Entradas etiquetadas como ‘periodismo’

La Verdad es una tía desnuda y está cabreada

Yo una vez me enrollé con la Verdad, fue un amor corto, es cierto, pero pasional, diría que sadomaso. La Verdad es una domina que suele ir armada con un látigo, y que sale de un pozo profundo, como sugería Demócrito, que la amó antes que yo.

“Si así es, nunca encontraremos la verdad, pues se halla en el fondo de un pozo”, dijo.

La verdad saliendo del pozo (La Vérité sortant du puits), de Jean Léon Gerome 1896. Wikimedia Commons

La verdad saliendo del pozo (La Vérité sortant du puits), de Jean Léon Gerome 1896. Wikimedia Commons

A veces, solo a veces, ella, muy digna, sale del foso para castigar a la humanidad, como en el cuadro que el academicista Jean-Léon Gerome pintó en 1896. La verdad se te aparece desnuda –nada tiene que esconder- y empieza a pegarte. Te quedas gélido, alucinado. Así el amor con ella si no respondes a sus llamadas o Whatsapps.

Supongo que lo hizo porque era periodista, y me dijo que eso le parecía sexy. “Vamos esclavo, ponte a escribir…” Se supone que los periodistas y políticos deberíamos estar entre sus primeros amantes, que somos mansos con ella. Es mentira, claro, en realidad muchas veces nos comportamos como unos patanes, tenemos alma de coyote: viene la jovencita dinero, o la casquivana envidia, o la exuberante avaricia, y empieza a acariciarte con sus labios de botox el ego, la neurosis o la autoestima -tenemos muchas zonas erógenas-, y entonces la Verdad te parece -así es el arte de este encantamiento- vieja, pasada, flácida, como una gracia caída en desgracia. La insultas: la llamas post, prefijo que significa «después de», o simplemente, «después» (y esto es peor que decirle vieja). La Verdad tiene otro canon de belleza que no se ajusta al actual; aunque no tengo claro si hubo un tiempo en que la pobre estuviera de moda.

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Archivo en línea de ‘Eros’, la revista que Robert Kennedy quiso prohibir en 1962

Portadas de los cuatro ejemplares de 'Eros'

Portadas de los cuatro ejemplares de ‘Eros’

Buen momento para disfrutar —verbo muy adecuado para el caso: hablamos de sexualidad y placer— de las capacidades de almacenaje de internet de material gráfico e impreso solo disponible, en caso contrario, para quienes tengan a mano una buena hemeroteca pública, circustancia nada frecuente a estas alturas de muerte del papel.

Si hace unos días hablamos del nuevo archivo online de la revista Performance, una deliciosa locura arty del underground británico, hoy toca dar cuenta de la digitalización de Eros, publicación trimestral estadounidense que intentó proponer la revolución sexual y defenderla nada menos que en 1962, cuando el placer era todavía un tabú excepto en las zonas en sombra del delito potencial o en las muy altas y siempre protegidas esferas del poder.

El editor de este ejemplo de elegancia, libertad de prensa y nula pacatería era Ralph Ginzburg (1929-2006) —del que también hablamos en el blog en la entrada La única revista hippie en la que el diseño importaba [sobre la digitalización de Avant Garde, que editó catorce ejemplares entre 1968 y 1971]—, un intelectual de los de antes, de cuerpo y alma, sin miedo a la represión, defensor de sus colaboradores, de amplísima cultura, mayor bondad, nulo retorcimiento y adalid verdadero y sin disfraz para quedar bien en la foto de la libre opinión, un derecho que no otorgan los poderes sino la vida misma.

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Digitalizan la colección completa de la revista de arte de vanguardia ‘Performance’

Las portadas de los nueve primeros números de Performance Magazine

Las portadas de los nueve primeros números de Performance Magazine

En un tiempo en que los milagros parecían culturalmente intencionados y milagrosamente posibles, ocurrían cosas como Performance Magazine, una revista sobre arte de vanguardia para minorías curiosas que se editó en Londres entre 1979 y 1992.

Cercana al punk en la confianza en que era posible hacerlo un mismo cualquier cosas y no resultaba necesario esperar una subvención de dinero público con intención de cultivar fidelidades o fondos privados para el blanqueo de conciencias y libros de cuentas, la publicación alcanzó los 66 números entre junio de 1979, cuando se vendía por 45 peniques y estaba impresa en blanco y negro, y la primavera de 1992, cuando el precio era de seis libras y la calidad de producción había mejorado.

