y en un mes ya se había publicado en Europa. Para explorar al máximo la invención, el Sun también editó un panfleto a mayores que salió a la venta el 31 de agosto junto con varias litografías de las fantásticas escenas que se describían en los textos.

Por su parte, Herschel estaba en Sudáfrica cuando se levantó la locura, demasiado lejos para enterarse de que lo habían nombrado. Alguien le hizo llegar los artículos cuando todavía estaba en Capetown y los leyó entre la risa y el asombro. El astrónomo decía divertido que, descubriera lo que descubriera con su telescopio, no podría igualar algo así. Cuando, a su vuelta, periódicos estadounidenses y europeos lo persiguieron para preguntarle por el asunto, ya no le resultó tan gracioso. Herschel guardó un elegante silencio y sólo expresó su descontento por la situación en cartas privadas.

Helena Celdrán

La enfermedad que inventaron para que las mujeres no fueran en bici

The 'new woman' and her bicycle - there will be several varieties of her - Frederick Burr Opper

The ‘new woman’ and her bicycle – there will be several varieties of her – Frederick Burr Opper

Draisianas, biciclos, velocípedos de tres ruedas… En el siglo XIX se sucedían los modelos ancenstrales que luego desaparecerían casi de golpe con el perfeccionamiento de la bicicleta. Pedalear en las cada vez más activas y grandes ciudades era sinónimo de modernidad y libertad tal y como lo fue poco después conducir el automóvil. Los jóvenes aceptaban con emoción la inestabilidad de los primeros vehículos de dos ruedas a cambio de manejar aquellas máquinas.

La época también representó el comienzo del activismo femenino en Europa. Las mujeres demandaban el derecho al voto y exigían ser reconocidas como personas adultas, capaces de controlar su destino sin un marido que ejerciera de padre. La bicicleta fue un instrumento decisivo para las ansias de independencia de la mujer decimonónica, un vehículo que escapaba al control masculino.

-Mi querida Jennie, ¿para qué demonios es ese traje de bicicleta? -Pues para llevarlo, claro -¡Pero tú no tienes bicicleta! -No, ¡pero tengo una máquina de coser!Viñeta de la revista satírica 'Punch' de 1895

-Mi querida Jennie, ¿para qué demonios es ese traje de bicicleta? -Pues para llevarlo, claro -¡Pero tú no tienes bicicleta! -No, ¡pero tengo una máquina de coser! (Viñeta de la revista satírica ‘Punch’ de 1895)

Una de las activistas más comprometidas con los derechos de la mujer en aquel momento, la estadounidense Susan B. Anthony, declaraba en una entrevista a la publicación New York World en 1896: [La bicicleta] ha hecho más por la emancipación de la mujer que ninguna otra cosa en el mundo. Me paro y me regocijo cada vez que veo a una mujer sobre ruedas. Le da una sensación de libertad y seguridad en sí misma. La hace sentir como si fuera independiente. (…) Y ahí va, la visión de la feminidad libre de ataduras«.

Por supuesto, esto quitaba el sueño a quienes consideraban que las mujeres exigían demasiado, vestían «como un hombre» para poder pedalear cómodamente y eran peligrosas manejando aquel artilugio en la vía pública. Entre las más descabelladas investigaciones de la pseudociencia del siglo XIX hubo también lugar para la preocupante aficción de las mujeres a usar la bicicleta como medio de transporte. La invención de la enfermedad a la que denominaron bicycle face (cara de bicicleta).

En un artículo de 1896 (el mismo año que la cita de Susan B. Anthony), la publicación inglesa semanal Cheltenham Chronicle dedicaba un breve artículo a la supuesta amenaza. Citando al Daily Telegraph, dice que «un médico» ha descubierto la enfermedad de la cara de bicicleta. Quien la adquiría tenía una expresión facial de constante cansancio y ansiedad, quedaba demacrado y ojeroso de manera crónica:

«Se desarrolla tanta ansiedad aprendiendo a ir en el popular vehículo, y, cuando la ciencia ha sido adquirida, en evitar los accidentes de varias clases a los que invita, que afecta insensiblemente a los músculos de la cara y da incluso a la fisionomía más amplia y neutra una expresión de ansia y agobio que se mantiene durante el resto de la vida. Al menos el doctor (un Doctor en Medicina de Londres), así lo dice, y él debe saberlo».

