Entradas etiquetadas como ‘selfies’

La modelo rusa que desafía al vértigo jugándose la vida

Una pin-up de la moda suicida. Look de niña sin miedo. Un fashion film de riesgo. Temeridad. Desafío. Inconsciencia. La gata sobre el rascacielos de acero.

Vértigo. Demasiado vértigo.

Sinceramente, no sé que decir de Angela Nikolau. Solo sé que es rusa, modelo, chica de Instagram (hasta aquí hormona y silicio); sé que corretea por edificios sin arneses, protocolos o leyes, una práctica popular en Rusia. Aquí, las coordenadas erróneas, el juego perverso que en inglés llaman Rooftopping: personas que eluden las medidas de seguridad de los edificios más altos para tomarse, una vez en la cumbre, fotografías o vídeos panorámicos.

Lugares de acceso restringido por su extrema peligrosidad.

Como un cuerpecito que quiere vacilar al abismo. Una modelo que asciende por unas cuchillas que destripan el cielo. Posa sobre estas aristas, su estudio fotográfico, en los límites de la sensatez, donde tu vida depende de la fuerza del viento, el sudor, o el conjuro de la fatalidad.

No sé si es atractivo este dilema. Su rostro angelical, la marca seductora, y un vértigo tremebundo.

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#artificialselfie, un robot que hace ‘selfies’ de modo compulsivo

«El selfie es una manera paradigmática de demostrarle al mundo contemporáneo que uno existe», escribe en su web Daniel Armengol Altayó.

El artista barcelonés aborda en su último proyecto la fiebre de fotografiarse a uno mismo. En #artificialselfie (#selfieartificial), una máquina «ejecuta sin descanso la misma acción una y otra vez»: metido en una urna y conectado a la corriente, un mecanismo sujeta un smartphone ante un espejo, se autorretrata y sube la foto —etiquetada como #artificialselfie, por supuesto— a Instagram.

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Los museos empiezan a prohibir (ya era hora) los ‘palos’ de ‘selfies’

Cuadro:  "George Washington, 1796" (Gilbert Stuart) - Retoque: amandastosz

Cuadro: «George Washington, 1796» (Gilbert Stuart) – Retoque: amandastosz

La locura por los palos extensibles para hacerse selfies con smarthpones va a tener que quedarse fuera del museo. Una tras otra, las grandes pinacotecas del mundo están prohibiendo el uso dentro de sus instalaciones de los ubicuos sticks, el barato gadget que vuelve locos a quienes anteponen el dejar constancia de su presencia al disfrute de la experiencia de visitar un lugar dedicado al arte, es decir, a la trascendencia.

En una decisión que se extiende con frecuencia diaria, algunos de los más notables centros de arte de Nueva York banearon —disculpas por el sajonismo, pero los fanáticos se lo merecen— el selfie stick de sus instalaciones hace unas semanas. La cruzada contra los extensores protoortopédicos la iniciaron el MoMA y el Cooper Hewitt hace unas semanas. Luego se sumaron el Guggenheim y el Museo de Bellas Artes de Boston y ayer se apuntaron los 19 museos del complejo del Smithsonian en Washington, que ha prohibido los trípodes y los monopods.

El MET está a punto de secundar el veto, que acaban de ejecutar también el Museo de Derechos Humanos de Winnipeg (Canadá) y algunas galerías nacionales australianas. El primer museo europeo en subrayar una norma similar ha sido, también ayer, la prestigiosa Galería de los Ufizzi de Florencia (Italia), que se ha visto en la necesidad de recordar, dada la creciente fiebre por los selfies con palo, que las normas de comportamiento [PDF] limitan las fotos a aquellas que se puedan tomar a la distancia máxima de un brazo extendido.