Entre uno y otro ejemplar, Performance proporcionó una plataforma vital —es decir, independiente— para la toma de conciencia de nuevos enfoques para la creación y la experiencia del arte. Participó en la construcción de un espacio crítico y ajeno a las categorías convencionales, promovió el arte multidisciplina y subterráneo y desempeñó un papel importante en el desarrollo de la práctica creativa.

Ahora, en uno de esos proyectos que desde España siguen pareciendo de un planeta donde la cultura y la historia importan, la revista ha renacido gracias a la digitalización de toda la colección, a la que se puede acceder en PDF. Lee el resto de la entrada »

Tres días y cuatro noches en el trayecto en tren más largo de la India

© Ed Hanley

© Ed Hanley

El recorrido del expreso Dibrugarh-Kanyakumari Vivek es el viaje en tren más largo de la India: 4.273 kilómetros. Discurre en paralelo a la costa oriental del país, desde Dibrugarh, en el estado de Assam, en la esquina noreste, hasta Kanyakumari, en Tamil Nadu, el más sureño de los territorios administrativos del país-continente.

El convoy, arrastrado por una locomotora WAP-4 y compuesto por 21 vagones capaces de admitir a 1.800 pasajeros —entre tres y cuatro veces la capacidad de un reactor— tarda poco menos de 85 horas en culminar el recorrido. Parte de Dibrugarh a las 22.45 horas del sábado y llega a Kanyakumari a las 11 del miércoles siguiente, tres días y cuatro noches después de la partida.

En el trazado, que atraviesa siete estados, hay 57 paradas. El mapa es en sí mismo una tentación para cualquiera que ame los viajes en tren y sueñe con la vibración incesante de la India.

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El esperado regreso del novelista-pero-no Emmanuele Carrère

Emmanuel Carrère (Téléversé par Dmitry Rozhkov, Wikipedia)

Emmanuel Carrère (Téléversé par Dmitry Rozhkov, Wikipedia)

He tenido la fortuna de ver mi último año bendecido por  las lectura de las obras literarias de Emmanuel Carrère (París, 1957). Llegué tarde, como a tantas otras citas, al encuentro con el autor francés, pero el retraso me sirvió para eliminar las esperas editoriales y someterme a una sobredosis sin interrupciones, a una intoxicación letal por ininterrumpida, gozosa por deseada.

A estas alturas es un escritor indiscutible —acumula premios y sus libros son esperados con la convicción del best seller— e incluso ha tonteado con la farándula —fue miembro del jurado del Festival de Cannes dada su condición paralela de guionista de películas y documentales—, pero, atención, no estamos ante un garrulo tarantinesco que sigue mamando de las palabras gruesas para espantar a los burgueses como su compañero de generación y nacionalidad Michel Houellebecq. Si a este le interesa la descripción de las heces, a Carrère le importan los ruidos interiores de la digestión.

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Los obsequios de los deprimidos a la humanidad

Dos docenas de deprimidos

Dos docenas de deprimidos

Son 24 personas a las que cualquiera de nosotros invitaría a cenar. Hay desde mitos febriles (Hepburn, Ford, Thurman), hasta glorias nacionales (Goya, Miró); desde cineastas de los de verdad (Bergman, Kurosawa, Allen) hasta trovadores y músicos (Cohen, Stipe, Springsteen, Clapton); desde ganadores de una guerra mundial contra el nazismo (Churchill) hasta símbolos de la libre información (Asange); desde escritores de ciencia ficción (Asimov) o cuentos de cuna (Andersen) hasta cronistas sociales (Dickens, Twain, Chandler, Capote); desde poetas (Baudelaire) hasta predictores de la pesadilla contemporánea (Kafka); desde científicos (Newton) hasta compositores de alta escuela (Mahler)…

En realidad me importan poco los nombres, pero mucho el grado de admiración [La Wikipedia tiene una larga lista de notables deprimidos para los curiosos].

Estoy seguro de que tras la cena todos ustedes dejarían que esta gente les llevara conduciendo a casa.

Todos, los 24, han estado en los pasillos opacos de la depresión, esa enfermedad que tanto y con tanta crueldad se ha mencionado estos días a partir del desastre del avión de Germanwings, causado, se nos dice con insistencia, por un enfermo de depresión.

¿Quién lo dice? Al parecer, el diario Bild, fuente primaria de un alto porcentaje de los bits informativos de esta marea trágica y dolorosa con 150 familias deslabazadas.

¿Es digno de crédito un medio con tetas en primera plana con frecuencia diaria, uno de los más condenados por difamación del mundo, creador de la invención de titulares —no es exageración, se jactan de ello— como enfoque informativo canónico, comprador dadivoso de testimonios, dejado en entredicho por la falta de humanidad de sus jefes y redactores en un par de libros del valiente reportero infiltrado Günter Wallraff, acusado con razón de sexismo desde la campaña Stop #BILDsexism, now…?

