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Robert Cornelius, el hombre que hace 175 años hizo el primer ‘selfie’

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

El primer autorretrato fotográfico de la historia (Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C.)

Hay cierta altanería en la pose imperturbable del bien parecido treintañero del daguerrotipo: la mirada esquiva levemente la dirección del objetivo, los brazos están cruzados sobre el pecho y la melena desatinada anuncia rebeldía, determinación y acaso un cierto cansancio por las fallidas tentativas previas. La sugerencia que emana de la imagen es la de un espejo frío.

Robert Cornelius, el modelo y autor del autorretrato, tiene 30 años. No es consciente, ni le importa, de que está fijando en la superficie de plata que actúa como receptora de la imagen el primer selfie del que se tiene conocimiento. Ocurrió, estimados e-hedonistas de la verdad digital, hace 175 años, entre octubre y noviembre de 1938 1838.

Fascinado por la química y la metalurgia, Cornelius heredó de la estirpe holandesa de la que procedía el don de la curiosidad y su necesaria compañera, la paciencia. Cuando se enteró de que unos meses antes el francés Louis Daguerre, tambien químico, había anunciado, tras una década de desarrollo, la invención del daguerrotipo, la primera técnica fotográfica, Cornelius se hizo con una caja oscura, fabricó dos o tres lentes, pulió placas de plata hasta convertirlas en espejos perfectos y se dispuso a jugar a la experimentación.

Anuncio de la empresa de los Cornelius

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Aquella tarde mandaban los grises del casi naciente invierno en Filadelfia, donde los Cornelius vivían y regentaban Cornelius & Co. (más tarde Cornelius & Baker), una compañía dedicada a la fabricación de lámparas y candelabros. El joven fotógrafo decidió salir a la calle para aprovechar la iluminación natural. Se ha calculado que debió mantener la pose durante al menos cinco minutos ante la caja que le sirvió de cámara. Nada era rápido entonces y retratarse era una confesión que merecía cierto tiempo.

El autorretrato de Corneluis, que guarda con celo y orgullo la Biblioteca del Congreso de los EE UU, no es el primer daguerrotipo conocido —mérito que se lleva el del L’Atelier de l’artiste, un bodegón de Daguerre de 1837—, pero sí, la pieza fundacional de uno de los géneros más cultivados y fructíferos de la fotografía: el disparo contra uno mismo, la autoviolación, el autorretrato.

Asisto con cierta sensación que bascula entre la rabia y la vergüenza ajena a la difusión creciente de estrógenos de los selfies —lo siento, pero me niego a añadir la almohadilla que, por tácito ordeno y mando del orden vigente, debes colocar si deseas aumentar tu huella social—. No entiendo dónde está la gracia, qué se busca (¿aceptación?, ¿aprobación?, ¿automasturbación emocional?…) y cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano.

Robert Cornelius

Robert Cornelius

El progenitor del autorretrato hizo unas cincuenta fotos más de amigos y familiares —se conservan muy pocas— antes de cansarse y decidir ejercer en otros campos la imaginación que le sobraba.

En 1843 patentó una lámapara de queroseno y más tarde un método para encender los candelabros de gas con chispas eléctricas. La empresa familiar se convirtió en la más importante de los EE UU en el sector hasta que, en torno a 1860, empezaraon a comercializar quemadores mucho más baratos.

El autor del primer selfie de la historia se retiró cinco años más tarde. Podía permitirse el lujo de no trabajar merced a las ganancias acumuladas.

Cornelius murió en 1893, a los 84. Unos años antes había permitido que le hicieran un retrato, digamos, oficioso. Esta vez, a diferencia del autorretrato, los ojos sostienen la mirada de la cámara. Los crespones de la melena, aunque blanqueados por los años, siguen lanzados hacia lo lejos.

Se me debe conceder el derecho a pensar que la ironía de la media sonrisa de Cornelius en esta última foto también apunta al futuro, hacia la ridiculez global que han alcanzado los selfies fotográficos que, sin tener conciencia de ellos, inventó hace 175 años.

Ánxel Grove