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El Harry Ransom Center, un archivo para morirse dentro

Sede del Harry Ransom Center - Foto: Harry Ransom Center

Sede del Harry Ransom Center – Foto: Harry Ransom Center

Nunca te preguntan dónde quieres morir. No lo hacen por razones grotescas —piensan quizá que nombrar la muerte es acortar en un paso la distancia de un encuentro inevitable—, formales —al igual que no se debe hablar del dinero que ganas por ser esclavo, tampoco debes hacerlo de los gusanos que te esperan— o de puro método neoliberal —¿para qué preguntar algo que a nadie beneficia?—.

Para que quede constancia, anoto el lugar en el que, de ser posible el aplazamiento con métodos, digamos, químicos, y siempre que alguien pague mi último viaje —no tengo en las alforjas ningún fondo para imprevistos—, deseo morir.

Esta es la dirección:

Harry Ransom Center
The University of Texas at Austin
300 West 21st Street
Austin, Texas 78712
Estados Unidos

Para quien no sepa andar por el mundo sin un guía electrónico, el lugar está aquí.

Para quien considere que esto es una broma, una cita del único Dios en el que todavía creo, Bob Dylan:

La muerte no llama a la puerta. Está ahí, presente en la mañana cuando te despiertas. ¿Te has cortado alguna vez las uñas o el pelo? Entonces ya tienes la experiencia de la muerte.

Nota necesaria: si me duele más allá del aullido, si no soy capaz de valerme, si araño la indignidad de ser una vergüenza biológica, me importa un bledo el Harry Ransom Center. En ese caso, opten por la eutanasia. Es el último favor que reclamo, lo juro.
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La muerte casi paralela de dos grandes retratistas: Phil Stern y Jane Bown

Izquierda, James Dean, 1955 © Phil Stern / Derecha, Samuel Beckett, 1976 © Jane Bow

Izquierda, James Dean, 1955 © Phil Stern / Derecha, Samuel Beckett, 1976 © Jane Bow

Distanciados por más de dos décadas, los dos retratos pueden funcionar como un sumario del siglo XX. A la izquierda, a los 24 años y poco antes de morir al estrellarse al volante de un Porsche 550, los ojos de pícaro de James Dean emergen de un jersey. A su lado, la mirada de bisturí de Samuel Beckett a los setenta años.

En paralelo las fotos admiten la lectura de un rosario de dicotomías: los EE UU y Europa; el bla bla del cine y el silencio del absurdo cotidiano; las opciones de vivir deprisa entre telones de raso o hacerlo en los «aires vivificantes» del fracaso; la forma múltiple de los héroes: un muchacho tan bello como torturado y un arrugado testigo de las preguntas decisivas: «¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?»

No me importan hoy los personajes sino los transmisores de sus retratos. Los fotógrafos —el estadounidense Phil Stern y la inglesa Jane Bow— han muerto en los últimos días. El primero, que no superó un ataque cardíaco, en una residencia para veteranos de guerra de Los Ángeles, a los 95 años; la segunda, a cuatro meses de cumplir 90, en su casa de campo en Hampshire sin que hayan trascendido las causas del deceso, aunque estaba muy débil tras una caída reciente.

Izquierda, Phil Stern, Foto: Los Angeles Times / Derecha, Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Izquierda, Phil Stern, Foto: Los Angeles Times / Derecha, Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Eran transcontinentales y, por tanto, opuestos en maneras, manías y formas de vida. Stern, fotógrafo militar en la II Guerra Mundial y después retratista a sueldo de los grandes estudios de Hollywood tenía simpatía, labia e instinto suficientes como para traspasar la frontera estéril de las foto fijas de los rodajes para entrar en los salones, jardines y piscinas, en suma, la intimidad de todas las grandes estrellas de la edad dorada del cine.

Sus fotos eran, en ocasiones, un poco más reveladoras de lo que deseaban las productoras: el amigo de capos mafiosos Frank Sinatra encendiendo un cigarrillo a JFK en el baile de gala posterior a la toma de posesión presidencial de 1961 es una imagen que, sabiendo lo que sabemos sobre la implicación de los bajos fondos en el magnicidio de Dallas, tiene un desenfoque que no sólo sugiere el dinamismo de una festiva borrachera, sino que parece predecir un negro destino.