Los enfermos de depresión —una de cada veinte personas, 350 millones en el mundo, casi dos millones en Españahan sido señalados por pasiva y en ocasiones por activa de una manera tan impasible en estos días que en ocasiones costaba creer lo que estabas leyendo. Si un desdén similar se aplicara a otros grupos —digamos las madres lactantes, los homosexuales, los árabes o, yendo al extremo de los lobbys de presión, los perros y demás mascotas proliferantes entre quienes no sienten la vida completa si no la comparten con un animal— habría manifestaciones convocadas.

Hubo, por suerte, quien se convirtió en excepción mediática y alertó sobre la estigmatización, la marca de Caín, que se extendía con generalizadora alegría a todo el colectivo de enfermos.

Captura de la web de The Guardian

Captura de la web de The Guardian

El diario The Guardian —algo así como el envés del Bild para quienes aún creemos que el periodismo debe ser redentor o no ser— mantuvo el sábado durante varias horas esta noticia como apertura de su home: «No estigmaticen la depresión tras el accidente de Germanwings, dice un notable médico».

El decano de los psiquiatras ingleses y presidente del Royal College of Psychiatrists , el venerable y muy respetado Simon Wessely, advertía a las líneas aéreas y los medios de comunicación que dejasen de fomentar con irresponsabilidad el pánico:

He tratado a algunos pilotos con depresión y cuando se recuperan siguen siendo monitoreados. Dos de los que que he tratado han regresado a sus carreras con éxito. ¿Por qué no habrían de hacerlo? ¿Cuál es el problema en decir que has tenido un historial de depresión? ¿No se te debe permitir hacer lo que quieras? (Lo contrario) está tan mal como decir que a las personas con un historial de brazos rotos no se les debe permitir hacer algo.

Captura de The New Statestman

Captura de The New Statestman

Un día antes The New Statesman había elevado la voz contra la histeria promovida por el cacareo mediático con una información cargada de razón y crítica soterrada a la insensibilidad que predominaba: «Noticia chocante: en contra de lo que dicen los titulares la gente con depresión tiene trabajos».

La información, que respondía a las desgraciadas primeras planas de los tabloides británicos («¿Por qué demonios le dejaron volar?», titulaba el Daily Mail), señalaba:

En todo el mundo, las personas con problemas de salud mental funcionan de forma fiable en trabajos importantes como médicos y enfermeras, en la policía, los bomberos, como políticos… La verdad es que la mayoría de nosotros dependemos de las personas con depresión a lo largo de toda nuestra vida diaria (…) ¿Por qué nos debe indignar este caso? ¿Les quita el sueño a quienes se indignan que las personas con depresión a veces conduzcan coches con pasajeros?

Captura de El Mundo

Captura de El Mundo

Mientras escribo y rebusco, un contacto social llama mi atención con la única pieza de la prensa española —que yo sepa— que se encarga de ahondar, mediante la encuesta a especialistas, en la génesis del problema del copiloto causante de la masacre. Lo publicó El Mundo el sábado y los expertos, como sus colegas ingleses, llaman la atención sobre la inclemencia de señalar a los deprimidos:

Para [Mercedes] Navío [psiquiatra del Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid y responsable del programa de prevención del suicidio de la Comunidad de Madrid] y [Adela] González [presidenta de la Asociación Española de Psicología de la Aviación], si a algo contribuyen sucesos como este es a «aumentar el estigma y la discriminación» de las personas con enfermedades mentales. «La gran mayoría de las personas con trastornos psiquiátricos no son violentas. Es más, muchas veces ellas son las víctimas de agresiones; pero estas noticias contribuyen a que la gente piense lo contrario», apunta Navío.

Dada la tesitura que han tomado los acontecimientos, y para colaborar con las campañas en las redes sociales contra la lapidación de seres humanos porque sufren una patología —usen, si desean sumarse a las voces contra la iniquidad, las etiquetas  y —, creo que es conveniente la enumeración de unos cuantos regalos a la humanidad de los deprimidos, los tristes.

Glenn Gould reinventando a Bach; Nick Drake formulando la geografía de los espacios australes de la mente; Elliott Smith resumiendo la melancolía del destierro cotidiano; Richard Manuel perfilando el grito colectivo de la necesaria liberación; Gram Parsons negociando la ausencia; Townes Van Zandt esperando la llegada del tren que carece de horario…

Todos ellos, como tantos otros (Poe, Horacio, Miguel Angel, Hölderlin, Dante, Byron, Beethoven, Da Vinci, Nerval, Rimbaud, Salinger, Van Gogh…), eran deprimidos. Quizá porque eran notables y célebres no merecieron la intensidad del rechazo social impasible y lacerante. Acaso lo sufrieron con menos saña.