Viñeta sobre los 'palos' de Cyanide and Happiness (explosm.net)

Viñeta sobre los ‘palos’ de Cyanide and Happiness (explosm.net)

¿Exageran los museos? Desde luego que no, en mi opinión. Es incómodo y molesto aguantar la creciente proliferación de personas menos interesadas en el arte que en cumplimentar una visita para añadir al currículo de turista, las masas de adolescentes con las hormonas revueltas y nulo interés por el romanticismo, niños que deberían haberse quedado en el parque con uno de sus dos sensibles pero insensatos progenitores, simpáticos y despistados ancianos preguntando dónde están las obras de «Boticello» —lo juro, he escuchado en persona el genial e insensato cruce de Botero y Boticelli—, guías que miden en decibelios su profesionalidad y adoctrinan a grito pelado a su rebaño con el mismo texto que podría leerse en silencioso respeto en el folleto gratuito de cada pinacoteca…

La llegada de las hordas armadas de palos para retratarse en gran angular con los colegas, todos compitiendo por el gesto más simiesco con cada obra maestra allá al fondo, a metros de distancia, es la gota que colma el vaso de la paciencia. No sólo deberían prohibir el palo: deberían someter a cada propietario a un examen de buenas maneras antes de permitirle la entrada.

Admito que los museos se pasan mucho con la exclusión tajante de cualquier tipo de fotografía —El Prado es un ejemplo de intolerancia en este sentido: las pegatinas con la cámara tachada tienen profusión de grosería y son de mayor tamaño que algunos cuadros de Hieronymus Bosch—. Esta política restrictiva sólo pretende que antes de irte pases por la tienda y pagues un póster a precio de droga dura o unos euros por una mala postal. Es como si te acusasen, sin juicio previo, de ser culpable de piratear los cuadros que te gustaría retratar, casi todos ellos, por cierto, con derechos de autor caducados aunque muy vigentes los de reproducción. Las ansias por hacer caja son más chocantes cuando El Prado y el Gobierno de España deberían preocuparse de los alarmantes números rojos de la institución que uno tiene la impresión de que no van a mejorar con la venta de unas cuantas postalillas.

Pero el MoMA, el Smithsonian, los Ufizzi… están en otra categoría. Son museos menos rancios que el madrileño y entienden que hacer fotos dentro de las instalaciones es beneficioso y redunda en la buena imagen pública de las entidades. Prohiben el palo de selfies, precisamente, para tranquilizar el ambiente interior y lograr en lo posible que la visita sea lo que debe ser: un encuentro cuanto más privado mejor entre el visitante y los artistas. Aducen también, como todo hijo de la paranoia social ascendente, que los sticks pueden ser potencialmente peligrosos para las obras expuestas. No me imagino a un coreano con acné atacando un Picasso con un monopod de aleación ligera, pero, vale, todo es posible.

Barack Obama y su 'palo' (Captura del vídeo de BuzzFeed)

Barack Obama y su ‘palo’ (Captura del vídeo de BuzzFeed)

La fiebre del selfie stick, que en Asia adquiere visos de pandemia, no puede entrar en los museos, como anota con su perspicacia habitual Jonathan Jones en The Guardian, porque estos espacios sagrados deben seguir siendo lugares de «calma y contemplación» que no deben ser contaminados por el ruido social-hedonista en el que nos hemos acostumbrado a vivir.

«Quizá [Jackson] Pollock escuchase jazz mientras pintaba, pero nunca se le hubiese ocurrido tocar jazz en el museo (…) Necesitamos paz y no distracciones para entrar en nosotros mismos», anota el crítico de arte, para quien los museos son escenarios para «pensar y soñar», para «aprender y mirar» y no para el carnaval.

Desde la incomodidad que me asalta cada vez que entro en un museo —y que me coloca en la peligrosa tesitura de la misantropía—, secundo la opinión. Para hacer el bobo ya están las gradas de los estadios y los mítines políticos.

Jose Ángel González

[Post scríptum: he insertado en la entrada una viñeta del preclaro colectivo Cyanide and Happiness que resume mi estado de ánimo con respecto al gadget de moda].

Sofía Santaclara, hechicera del astigmatismo

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

El paisaje puede ser la piel y el horizonte, el suelo. El desenfoque, como lógica consecuencia, es no sólo el espacio entero sino también el estado emocional interior, porque cuando te ves a ti mismo ves también el fantasma que te acompaña en el paseo.

