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Robert McGinnis, de becario de Disney a ilustrador de 007

© Robert McGinnis

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Si alguien ha logrado sintetizar las cualidades de James Bondflema british, licencia para matar (física y sexualmente), joie de vivre, insensibilidad al peligro y elegantes maneras para el compartamiento mundano— quizá la persona que sigue en la lista al indomable número uno, el actor Sean Connery, sea un señor de 88 años de Cincinnati (Ohio, EE UU). Se llama Robert McGinnis y todavía no está retirado. Durante la edad de oro de 007 fue el dibujante que vendía al espía con licencia para matar al mundo entero en carteles y dibujos promocionales.

Hablamos de la era predigital y era necesario impulsar a los espectadores mediante la imagen fija. El héroe debía entrar en la mente del consumidor antes de que este pasase por taquilla para dejar que las retinas se rindiesen a la fascinación definitiva de la pantalla. McGinnis, un ilustrador que había empezado com0 becario en la factoria Disney, era el hombre que nos daba las razones por las cuales era necesario ver la nueva película de  Bond.

© Robert McGinnis

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Las ilustraciones de McGinnis para los largometrajes de 007 no se limitaban a la cartelería —hizo los pósters oficiales de casi todas las películas de la saga—, sino también a dibujos para promoción y publicidad o para productos de mercadotecnia asociados al personaje, un best seller de la cultura pop. El artista se manejaba con tanta comodidad ilustrando al personaje, las chicas Bond, los villanos y los escenarios exóticos, que el escritor Ian Fleming (1908-1964) , autor de las novelas sobre el espía británico, comentó más de una vez que debía retirarse y dejar al dibujante al frente de las nuevas aventuras: «Entiende a Bond mejor que yo y trabaja mucho más rápido».

McGuinnis había adquirido la virtud de la efectividad cuando era un crío recién salido de Secundaria que encontró hueco como aprendiz en la factoría Disney porque tenía dotes innatas para el dibujo y necesitaba ganar algo de dinero para pagarse los estudios universitarios de Bellas Artes. En Disney, como recordaría más tarde, sólo aprendió cómo rendir de a toda velocidad: «De dibujo no me enseñaron nada, pero lo sabían todo sobre cómo explotarte para que entregases el trabajo a tiempo».

Pero los trabajos para las películas de Bond, aquel «elegante camaleón» que «se movía como un gran felino en la jungla» —figuras literarias que se emplearon para hablar del espía—, le llegaron a McGinnis cuando ya había alcanzado el estatus de artista veloz, brillante y resultón. Como cartelista de cine había debutado con Desayuno con dismantes, en cuyo cartel perfiló a Audrey Hepburn como la Venus de Milo del siglo XX, y en Barbarella, en la que presentó a Jane Fonda como la primera heroína de ciencia ficción con la sexualidad, además de las pistolas de rayos, como arma de ataque.

Aún antes, durante el servicio militar en la II Guerra Mundial había tenido como compañero al también ilustrador Mitchel Hooks (1923-2013), que trabajaba como portadista de novelas en ediciones pulp. Fue este quien puso a McGinnis en el mercado editorial con una recomendación para Dell Publishing, una de las más activas empresas de los años cuarenta y cincuenta en el mercado del hard boiled, la ficción policiaca barata, lasciva y de consumo rápido.

El estilo le gustaba a McGinnis, que siempre destacó como un apasionado dibujante de la figura femenina. Se estima que firmó unas 1.200 portadas para novelas no siempre de bajo nivel —puso imagen de cubierta a obras de algunos buenos autores del género noir,  como Donald Westlake y Erle Stanley Gardner (el padre de Perry Mason)— y revistas de relatos detectivescos.

Fue en el mercado ajetreado del pulp, con bajas remuneraciones, deadlines inaplazables y trabajo abundante, donde el ilustrador fundó su estilo, basado en un dibujo de líneas claras y un prodigioso  sexto sentido para la combinación de colores —«me gusta crear sensación de color usando poco color», decía— y empezó a moldear a sus heroínas licenciosas, mujeres no siempre convenientes, casi nunca inocentes y de hermosura incuestionable.

Aunque inserto ahora unas cuantas imágenes de portadas de libros de esa época, en este set de Flickr los ávidos de más material pueden sentirse saciados.

Cuando explotó como cartelista de cine se empezó a hablar por primera vez de McGinnis como ilustrador. Él fue el primer sorprendido de que llegasen pedidos de Hollywood («estaban un poco mejor pagados que las portadas de libros, pero los veía como simples encargos, nunca pensé que llegaran más allá»), pero de pronto comprendió que la nueva condición de artista le permitía arriesgar en estilo y producción.

Al recibir la propuesta del póster de Arabesco, la película de 1966 con Gregory Peck y Sofia Loren, le enviaron una copia previa del montaje. Dijo que no le bastaba y exigió que para hacer el cartel con propiedad debía tener en sus manos el vestido atigrado y de longitud mínima que luce la actriz italiana en una de las secuencias clave del film. Los estudios cedieron y mandaron la prenda al dibujante, que vistió a una modelo para pintar el original, una obra maestra de tensión y un cebo convincente para ver la película. «Me encanta Sofia Loren, era la más bella mujer de su tiempo. Me sabía de memoria sus rasgos y las medidas de su cuerpo, sólo tuve que cerrar los ojos y dibujar«, dice McGinnis, que está especialmente orgulloso de este trabajo.

© Robert McGinnis

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Ahora se publica el libro The Art of Robert E McGinnis (El arte de Robert E McGinnis) [Titan Books, 176 páginas y PVP de 24,99 libras esterlinas no disponible en euros por el momento]. El volumen es la reivindicación definitiva de un creador fundamental que ha puesto a disposición de los editores su archivo de originales, entre ellos los dibujos para aquellas novelas baratas de acción que desprovistos de tipografía dejan de ser una pieza de diseño gráfico y adquieren la consistencia de arte.

Capaz todavía de seguir pintando a los 88 años, McGinnis no suele aparecer entre los grandes de la ilustración y creadores de menor valía le preceden siempre en los cánones —por ejemplo Frazetta, Hannes Bok, Virgil Finlay o Michael Whelan—.

Este clásico —que en los años sesenta también pintó para revistas eróticas como Cavalier desnudos femeninos sin firmar (por temor a represalias de los pacatos productores de Hollywood)— quizá sea el último de los grandes dibujantes que no tiene la necesidad de sentarse ante una pantalla en ningún momento del proceso. «No sé trabajar con máquinas, nunca fui capaz y es muy tarde para aprender. Además, nunca seré capaz de pintar sobre ningún material distinto al papel. Es tan sensual como la piel humana«, dice.

Ánxel Grove