No comparto la fascinación trivial por los genios locos pese a que resulta evidente que algunas enfermedades mentales, quizá porque te dejan en carne viva, aumentan la sensibilidad y nos humanizan —el psiquiatra y antropólogo Phillipe Brenot opinaba que «creación y enfermedad proceden de los mismos mecanismos»—. Creo que todos preferirían la normalidad aún a costa de renunciar al genio a cambio de evitar la crueldad del dolor.

Me atrevo a afirmar que unos y otros deprimidos, los notables y los anónimos, saben, como postulaba el dicho de los indios pawnee que el secreto de la buena salud y la larga vida está en «acercarnos cantando a todo lo que encontremos».

No voy a añadir nada más sobre el asunto, del que hablé desde un punto de vista mucho más personal en mi web. Sólo anotar que preferiría volar en una aeronave al mando de un capitán con depresión que en otra manejada, por ejemplo, por un expiloto militar.

Jose Ángel González

El turco Bulent Kilic, el fotógrafo que mejor narró 2014

© Bulent Kilic / AFP

© Bulent Kilic / AFP

Erkin Elvan tenía 15 años y murió en marzo de 2014, tras 269 días en estado de coma, porque le había reventado el cerebro el impacto de un bote de gas lacrimógeno disparado por la policía turca contra los manifestantes que pedían libertades cívicas en el país. El chico no era parte de la protesta: iba a comprar pan para su familia y pasaba por la zona de Estambul donde se producían eso que los siniestros amigos del poder llaman ahora disturbios cuando siempre se llamaron protestas reprimidas a fuego y sangre.

La foto es del día siguiente a la muerte del muchacho, cuando cientos de miles de personas salieron a la calle en 32 provincias turcas y la Policía respondió con la misma moneda: hubo centenares de heridos.

La mirada directa de la chica, como si la cámara fuese el único lugar importante del mundo, consciente de la necesidad de que los ojos hablen, evita contar los pormenores, las causas y los efectos. Todo está dicho en el aspecto doliente de esta madonna adolescente cuyas lágrimas se han mezclado con el agua lanzada a presión por los camiones policiales cuando el poder, con desprecio, escupe a la cara de las víctimas.

El hombre que hizo la foto tiene 35 años y es padre de un niño que acaba de aprender a andar. Se llama Bulent Kilic y nació en el este de Turquía, en Tunceli, un área de mayoría kurda con la memoria histórica todavía ensangrentada por la matanza de Dersim, a mediados de los años treinta, cuando el Ejército turco mató a miles de personas en una masacre sin otra justificación que la el afán genocida.

Hrabove, Ucrania, 2 de agosto. Una chica llora al abandonar su hogar en Donetsk tras un corte de luz, agua y abastacimiento ordenado por el gobierno © Bulent Kilic / AFP

Hrabove, Ucrania, 2 de agosto. Una chica llora al abandonar su hogar en Donetsk tras un corte de luz, agua y abastacimiento ordenado por el gobierno © Bulent Kilic / AFP

El padre de Kilic, maestro de profesión, se llevó a la familia a Estambul intentando encontrar un hábitat menos lastrado por el odio. No sospechaba que su hijo, que entonces tenía 5 años, sería elegido por el destino como testigo de la pervivencia del mal, la eternidad circular de las matanzas, el prolongado reguero de dolor y llanto, el eco infinito de las balas…

Cuando en estas fechas se dictan los nombres de los protagonistas del año que se nos acaba de ir de las manos, mencionar a Kilic es mencionar también a todos aquellos para quienes la expresión admirativa «¡feliz año!» no es más que formulismo, porque saben que la felicidad debe conquistarse y en la tarea habrá víctimas inocentes. Kilic ha sido el mejor narrador de 2014, el fotógrafo que ha contado con más bondadosa valentía la vida de los héroes, las miles de personas que van a comprar el pan a lo largo del mundo y les revientan la cabeza en el camino.

A Bulen Kilic, que después de mucho freelanceo pagado con tarifas medievales logró entrar en France Press, le han señalado como mejor reportero de 2014 The Guardian y TimeLa coincidencia no es casual sino resultado de la justicia y de la apuesta de ambos medios por la buena fotografía, que es lo que siempre ha sido: lo contrario a una estampita para ilustrar necedades.