Sofía Santaclara (Oviedo, 1970) sufre de astigmatismo (del griego sin punto). Por culpa de unas córneas de curvatura alterada, sus ojos enfocan por capricho aleatorio y miran con cierto grado de locura.  «Mis ojos de astígmata y sus córneas deformadas me regalan refracciones e ilusiones ópticas  ambiguas y distorsionadas», dice en la declaración de intenciones de su serie Astígmata, que expone en la galería Espaciofoto de Madrid (calle Viriato, 53) hasta el 31 de octubre.

La fotógrafa afirma que desea regir el mundo a partir del defecto, hacer del estigma un aliado y «buscar la pérdida del contorno para hallar así la forma».

En algunas circunstancias, cuando buscas la esencia que cualquier perfil dibuja encuentras que el perfil es siempre el de tu propio cuerpo.

 

«He vivido y trabajado en Asturias, desde siempre relacionada y enamorada de la danza y el teatro. Media vida la he dedicado a mi casa, a cuidar de los míos. Hace unos siete años, de forma casual, me encontré con la fotografía. Nos entendimos rápido, y me tiene arrebatada desde entonces», explica Santaclara, que hace suya la máxima con la que Frida Khalo quiso resumir el dulce egoísmo de autorrepresentarse: «Pinto autorretratos porque estoy sola muy a menudo, y porque soy la persona que mejor conozco».

De la danza de encuentro de Santaclara con la cámara, según dice Eduardo Momeñe en un texto que acompaña a la exposición, germinan fotos que «parecerían autorretratos al uso, pero no lo son», porque «no hay finalidad de retratar, de hacer retratos, de mostrar el alma del retratado«, sino de «expresar el alma del juego».

El escritor D.H.Lawrence, gran amante de la fotografía y de los rituales físicos de entrega, establecía una frontera entre los pueblos primitivos y los modernos. Aquellos, afirmaba, tenían una visión de sí mismos «nublada por la semiobscuridad del mundo». Nosotros, en cambio, hemos «aprendido a ver» y «cada uno tiene una imagen Kodak integral de sí mismo».

Pero, ¿qué sucede si la curvatura de las córneas enturbia la vista y moldea la visión como plastilina?, ¿cuál es entonces la imagen Kodak?  «Lo ilógico está permitido, ángeles y demonios son hermanos, lo ordinario y lo cotidiano se convierten en situaciones poéticas y excepcionales», señala Santaclara, que desea «trabajar con lo invisible», jugar a «ser hechicera» de sí misma. Ella es el trámite del vudú y, al tiempo, la zombie que nace de la ceremonia.

Ánxel Grove

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

40 años haciendo un autorretrato de cumpleaños en ‘topless’ y con el mismo modelo de bragas

Izquierda, 1974, 29 años - Derecha, 2013, 69 años © Lucy Hilmer

Izquierda, 1974, 29 años – Derecha, 2014, 69 años © Lucy Hilmer

La misma mujer, la misma ropa interior —unas bragas lollipop de algodón blanco—, la misma piel, la misma pose, el mismo topless… Durante cuarenta años.

Lucy Hilmer ha tomado la misma foto el mismo día del año, el 22 de abril, su cumpleaños, desde 1974.

La serie de autorretratos, titulada con sorna y buen humor Birthday Suits (Trajes de cumpleaños), es un canto de amor al tiempo y a la vida, una cronología gozosa de una mujer que, como puede advertirse al contraponer las poses de la primera y la última fotos, ya no tiene miedo ni necesita colocarse a cinco metros de la cámara. Lucy Hilmer ha empleado radicalmente el derecho a exponerse.

El proyecto de Hilmer, que ahora va camino de ser un libro y quizá una película, ha ganado uno de los premios de talentos fotográficos emergentes de 2014 del prestigioso blog Lens Culture.

La mujer, una de esas aficionadas a hacer fotos que sólo admiten con cierto rubor que, «está bien, si quieres puedes decir que soy fotógrafa, pero es una palabra demasiado grande«, sólo se atrevió hace poco a sacar del encierro familiar y mostrar en público la serie de imágenes de su cita anual consigo misma.