'The Bicycle face', artículo publicado en la publicación inglesa 'Cheltenham Chronicle' en 1896

‘The Bicycle face’, artículo publicado en la publicación inglesa ‘Cheltenham Chronicle’ en 1896

Muchos médicos (sobre todo en el Reino Unido) se prestaron a alimentar el bulo asegurando que el cuerpo de las mujeres no estaba hecho para pedalear y que el constante esfuerzo de mantener la bici en equilibrio distorsionaría para siempre el delicado rostro femenino. Los ojos saltones y la mandíbula tiesa eran algunas de las consecuencias más famosas, pero otros doctores más osados hablaban incluso de infertilidad, tuberculosis y un aumento desmedido del deseo sexual.

En su extenso artículo The hidden dangers of cycling (Los peligros ocultos de pedalear) —publicado en el National Review de Londres en 1897— el médico inglés A. Shadwell advertía con una desmedida pasión (y documentando cada una de sus amenazas con supuestos casos) que las ciclistas corrían el riesgo de sufrir «disentería crónica», «bocio exoftálmico» (algo parecido a lo que ahora se conoce como enfermedad de Graves-Basedow), apendicitis, trastornos nerviosos de todo calibre…

Por suerte, el intento de aterrorizar a las mujeres quedó en nada y pocos fueron los que tragaron con el pseudoriesgo de terminar con cara de bicicleta. En el cambio de siglo se perfilaba la que ya entonces llamaban «mujer moderna», la adulta que escapaba de la eterna infancia e impulsaba desde un cambio de vestuario que la liberaba de la aparatosidad del corsé hasta la implicación femenina en temas políticos y sociales. La bicicleta simplemente estaba allí para llevarla.

Helena Celdrán

"¡Oh! Abuelito, qué máquina tan rara y vieja. ¿Por qué no te haces con una como la mía?". Cartel de 1907 de la Liga Sufragista - (Museo de Londres)

«¡Oh! Abuelito, qué máquina tan rara y vieja. ¿Por qué no te haces con una como la mía?». Cartel de 1907 de la Liga Sufragista – (Museo de Londres)

Mujeres sufragistas en Londres en 1913

Mujeres sufragistas en Londres en 1913

Sarah Ann: "Papá, ¿por qué demonios llevas la ropa de mamá?" Papá: "Bueno, si tú vas a la ciudad a la moda de los hombres, yo llevaré esto para igualar las cosas".Viñeta de 'Scribners magazine'

Sarah Ann: «Papá, ¿por qué demonios llevas la ropa de mamá?». Papá: «Bueno, si tú vas a la ciudad a la moda de los hombres, yo llevaré esto para igualar las cosas».Viñeta de ‘Scribners magazine’

Los científicos que quisieron convertir los cadáveres en estatuas de metal

Ilustración del libro 'Victorian Inventions', de Leonard De Vries, en el que figura el invento

Ilustración del libro ‘Victorian Inventions’, de Leonard De Vries, en el que figura el invento

Al igual que las estatuas conmemorativas, se trataba de recordar a familiares y seres queridos tras su muerte, con la diferencia de que el interior de la escultura contenía los restos mortales.

El electroplateado o galvanoplastia es un procedimiento para dar forma al metal mediante la electricidad. Aplicada a la preservación de cadáveres, la idea se perfila como una fantasía victoriana y retrofuturista que cuesta creer que existiera. El cuerpo se debía preparar para ser conductivo pulverizándole nitrato de plata en una campana de cristal. Tras el tratamiento, había que bañarlo en sulfato de cobre para crear una capa de un milímetro del metal sobre la piel.

Hay varios recortes de prensa a partir de 1880 que documentan la técnica y venden sus bondades como una mezcla de efectivo embalsamamiento, logro sanitario y arte. Parece ser que la idea la propuso por primera vez el Doctor Varlot, un cirujano de París, aunque la autoría del invento también podría pertenecer al doctor neoyorquino Thomas Holmes (1817-1899), considerado en los Estados Unidos «el padre del embalsamamiento».