Estambul (Turquía), 31 de mayo. Un policía amenaza a una pareja durante las manifestaciones en favor de mayores libertades ciudadanas © Bulent Kilic / AFP

Estambul (Turquía), 31 de mayo. Un policía amenaza a una pareja durante las manifestaciones en favor de mayores libertades ciudadanas © Bulent Kilic / AFP

Al repasar la obra durante el año que acaba de terminar de este hombre robusto, calvo y ataviado con ropa de mercadillo regresas a cada uno de los escenarios que retrató: la crisis de Ucrania, el accidente minero en Manisa (Turquía), los refugiados kurdos escapando desierto adelante de la invasión del Estado Islámico…

Pero en las fotos de Kilic, necesariamente apocalípticas —con ese material ha decidido traficar en una decisión libre que jamás llegaremos a entender del todo los miedosos—, siempre queda espacio para el hombre corriente, un lugar central que late como un corazón.

Es de buena educación desear que 2015 sea un año más feliz que 2014. Si como resulta más que probable vuelve a ser un rosario de amargura, ojalá Bulen Kilic siga ahí para lapidar las mentiras con el recuerdo de las víctimas, los doloridos, los desesperados…

José Ángel González

Cuando Roberto Bolaño ejerció el periodismo

"Entre paréntesis"

«Entre paréntesis»

Encajada en la obra narrativa deslumbrante de Roberto Bolaño, de cuya muerte se cumplen hoy diez años, Entre paréntesis es una obrita pordiosera y sucia . Ambas condiciones, mencionadas con el respeto que merece toda bastardía, cuadran con la vida desordenada pero comprometida del escritor más importante en español  —y cualquier otro idioma— de las últimas décadas.

«Para el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su patria«, escribe Bolaño en una de las cien piezas de esta antología, editada póstumamente, en 2004, poco antes de la explosión atómica de 2666, y preparada por Ignacio Echevarría, confidente y mano derecha literaria del chileno, apartado de escena poco después por los intereses mercenarios (y multimillonarios: Bolaño es una estrella planetaria) de la empresa hereditaria, regentada con mano de hierro por la viudísima Carolina López.

Entre paréntesis permite el milagro de entrever a Bolaño trabajando como amanuense, manchándose las manos, vehemente como siempre pero escribiendo con la fugacidad nerviosa del límite de caracteres y los deadlines para el periódico chileno Últimas Noticias y el Diari de Girona, donde publicó columnitas semanales desde 1999, vecinas en la maqueta de otra que trajinaba con bastante menos gracia José María Gironella, el autor que había sido admitido como crítico de confianza en tiempos del franquismo.

En las colaboraciones periodísticas escritas en Blanes, el pueblito que en primavera, decía Bolaño, se convertía en «Blanes Ville o en Blanes sur Mer»; ofrecía las «gambas más rojas de la Costa Brava»; permitía compartir el aroma «metafísico» de las cremas bronceadoras que «huelen a democracia, huelen a civilización»; donde viven el pastelero Joan Planells, que ha descubierto el secreto de la felicidad, la librera Pilar Pagespetit i Martori, que escucha los «acordes sombríos» de John Coltrane que ponen nervioso a Bolaño, y el vendedor de videojuegos Santi; el escenario bolañista de los paseos «junto con los viejos verdes» por el Paseo Marítimo, los encuentros con el tabernero Dimas Lunas, que gestiona los méjores cócteles mientras chapurrea en ruso, los gambianos que son Reyes Magos en Navidad y el rapsoda local casi nonagenario Joseo Ponsdomènech, con los bolsillos llenos de versos gratis…

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Y, por supuesto, enmadejada con la vida, la literatura, que para Bolaño era una cosa peluda que habita el alma, te muerde los riñones y te provoca una erección de 30 centímetros —la únicas, según sostenía, que son merecedoras de aparecer en una autobiografia—. Las columnas periodísticas —¡cuánto hemos perdido al condenar a muerte a los diarios de provincias!— están habitadas por el equipo titular: el encuentro con un cuervo ante la tumba de Borges; el «infierno cotidiano» de Javier Tomeo; el Ferdydurke luminoso pero «lleno de claroscuros» de  Gombrovicz; el feroz Hunter S. Thompson; el inevitable Nicanor Parra; los compadres (César Aira, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Rodrigo Fresán, Javier Cercas); Hannibal el Canibal soñando con una agente Sterling «más guapa que Jodie Foster»; el «abismo inmóvil» de William S. Burroughs; la relectura de Neruda «como quien revisa las cartas comerciales y sentimentales de su abuelo»; el venerado Philip K. Dick, «una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia»…