De Jane Bown escribí en este blog en mayo de 2014 una entrada titulada «Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario» donde me referí a la humildad, la timidez y el silencio de la retratista inglesa que trabajó toda su vida para The Observer:

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada “fotógrafa”, opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: “Se trata de callar, de permanecer en silencio”.

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

En aquella entrada citaba también el pasmo de saber, por el entonces recién estrenado documental Looking for Light (Buscando la luz), que la fotógrafa era dueña de una doble vida:

Llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Es imposible rechazar la tristeza al hablar de la muerte de este par de fotógrafos inmensos pero sus descesos casi paralelos llevan a pensar que quizá no hubo casualidad dado el oficio que Stern y Bown compartían: hacernos llegar las estampas votivas de nuestros ídolos paganos.

José Ángel González

Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario

Jane Bown - Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada «fotógrafa», opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: «Se trata de callar, de permanecer en silencio».

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

Nacida en la clase baja de Dorset, dejada por los padres en manos de unos familiares de la madre soltera que podían alimentar a la cría, aficionada a la fotografía desde la preadolescencia, sólo pudo comprar una cámara decente con el préstamo que le hizo una de sus tías. No necesitó adiestramiento: por instinto y sensibilidad sabe que cada retrato ha de ser esencial, restando antes que sumando, esperando la chispa de la comunicación y la desnudez integral del alma del modelo.

Ante la lente de Bown han estado todos los notables. En este caso la frase no es un formulismo: la Reina Isabel —su alteza le encargó por decisión personal la foto oficial de su 80º cumpleaños—, Orson Welles, Samuel Beckett (el tipo esquivo hasta la paranoia de quien logró el milagro de captar la mirada más aguda del siglo XX), P. J. Harvey, John Lennon, Truman Capote, Björk, Henri Cartier-Bresson, Nelson Mandela, Margaret Thatcher… Es inútil proseguir con el listado. Este párrafo se iniciaba acudiendo a la palabra todos. Ese todos abraza lo infinito.

Acaban de estrenar un documental sobre la vida y la obra inmensa de Bown —una de las fotógrafas más olvidadas cuando se redactan listas, rankings y otras bastardías clasificatorias que necesitamos para no sé qué—. El título podría adivinarse sin esfuerzo, Looking for Light (Buscando la luz). El metraje incluye recuerdos de una difícil infancia, la extraordinaria relación simbiótica con The Observer y muchos testimonios de agradecimiento de los retratados (la siempre fotogénica Björk asegura que nunca la habían fotografiado bien hasta que conoció a Bown).

La más sopresiva, pero no chocante revelación del documental, codirigido por Luke Dodd y Michael Whyte, es saber, por primera vez, que Bown llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Quienes la han visto trabajar —todavía lo hace, aunque cada vez le cuesta más sobrellevar la carga de los casi 90 años— dicen que se mueve sin estruendo y con rapidez pasmosa. Su sesión ideal de retratos dura diez minutos porque entiende que le bastan para conectarse con el retratado, sea John Lennon o la Reina de Inglaterra. Mientras aprieta el disparador de la Olympus OM-1 no pronuncia una palabra, no da indicación alguna. «Los fotógrafos», dice una de las mejores retratistas de los últimos 65 años, «nunca deben ser vistos ni escuchados».

Ánxel Grove

Veinte razones para seguir aullando

Emile Cioran (1911- 1995) Foto: Editions del'Herneok

Emile Cioran (1911- 1995) Foto: Editions del'Herneok

1. Emile Cioran, el «filósofo aullador», como el mismo gustaba de llamarse, nació hace un siglo, el 8 de abril de 1911, en un pueblo de la rumana Transilvania, Rasinari. La zona pertenecía entonces al Imperio Austrohúngaro. Su padre era sacerdote ortodoxo.

2. De niño a Cioran le gustaban las manzanas, los libros de Diderot y Tagore, las caminatas y las visitas al cementerio en busca de calaveras para jugar con ellas al fútbol.

3. Desde que dejó Rumanía, en 1937, nunca regresó. Confesaba que sólo estaría dispuesto a hacerlo para volver a Rasinari. En la aldea hay una Pensión Cioran donde aseguran que contarán al visitante anécdotas de la niñez del escritor. Es dudoso que sea cierto.

