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¿Por qué lleva tatuada la barbilla esta chica mormona?

Daguerrotipo de Olive Oatman, 1857

Daguerrotipo de Olive Oatman, 1857

Es plausible adivinar que cuando Olive Oatman posó para el daguerrotipo que ha conservado su imagen hasta nuestro tiempo la joven no estaba demasiado cómoda en la inmovilidad que le exigió el olvidado fotógrafo que hizo la placa. Quizá la transferencia al material bruñido provocaba en la muchacha un mareo que no podía explicar con palabras, relacionado con la misma incredulidad que sentía cuando miraba su cara duplicada en el agua de los remansos, allá en la tribu.

Tenía 20 años cuando plasmaron en 1857 la claridad vacía de los ojos, el vestido de riguroso corte, el pelo ajustado y tenso como una alambrada y, acaso lo único importante para los anales ajenos a ella misma, el tatuaje que la identificaba como india.

En 1851 Olive vivió secuestrada durante doce meses por los indignos Yavapai, la gente del sol de las sedientas praderas de Arizona, que la golpeaban y enviaban a buscar agua o alimento sin compasión ni descanso. Luego fue intercambiada por dos monturas, algunos vegetales secos y unas mantas de yute y entregada a los sensibles Mojave, que le enseñaron durante cuatro años a gozar de la sombra esquiva y pasmosa del cuervo y la enfrentaron al dulce dolor de la aguja y el pigmento azulado para tatuar el adorno que convirtió la barbilla mormona en una invocación al dios de los ríos venerado por la tribu, que se hacía llamar Pipa a’ha macave, el pueblo que vive del agua.

En octubre de 1850, la familia Oatman, los padres y siete hijos, cinco chicos y dos niñas, se había envuelto en una disputa religiosa, tan estúpida como todas para nosotros pero nada baladí en la comunidad mormona de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, donde la interpretación de una miserable palabra de un no menos desestimable versículo del Libro podía ser el origen de un cisma.

Una caravana de casi un centenar de descontentos abandonó Salt Lake City, centro espiritual de la congregación mormona, y puso rumbo al Oeste. El cabeza de familia de los Oatman, Royce, encabezaba el convoy de los escindidos. Era un hombre de fe, conocía con detalle las revelaciones del Libro de Mormóncreía, como decían las tablillas escritas a mano, que Jesucristo había estado en América tras un segundo advenimiento, y tenía el arrojo suficiente y acaso también la suficiente presunción como para creer posible un cielo sobre la amargura de la tierra.

No podía saber, en cualquier caso, que la muerte le esperaba a él y a los suyos junto a los pozos de Maricopa Wells, donde algunas matas de diente de león y un par de colosales cactus saguaro constataban la humedad y el milagro del agua en aquella inmensidad.

Mientras  la caravana se sosegaba después de cuatro días de polvareda y pedregales de volcanes apagados muchos siglos antes, los yavapai se acercaron montando potros escuetos como sombras. Por señas y con el auxilio de dos o tres términos mal hablados pero suficientes, pidieron tabaco. Luego pidieron comida. Luego pidieron rifles. Luego los mataron a los Oatman a cuchillo y desollaron algunos cueros cabelludos como prueba de una cobarde hombría.

Daguerrotipo de Lorenzo Oatman, 1857

Daguerrotipo de Lorenzo Oatman, 1857

Perdonaron la vida a las dos hijas, Olive, de 14 años, y Mary Ann, de 7. Lorenzo, el hijo mayor, de 15, fue dado por muerto, pero el chico logró sobrevivir manteniendo la inalterable estampa de un cadáver. Era la sangre de sus padres y hermanos la que manchaba su cuerpo. Los gritos desgarrados de una muerte atroz pueden paralizar a un muchacho con efectividad.

Mientras la partida de salvajes conducía al lejano asentamiento de la tribu a las hermanas y las posesiones de la caravana que robaron por interés —caballos, víveres, un par de pieles de carnero— o arbitrariedad —las enaguas, un solo zapato de mujer, la cafetera ennegrecida—, Lorenzo despertó de la pesadilla y alcanzó a otros expedicionarios. Mientras ayudaba a enterrar los seis cadáveres en una fosa común, juró ante todos los presentes que encontraría a sus hermanas.

Las Oatman fueron esclavizadas por los asesinos durante un año. Moraban en un paraje de las tierras del norte de Arizona. Poco se ha podido cotejar de esta primera etapa excepto el maltrato que sufieron las cautivas y el desenlace: la llegada de una visita de indios mohave que, encaprichados con Olive y Mary Ann y a cambio del trueque ya citado, las llevaron a vivir a uno de sus asentamientos. Porque creían necesario mantenerse en la cercanía de las corrientes de agua, vivían en la confluencia de dos ríos, el Gila y el Colorado, cerca de lo que más tarde sería el pueblo californiano de Needles.