En el tomo hay otros placeres: el discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos de 1999 por Los detectives salvajes («muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso»); la crónica Fragmentos de un regreso al país natal, sobre el reencuentro con Chile en un viaje en 1998; la última entrevista, en la edición mexicana de Playboy; unos consejos para escribir cuentos («a Cela y a Umbral, ni en pintura»)…

Y, claro, el polémico texto Playa, cuyo taxativo inicio («dejé la heroína y volví a mi pueblo con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio»), ha conducido a la creencia, sobre todo en los EE UU, de que Bolaño y la aguja fueron amantes, mito que me importa escasamente, aunque sí me llega una afirmación generacional de una las columnas para el diario en la que toma partido frontalmente a favor de los dulces perdedores: «Los primeros amigos que tuve en Blanes eran casi todos drogadictos (…) Ahora están muertos, y casi nadie se acuerda de ellos, jóvenes ingenuos que creyeron ser peligrosos pero que sólo fueron un peligro para su propia salud».

Agoten a Bolaño. Lean, por dios, porque nunca lo olvidarán, al menos las dos novelas cruciales (Los detectives salvajes y 2666), los cuentos de Putas asesinas, el ensayo-ficción La literatuza nazi en América y no olviden Entre paréntesis. Encontrarán, sin afeitar y con el aliento iluminado por el procaz olor a callejón de los cigarrillos, a un escritor valiente hasta la temeridad para quien el oficio era una ruleta rusa con cuatro balas en un cargador de cinco: «Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro».

Ánxel Grove

Muere el editor de la primera revista que tomó en serio al rock

Paul Williams (1948-2013)

Paul Williams (1948-2013)

Ha muerto Paul Williams. Tenía 64 años y era periodista.

¿Importa que muera un periodista en una época en que cualquiera aspira a serlo mediante el cacareo social entre sus amistades virtuales?

Empezaré de nuevo: ha muerto Paul Williams, editor de la primera revista temática dedicada a la música rock desde una perspectiva seria, es decir, ajena a la idea de producción comercial y al sonido de cajas registradoras.

¿Importa que muera un editor independiente en un tiempo en que cualquiera se siente con derecho a serlo porque escribe entradas en una bitácora?

Si la audacia y el amor son todavía valores vivos, debería importarnos.

Cubiertas de Crawdaddy!

Cubiertas de Crawdaddy!

Williams era un estudiante universitario del liberal Swarthmore Collegue, cerca de Filadelfia. Tenía 17 años, había nacido en Boston y le gustaban la ciencia ficción y la música de su tiempo. Sentía que el rock se estaba convirtiendo en una forma expresiva compleja, artística y con suficiente cuerpo y público como para merecer más atención de los medios de comunicación y, sobre todo, una aproximación crítica rigurosa, similar a la que reciben otras expresiones artísticas y culturales.

Sin más ayuda que una ilusión infinita ni mayor pretensión que escribir sobre el motivo de su pasión editó, en febrero de 1966, el primer ejemplar de Crawdaddy! —bautizada en honor a la mítica sala de conciertos del mismo nombre de Surrey (Reino Unido) donde tocaban todos los grupos ingleses de los años sesenta y debutaron los Rolling Stones—. Williams escribió todo el ejemplar e imprimió las copias en el mimeógrafo de la universidad. El editorial señalaba:

Tienes en un tus manos la primera revista de crítica de rock and roll. Crawdaddy! no publicará pin-ups ni noticias de agencia: la esencia de esta revista serán los artículos inteligentes sobre música pop.

Paul Williams en los primeros años de Crawdaddy!

Paul Williams en los primeros años de Crawdaddy!

La revista, casi un año y medio más joven que la publicación de la mafia hippie de San Francisco Rolling Stone —que suele llevarse los honores de ser la primera—, consiguió el milagro de mantenerse y ser fiel a las intenciones editoriales. De protofanzine pasó a publicación como dios manda, con nómina de colaboradores pagados —entre ellos el escritor William Burroughs y el activista yippie Abbie Hoffman— y distribución basada en las subscripciones y envío por correo. Para consolidarla, Williams se dedicó a remitir ejemplares a todo cuanto músico estimaba y, para pasmo del sector periodístico serio, Bob Dylan concedió una entrevista exclusiva a Crawdaddy!. ¿Resultado? En tres años la circulación era de 250.000 ejemplares y ningún músico rechazaba una llamada.

No fue el único ejemplo de la visión de Williams: en 1972, mucho antes de que el resto del mundo se enterara, su revista publicó el primer reportaje amplio sobre un músico que empezaba, un tal Bruce Springsteen. El resto del sector de los media se enteró de la grandeza del Boss años más tarde.