4. Sufrió de insomnio desde la adolescencia, una etapa que pasó “entre bibliotecas y burdeles”.

5. A los 23 años, en su primer libro, En las cimas de la desesperación, escribió: “Soy uno de esos que, por millones, se arrastran sobre la superficie de la tierra. Uno más solamente. Esa banalidad justifica cualquier conclusión, cualquier conducta: libertinaje, castidad, suicidio, trabajo, crimen, pereza, rebeldía. Cada cual tiene razón en hacer lo que hace”.

5. En 1935, cuando ya se había manifestado como un nihilista convencido de la futilidad de la vida y de que «cada ser es un himno destruido», su madre le dijo: “Si supiese que ibas a sufrir tanto, habría abortado”.

6. En 1937 flirteó con el ideario fascista de la Guardia de Hierro. Fue un acercamiento sólo teórico del que se arrepintió toda su vida («era un pretencioso y un estúpido»). Le han crucificado por aquellos pecados de pensamiento.

7. Ese mismo año se fue a Francia con una beca. En París, como era de prever, no pisó la Sorbona. Empleó el dinero de la beca en recorrer el país en bicicleta. En cada ciudad universitaria pedía que le invitasen en el comedor de las facultades de Filosofía. No dormía ni un minuto. Caminaba o pedaleaba durante a la luz de la luna.

8. Una noche, ante un matadero, comprobó como las vacas se negaban a avanzar hacia la cuchillada final y se sintió como una de ellas:  “Esta escena es la misma que cuando, rechazado por el sueño, no tengo fuerzas para afrontar el suplicio cotidiano del tiempo”.

9. Un amanecer, al borde del mar, le torturó el griterío de una bandada de gaviotas. Las espantó a pedradas. “No necesitaba a nadie, pero esos chillidos estridentes y sobrenaturales me hicieron entender que sólo lo siniestro podía apaciguarme”.

10. Escribía sin pausa, siempre en francés. El insomnio eran un buen aliado. Los libros fueron muchos y demoledores: El ocaso del pensamiento (1940), Breviario de podredumbre (1949), Silogismos de la amargura (1952), La tentación de existir (1956), El aciago demiurgo (1969)…

11. Durante un tiempo meditó con seriedad hacerse español. «Uno tras otro, he adorado y execrado a muchos pueblos: nunca se me pasó por la cabeza renegar del español que hubiera querido ser», escribió.

12. Escuchaba flamenco y tangos («quien ame el tango es mi cómplice»), se veía con Samuel Beckett para ir de putas. Algunos intelectuales le admiraban (Susan Sontag, Saint-John Perse), otros, la mayoría, le consideraban un “filósofo de taberna”. A él le importaban poco unas u otras consideraciones.

13. En 1941, en un comedor universitario al que había entrado para mendigar un plato de sopa, conoció a Simone Boué, profesora de Licéo. Se casaron y vivieron juntos cincuenta años, siempre en el mismo domicilio, un pequeño apartamento en el número 21 de la rue de l’Odeon, en el Distrito Latino.

14. Adoraba a Proust, Dostoievski y, sobre todo, a Borges.

15. Despreciaba a la humanidad entera («¡el hombre debe desaparecer!»), pero, sobre todo, a los incapaces de emocionarse con la música: «Si dios le debe todo a alguien es a Bach».

16. Nunca concedió entrevistas. «Cuanta más cultura tiene uno, más peligroso resulta el periodismo», escribió en una carta a un amigo en 1932

17 . Nos dejó aforismos a todos los vencidos. Uno: «Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?».  Otro: «No hago nada, es cierto. Pero veo pasar las horas, lo cual vale más que tratar de llenarlas». Un tercero: «Toda literatura empieza con himnos y acaba con ejercicios«.

18. El Alzheimer que padeció Cioran en los últimos años de su vida le impidió consumar el suicidio que había planeado.

19. Murió el 20 de junio de 1995. Simone Boué falleció ahogada en la playa francesa de Dieppe dos años después. Ambos están enterrados en la misma tumba en Montparnasse.

20. Hace un par de días el empresario rumano George Brailoiu compró por 405.000 euros  unos manuscritos de Emil Cioran subastados en París. «Los donaré al Estado rumano», dijo el comprador a la prensa. Brailoiu es propietario de la empresa KDF Energy, líder del mercado de certificados de emisiones de dióxido de carbono en Rumanía, con filiales en Bulgaria, Grecia y Lituania. Es lícito imaginar la sonrisa sardónica de una de las calaveras de Montparnasse.

Ánxel Grove