Del siglo XIX son las fotografías por mortem, las joyas fúnebres con lugar para preservar mechones de pelo del difunto… La era victoriana iba abandonando progresivamente la herencia del romanticismo, pero no era fácil despegarse de una corriente tan seductora. Además, a ese pasado reciente se unía el afán por mostrar los progresos técnicos y científicos del momento. El caldo de cultivo era el ideal para este tipo de iniciativas truculentas.

Los orígenes del electroplateado de cadáveres son inciertos e incluso hay una patente (Method of preserving dead bodies) de 1934 del desconocido inventor estadounidense Levon G. Kassabian. Aunque rondó esporádicamente durante casi un siglo, la técnica parece ser que nunca llegó a realizarse o al menos no se conocen pruebas de ello a pesar de que el servicio pretendía comercializarse.

Helena Celdrán

Ilustración de la patente 'Method of Preserving Dead Bodies' (1934)

Ilustración de la patente ‘Method of Preserving Dead Bodies’ (1934)

Peter Henry Emerson, el ‘bon vivant’ que fotografiaba a labradores y pescadores

Peter Henry Emerson - Rowing home the Schoof-Stuff from Life and Landscape on the Norfolk Broads, 1886

«Rowing home the Schoof –  Stuff from Life and Landscape on the Norfolk Broads», 1886

Era un señorito de familia pudiente: padre industrial y madre british de solera, lo cual suele llevar pareja la tendencia a estirar la nariz, acudir a los picnics con cubertería de plata y dejar que los hijos gocen del solaz reservado a los vástagos del Imperio. Con tales antecedentes —casi penales, si me tocase juzgar— y la solvencia económica de papá, Peter Henry Emerson (1856-1936) podía dedicarse a cualquier cosa. Lo hizo: zascandileó a caballo por las mansas tierras del interior cubano donde había nacido, en la casona de La Palma, cerca de la villa de Encrucijada, donde se asentaba el ingenio azucarero-cafetero del padre; se dejó mecer por los escritos trascendenalistas pero tirando a horteras del primo Ralph Waldo Emerson («el acto de ver y la cosa vista, el vaticinio y el espectáculo, el sujeto y el objeto, son uno; vemos el mundo pieza por pieza, como el sol, la luna, el animal, el árbol; pero el todo, del cual estas son partes brillantes, es el alma»); creyó estar dotado para la cirugía y simuló el estudio en las húmedas aulas de Cambridge; practicó el atletismo y otras formas menos infames de diversión como el billar, el avistamiento de aves y la meteorología; se dió a la imaginaria sensación de sentirse dios escribiendo novelas detectivescas y no olvidó, toda deidad necesita sentirse humana, las visitas corteses a ciertas casas de comercio sexual.

Seguramente aburrido de una vida tan elemental y de la necedad de creer que el encuentro con un gorrión cejudo podía dar sentido a la existencia, Emerson, como otros gentlemen de su tiempo, quiso probar fortuna con el invento aún joven de la fotografía. Está comprobado que adquirió su primera cámara entre 1881 y 1882, es decir, cuando iba camino de la treintena. Deseaba emplear el artilugio para retratar a las aves que acechaba, pisando el roció del amanecer y siempre vestido con el impecable tweed de los caballeros, en la campiña empantanada de la Anglia Oriental. Los labradores que pasaban a su lado tras desayunar gachas con agua no miraban a los ojos del señorito y ni siquiera en privado se atrevían a emitir juicios sobre la enigmática y algo tonta afición por enfocar a los pájaros con algo distinto a una escopeta.

A los 29 años Emerson abandonó todas las actividades de su agenda excepto la fotografía. No ejercía otra ocupación y no eran aves los motivos que elegía. Acaso comprendiendo finalmente la idea que el primo poeta sostenía sobre la paridad entre el sentido de la vista y la mirada del alma, el bon vivant se convirtió, en una especie de epifanía, en un apostol de una manera de mirar que ponía en tela de juicio, por fingida y sentimentaloide, la foto de estudio o los paisajes naturalistas de sus contemporáneos de la Royal Photographic Society: Emerson se propuso dejar de buscar pájaros, volver la vista hacia el frente y retratar a los labradores a los que nunca había prestado demasiada atención.

Durante años, fue el mejor fotógrafo del Reino Unido y su colección de imágenes sobre la vida rural parece realizada décadas más tarde por un fotoperiodista moderno de intenciones socializantes.