Paul Williams escucha música en el hospital

Paul Williams escucha música en el hospital

Autor de más de una veintena de libros —entre ellos una muy bien documentada trilogía sobre Dylan, considerada una de las obras de referencia biográfica inexcusables sobre el artista [está editada en español]— y amigo personal y responsable del renacer público del autor de ciencia ficción Philip K. Dick, al que empujó a abandonar la reclusión y regresar a la escritura en 1975, Williams era admitido en todos los círculos porque amaba lo que hacía y carecía de los intereses ocultos de los periodistas mainstream. No era complaciente pero tampoco buscaba el escándalo y amaba al rock más allá de toda duda.

Pero el dinámico Wiliams tuvo mala suerte con la vida. A consecuencia de un accidente de bicicleta en 1995, sufrió una grave lesión cerebral que derivó en demencia. Sus últimos años fueron hospitalarios y de desconexión creciente con el mundo. Su segunda esposa, la cantautora anti-folk Cindy Lee Berryhill, le cuidó y reunió dinero para pagar a los médicos. Contó la experiencia en el blog Amado extraño, una crónica de amor, espanto y desolación, a partrir del cual sabemos que, pese a los ataques de agresividad, la descordinación vital y la existencia en el umbral de la locura, Williams se calmaba escuchando música.

En alguna ocasión alguien preguntó a este íntegro periodista cómo era capaz de seguir escribiendo con pasión sobre rock sin perder el empuje. «Pienso en la gente que me leerá en el futuro», contestó Williams.

Ánxel Grove

Tres cuentos: un ‘serial killer’, el inventor de Kelloggs y Mata Hari

"Diferencias entre los gigantes y los guerreros" (grabado escandinavo de 1555)

«Diferencias entre los gigantes y los guerreros» (grabado escandinavo de 1555)

El subtítulo de esta entrada debería ser: cuando el cuento es una historia y la historia es el cuento.

«Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible«, escribió Borges en uno de sus cuentos. Quizá la belleza de la frase oculte su falsedad: la historia es, casi siempre, una fantasía y no un «tinglado invulnerable», como apuntó Pío Baroja con su cantábrica certeza. La historia es una suma de falsedades interpretadas para construir un recuento, término que, no por casualidad, implica una suma o sucesión de cuentos.

Aunque el grito de la historia nace con cada humano y tal vez condiciona el calado o el rumbo de sus pasos, la historia que nos cuentan, que nos dejamos contar, que pervertimos y moldeamos con buenas o discutibles intenciones, es a menudo una cadena de ficciones.

Perry Smith y Dick Hickock, los verdaderos asesinos de "A sangre fría", retratados en 1960 en la cárcel por Richard Avedon

Perry Smith y Dick Hickock, los verdaderos asesinos de ‘A sangre fría’, retratados en 1960 en la cárcel por Richard Avedon

Kipling sostenía que «si la historia fuese contada en forma de cuentos, nadie la olvidaría». Creo ciegamente en esa idea , que veo confirmada en los Episodios Nacionales de Galdós, quizá el mejor reportero de  la historia de España, los libros del gran Balzac y las páginas de estremecedora realidad-no-del-todo-real de  A sangre fría (Truman Capote, 1966), Despachos de guerra (Michael Herr, 1977), La canción del verdugo (Norman Mailer, 1980) y otros libros del género que los departamentos universitarios, con su gusto por el gregarismo terminológico, llaman no ficción y yo prefiero considerar periodismo literario, así como también en muchas novelas de ficción pura a la que nadie puede discutir la condición de históricas —paradigma contemporáneo: Vida y destino, de Vasili Grossman, donde la mucha sangre derramada en Stalingrado ahoga al lector con más fuerza que las cifras estadísticas del horror: entre tres y cuatro millones de muertos—.

Soldados del ejército ruso en la batalla de Stalingrado, 1943

Soldados del ejército ruso en la batalla de Stalingrado, 1943

Pero el cuento puede ser perverso y la historia es a menudo trastornada con excusas ideológicas (propaganda), por motivos económicos (publicidad) o porque le da la gana al narrador o a la sucesión de narradores (adulteración, falsificación). Hace dos días dimos en este blog un ejemplo palmario: la gran mentira de Henry David Thoreau, que redactó como teoría filosófico-social sobre el ascetismo y la vida simple su experiencia en una serie de picnics burgueses y bien abastecidos en una cabaña al alcance de la casa de mamá.