Empezó casi en broma, en el Valle de la Muerte al que decidió viajar en 1974, cuando cumplía 29, como homenaje privado a la película de Antonioni Zabriskie PointHilmer es una hippie y no se avergüenza—. Tomó varios autorretratos, con varios atuendos y en distintas poses. «Sólo me vi a mí misma con zapatos, calcetines y las bragas Lollipop. Las demás no se parecían a mí», explica para justificar la elección de la foto que seguiría haciendo, cada 22 de abril, durante las siguientes cuatro décadas.

El resultado de la crónica de trajes de cumpleaños es «una historia codificada del viaje de una mujer a través del tiempo», añade Hilmer, a quien movió cierto espíritu de rebeldía: «Quería ir contra los estereotipos de una cultura que me marcaba como a una chica bonita, lo suficientemente delgada para ser una modelo de moda y no mucho más».

Luego, con el paso de los años tuvo la intuición de que aquel rito era una alianza que la acompañaría de por vida: «Armada con mi cámara y el trípode, encontré una manera de definirme en mis propios términos y en la forma más abierta y vulnerable que pude. Mi proyecto es a largo plazo y continuará el tiempo que viva».

Visto en conjunto, el suave viaje de autorrepresentación en topless y bragas de esta fotógrafa con la mirada iluminada, compone una narrativa superpuesta a la fotográfica. Es simple —el matrimonio, los hijos, los nietos, el inevitable avance de las arrugas…— pero de hondo consuelo: Hilmer ha sembrado el camino de señales para regresar sin drama a la casa común de la tierra que a todos nos aguarda.

Ánxel Grove

¿Quién es el hombre que aparece en estos 445 fotomatones?

Nueve de los 445 retratos - Collection of Donald Lokuta

Nueve de los 445 retratos – Collection of Donald Lokuta

¿Sabe usted quién es este hombre? Sí tiene alguna idea, por mínima o parcial que sea, hará un gran favor a los organizadores de Striking Resemblance: The Changing Art of Portraiture (Parecido sorprendente: el cambiante arte del retrato), que muestra 445 retratos realizados en fotomatón por el desconocido modelo. La colección, comprada hace un par de años a un anticuario de Nueva York, se exhibe como parte de la citada exposición sobre la historia de los retratos, hasta el 13 de julio en el Zimmerli Art Museum de la Universidad Rutgers de New Brunswick (Nueva Jersey, EE UU).

Los organizadores desean conocer la identidad del modelo y las circunstancias que le llevaron a hacerse autorretatos durante tres décadas, desde los años cuarenta hasta la década de los sesenta, utilizando máquinas callejeras automáticas. El dueño de la colección, el historiador y fotógrafo Donald Lokuta, pide a cualquiera que pueda ayudar a identificar al risueño modelo —el gesto apenas cambia y la mirada aparece iluminada y feliz desde la juventud a la vejez— que aporte los datos para dar respuesta al gran interrogante: ¿quién es el hombre de los 445 fotomatones?.

Collection of Donald Lokuta

Collection of Donald Lokuta

Con marcos metálicos, de cartón o plásticos, las fotos son un recorrido subyugante por la historia de las máquinas callejeras de fotografía, la primera de las cuales fue patentada en 1926 por Anatol Josepho, un emigrante ruso establecido en Nueva York, que instaló en la calle Brodway un primer fotomatón (ocho fotos en ocho minutos por 25 céntimos) y, dado el éxito, vendió el invento a un grupo de inversores por un millón de dólares.

«Es el mismo tipo y ves como envejece poco a poco, pierde el pelo, lleva ropa de invierno o de verano… Mira a la cámara como mirándose a un espejo cada mañana. La repetición hace que la colección sea única. Cuando ves las imágenes en conjunto te quedas sin aliento», dice Lokuta en unas declaraciones a la web de la Universidad de Rutgers.

El coleccionista ha sugerido que podemos estar frente a un caso similar al presentado en la película Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001), donde un mecánico de fotomatones hacía los selfies para probar los ajustes de la máquina. La teoría tiene un pero: de ser así y tratarse de una obligación profesional, ¿por qué el hombre misterioso guardaba los retratos?.