Sin embargo, le perdió su talante de señorito encaprichado. En 1889 publicó el opósculo con forma de manual Naturalistic Photography for Students of Art (Fotografía naturalista para estudiante de arte), donde arremetía con vitriolo y mala uva contra la mayoría de sus compañeros de la Royal Photographic Society, a los que acusaba de estar haciendo trampa al mostrar el mundo con maneras de pintores y usar la cámara porque no eran buenos con los pinceles.

La tesis de Emerson, definida por entonces como «una bomba sobre una mesa de té», era que «la fotografía no deber vestirse o maquillarse» ya que «nada sobra en la naturaleza y el ser humano» y que la búsqueda de la perfección técnica es «peligrosa» porque puede «convertir la fotografía en un mal dibujo».

Aquello fue entendido como un desprecio hacia las fotos que se llevaban —pretenciosas, rebuscadas, retocadas, clasicistas— y Emerson fue condenado al ostracismo. Ni siquera los impresores, avisados por la poderosa Royal Photographic Society, querían publicar sus fotos y tuvo que hacer tiradas manuales.

Mancillado su orgullo y a merced de su fogoso temperamento, el gran fotógrafo de los labradores, pescadores y estibadores ingleses del siglo XIX se retiró de la fotografía —no sin antes editar un panfelto rencoroso con bordes negros de obituario titulado The Death of Naturalistic Photography (La muerte de la fotografía naturalista) donde decía adiós a sus enemigos—.

No consta si volvió a dedicarse al billar. Murió en paz en 1936.

Ánxel Grove

 

Dos inventores que creyeron en un tren impulsado por el viento

Aerodromic System of Transportation (1894)

«La velocidad es el problema actual y futuro del ferrocarril. La presión por conseguir mayor movimiento de pasajeros y mercancía se ha vuelto intensa». Los estadounidenses George Nation Chase y Henry William Kirchner, en los últimos años del siglo XIX, apostaban por una drástica reforma técnica de los trenes.

En plena expansión de los EE UU, la comunicación era la clave de la vida moderna y los inventores sentían la urgencia de mejorar el transporte. Estaban convencidos que de no efectuarse el avance, se corría el riesgo de sufrir «una vuelta a los años oscuros».

Chase y Kirchner buscaban un sistema que permitiera la evolución del ferrocarril, que lo hiciera más eficiente, rentable y seguro. No era descabellado pensar en el viento como elemento impulsor: los primeros medios de transporte en recorrer largas distancias —inventados por los egipcios hace por lo menos 5.000 años— fueron las embarcaciones de vela. Además, los experimentos previos a la creación de los dirigibles se sucedían a finales del siglo XIX con la notable mejora de los planeadores.

'The Coming Railroad'

En 1894 publicaron The Coming Railroad (El próximo ferrocarril), un libro en el que explicaban todos los pormenores de su ambicioso proyecto. The Chase-Kirchner aerodromic system of transportation (El sistema de transporte aerodrómico Chase-Kirchner) iba a ser «una máquina capaz, con el aire, de ir a gran velocidad, guiada por una vía con absoluta seguridad».

Sobre el tren descansaría una estructura de «aeroplanos», «superpuestos directamente uno sobre otro a una distancia ligeramente inferior a su ancho». «El area de estas superficies variará dependiendo de la carga, de 2.000 a 4.000 pies cuadrados» (de casi 186 a 371 metros cuadrados). La estructura convertiría el aire en impulso y, con un motor eléctrico añadido, lograría una velocidad superior a la que podían llegar las locomotoras de vapor.

Las ilustraciones de la máquina tienen en el presente un aspecto fantástico y retrofuturista, los finales puntiagudos evocan a una embarcación y las tablas aeronáuticas parecen extraidas de los primeros aviones del siglo XIX.

Nunca se construyó, ni siquiera llegó a la fase experimental. Aunque en algunas consideraciones aerodinámicas no andaban desencaminados, parece ser que nadie se aventuró a financiar el sistema, pero no hay demasiados datos de los fallos y carencias que descartaron por completo su realización.

Helena Celdrán

Chase and Kirchner Aerodromic Railroad - Section

The Coming Railroad

Aerodromic System of Transportation

The Coming Railroad