Ahijadas por uno de los líderes de la tribu, Espanesay, y su mujer, Aespaneo, que quisieron reparar el dolor y los agravios que habían sufrido las chicas y también dar hermanas a la única hija de la pareja, Topeka, de la edad de Olive, las Oatman aprendieron a escudriñar el cielo con los ojos cerrados, a conocer el olor de las tormentas futuras, a curtir pieles, a predecir la ventura dejando rodar sobre la tierra los huesos sagrados y a hablar el rico idioma mohave, que no había sido mancillado por la expresión escrita y se limitaba a la comunicación oral y cantada. Las chicas fueron tatuadas con herméticos símbolos en las barbillas: aseguraban un buen viaje en los mundos paralelos de los espíritus si llega la muerte.

Muerte de Mary Ann según un grabado de la época

Muerte de Mary Ann según un grabado del libro «Life Among the Indians», 1857

Cuatro años son tiempo suficiente para el olvido y la esperanza. Las hermanas Oatman no ponían en duda que eran parte de aquel pueblo de felicidad silenciosa. Cuando los mohave recibían la visita de exploradores blancos, las chicas se apartaban de la vista porque no deseaban ser raptadas de nuevo. Los recuerdos, incluso los más sombríos —la muerte de la familia en el bárbaro ataque indiscrimando, los cuerpos inermes del padre y la madre— comenzaban a ser parte de una memoria única que abarcaba el pasado y el presente y compensaba la desventura de uno con la nobleza del otro. Aunque los sacerdotes futuros de la ciencia psicológica mencionarían el síndrome de Estocolmo, para ellas no existía la idea de ausencia.

En 1855 una sequía sin piedad dejó a la tribu sometida a una hambruna letal. Mary Ann, que tenía 11 años, murió de desnutrición en brazos de Olive. La enterraron, como a otros niños que se fueron con ella, en una gran vasija de barro, material doblemente bienaventurado porque abrevia la unión de las dos grandes potencias, el agua y la arcilla.

El regreso de Olive a la sociedad en la que había nacido se consumó como una tragedia. Algún visitante, extrañado por la blancura de la piel de la chica —las mujeres Mohave vestían una falda enramada y llevaban el torso al descubierto—, dió el soplo en un fuerte del Ejército y las autoridades enviaron una delegación para parlamentar con los Mohave. Las negociaciones fueron largas y dramáticas: Olive no quería abandonar a los suyos, pero uno de los presentes sugirió que la retención de una blanca podría justificar represalias armadas contra los indios.

Finalmente fue llevada a Fort Yuma en un viaje de 20 días a caballo. La acompañó su hermana india, Topeka. Alguien del fuerte decidió que Olive no podía entrar en el acuartelamiento con los pechos descubiertos y fue al encuentro de la expedición con un traje «apropiado» para vestir a la india que volvía a ser civilizada.

 Olive Oatman - Foto: National Portrait Gallery, Smithsonian

Olive Oatman – Foto: National Portrait Gallery, Smithsonian

El resto de la historia no es deplorable pero tampoco edificante. Junto con Lorenzo, que había cumplido su palabra de buscar a las hermanas y corrió al encuentro de la retornada, recorrieron salones y centros comunitarios contando la experiencia. Iba con ellos y pagaba los gastos el religioso extremista Royal B. Stratton, que odiaba a los nativos y había escritó un libro, Vida entre los indios, al que hacemos un favor si aplicamos el adjetivo de voluntarioso y que se vendía con profusión entre los asistentes a las charlas.

Una blanca secuestrada por salvajes era un reclamo persuasivo en aquellos tiempos de conquista y expulsión o matanza de pueblos aborígenes para garantizar la expansión de los blancos y sus apetitos. La figura de la chica con la barbilla tatuada se quedó prendada en todas las retinas. En las conferencias Olive se limitaba a repetir los hechos que enumeraba el libro. Contaba poco, apenas parpadeaba y parecía dormida en la vigilia. Eludía, con la ayuda del fanático religioso, los asuntos delicados: la libertad sexual, la inocente desnudez, el amor…

En 1865 se casó con un ganadero. Adoptaron una niña y se establecieron en la interminable Texas. Olive murió en 1903, a los 65 años, de un ataque al corazón.

"The Blue Tattoo" - Margot Mifflin (Bison Books, 2009)

«The Blue Tattoo» – Margot Mifflin (Bison Books, 2009)

El libro The Blue Tattoo (El tatuaje azul), escrito por la periodista Margot Mifflin y editado en 2009 [no hay traducción al español, aquí se puede leer un extracto en inglés], indagó por primera vez en la verdadera historia de la muchacha Oatman de mirada vacía.

La autora consultó correspondencias y registros oficiales, se entrevistó con descendientes y trazó, más de un siglo y medio después de la liberación de Olive —en cuyo honor fue fundada la ciudad minera de Oatman (Arizona)—, la crónica más completa sobre el personaje, la única verosimil.

Aunque la verdad es una presencia latente que cualquiera puede descifrar bajo la historia oficial, la obra la confirma. La mirada vacía de Olive Oatman estuvo enfocada, desde que fue devuelta a los blancos, en su familia Mohave. La chica había dejado pareja y dos hijos en la tribu. Su único anhelo era regresar a casa.

Jose Ángel González