Ánxel Grove

Collection of Donald Lokuta

Collection of Donald Lokuta

‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

Robert Cornelius, el hombre que hace 175 años hizo el primer ‘selfie’

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

Hay cierta altanería en la pose imperturbable del bien parecido treintañero del daguerrotipo: la mirada esquiva levemente la dirección del objetivo, los brazos están cruzados sobre el pecho y la melena desatinada anuncia rebeldía, determinación y acaso un cierto cansancio por las fallidas tentativas previas. La sugerencia que emana de la imagen es la de un espejo frío.

Robert Cornelius, el modelo y autor del autorretrato, tiene 30 años. No es consciente, ni le importa, de que está fijando en la superficie de plata que actúa como receptora de la imagen el primer selfie del que se tiene conocimiento. Ocurrió, estimados e-hedonistas de la verdad digital, hace 175 años, entre octubre y noviembre de 1938 1838.

Fascinado por la química y la metalurgia, Cornelius heredó de la estirpe holandesa de la que procedía el don de la curiosidad y su necesaria compañera, la paciencia. Cuando se enteró de que unos meses antes el francés Louis Daguerre, tambien químico, había anunciado, tras una década de desarrollo, la invención del daguerrotipo, la primera técnica fotográfica, Cornelius se hizo con una caja oscura, fabricó dos o tres lentes, pulió placas de plata hasta convertirlas en espejos perfectos y se dispuso a jugar a la experimentación.

Anuncio de la empresa de los Cornelius

Anuncio de la empresa de los Cornelius

Aquella tarde mandaban los grises del casi naciente invierno en Filadelfia, donde los Cornelius vivían y regentaban Cornelius & Co. (más tarde Cornelius & Baker), una compañía dedicada a la fabricación de lámparas y candelabros. El joven fotógrafo decidió salir a la calle para aprovechar la iluminación natural. Se ha calculado que debió mantener la pose durante al menos cinco minutos ante la caja que le sirvió de cámara. Nada era rápido entonces y retratarse era una confesión que merecía cierto tiempo.

El autorretrato de Corneluis, que guarda con celo y orgullo la Biblioteca del Congreso de los EE UU, no es el primer daguerrotipo conocido —mérito que se lleva el del L’Atelier de l’artiste, un bodegón de Daguerre de 1837—, pero sí, la pieza fundacional de uno de los géneros más cultivados y fructíferos de la fotografía: el disparo contra uno mismo, la autoviolación, el autorretrato.

Asisto con cierta sensación que bascula entre la rabia y la vergüenza ajena a la difusión creciente de estrógenos de los selfies —lo siento, pero me niego a añadir la almohadilla que, por tácito ordeno y mando del orden vigente, debes colocar si deseas aumentar tu huella social—. No entiendo dónde está la gracia, qué se busca (¿aceptación?, ¿aprobación?, ¿automasturbación emocional?…) y cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano.

Robert Cornelius

Robert Cornelius

El progenitor del autorretrato hizo unas cincuenta fotos más de amigos y familiares —se conservan muy pocas— antes de cansarse y decidir ejercer en otros campos la imaginación que le sobraba.

En 1843 patentó una lámapara de queroseno y más tarde un método para encender los candelabros de gas con chispas eléctricas. La empresa familiar se convirtió en la más importante de los EE UU en el sector hasta que, en torno a 1860, empezaraon a comercializar quemadores mucho más baratos.

El autor del primer selfie de la historia se retiró cinco años más tarde. Podía permitirse el lujo de no trabajar merced a las ganancias acumuladas.

Cornelius murió en 1893, a los 84. Unos años antes había permitido que le hicieran un retrato, digamos, oficioso. Esta vez, a diferencia del autorretrato, los ojos sostienen la mirada de la cámara. Los crespones de la melena, aunque blanqueados por los años, siguen lanzados hacia lo lejos.

Se me debe conceder el derecho a pensar que la ironía de la media sonrisa de Cornelius en esta última foto también apunta al futuro, hacia la ridiculez global que han alcanzado los selfies fotográficos que, sin tener conciencia de ellos, inventó hace 175 años.

Ánxel Grove