Para comprobar la abundancia de malos cuentos históricos y la manipulación grosera que a menudo hemos terminado creyendo como verdadera o convirtiendo en historia oficial, tomemos a un serial killer, un fabricante de cereales y una espía. Ninguna de sus historias ha sido contada según los hechos, pero todas ellas son un atractivo cuento.

El 'castillo del crimen' de H.H. Holmes en una ilustración del Chicago Tribune de 1895

El ‘Castillo del crimen’ de H.H. Holmes en una ilustración del Chicago Tribune de 1895

1. La prensa inventó a finales del siglo XIX al primer serial killer de los EE UU, H.H. Holmes. En la fabulación del personaje —un tipo claramente perverso pero no del calibre que sugieren las hemerotecas— trabajaron dos pájaros de cuidado: los millonarios editores y enemigos  Joseph Pulitzer, que dejó en su testamento los fondos para un premio dedicado al periodismo de investigación que nunca ejerció en vida, y Randolph Hearst, inventor de la prensa amarilla e inspiración del déspota ególatra Ciudadano Kane del cine.

Para vender más diarios como objetivo único, los dos se la jugaron a la misma carta: intentar convencer a la opinión pública de que Holmes era «el mayor asesino de la era moderna» y «el más perverso de los criminales de la historia»  —los entrecomillados son titulares textuales de sendos periódicos de Pulitzer y  Hearst, respectivamente. Que las pruebas y las investigaciones policiales señalaran en otra dirección no provocó en los editores más que un deseo creciente de seguir redactando una trama sangrienta, loca, paradójica y excesiva. Una gozada literaria pulp entregada al público como si fuese real.

Fotos policiales de H.H. Holmes

Fotos policiales de H.H. Holmes

Holmes era un personaje perfecto: guapo, ojos azules, bien educado, con don de palabra y gentes. Sus apetitos también cuadraban (estafador de viudas, vividor, galante, frecuentador de burdeles…) y el escenario tampoco necesitaba retoques: Chicago durante la Feria Mundial de 1893, visitada por 26 millones de personas extasiadas ante la magia de la novedosa luz eléctrica y otras fantásticas promesas de la inventiva y el progreso humanos —la poderosa poética del recinto ferial sirvió de modelo para la Ciudad Esmeralda del reino mítico de Oz e inspiraría con una nueva idea, los parques temáticos, a un trabajador de la feria llamado Elias Disney, futuro padre de todos sabemos quién—.

La policía logró probar cuatro de los crímenes de Holmes, pero los diarios atribuyeron al Archiasesino, como le llamaban, hasta doscientos. Hearst, que tenía 32 años y una ambición sin freno para derrotar al imperio de Pulitzer, contrató detectives privados, aprobó pagos a cambio de testimonios falsos y montó teorías perfectamente documentadas como la del Castillo del crimen, una pensión realmente regentada por Holmes durante la Feria Mundial y en la que no se encontraron ni siquiera pruebas circunstanciales delictivas, aunque, según los libelos de Hearst, la casa era un laberinto malévolo, con trampas, pasillos escamoteados, lóbregas cámaras de tortura y artilugios capaces de hacer desaparecer cadáveres.

Holmes asesinando a un niño en una ilustración de un diario de la época

Holmes asesinando a un niño en una ilustración de un diario de la época

Cuando Holmes fue ahorcado, en mayo de 1896, el circo mediático había exprimido al personaje y sus múltiples sombras. Dos días antes de la ejecución, el New York Journal de Hearst publicó una «confesión detallada» firmada por el asesino a cambio de 7.500 dólares: incluía desde abortos a tráfico de cadáveres y, desde luego, crímenes sanguinarios de mujeres, niños y ancianas a lo largo de todo el territorio de los EE UU. El documento era falso y fue redactado por un plumilla a las órdenes del magnate.

La historia real sale perdiendo de calle y la novela sobre Holmes del fabricante de best sellers Erik Larson The Devil in the White City —que será protagonizada en la anunciada versión cinematográfica por Leonardo DiCaprio— se basa en el cuento fabricado por los editores sin vergüenza.

John Harvey Kellogg

John Harvey Kellogg

2. La «defecación sin represión» del señor Kellogg. El caso de John Harvey Kellogg (1852-1943) es el de un hombre perturbado y fundametalista que ha pervivido como patriarca de una marca, los cereales Kellogg, asociados a los valores positivos de la nutrición sana.

El fundador de la empresa, médico, vegetariano y devoto seguidor de los dogmas de fe adventista del Séptimo Día, tenía una opinión muy concreta sobre el origen de todos los trastornos físicos (el funcionamiento de los intestinos) y el método para curarlos: cagar bien y cuanto hiciese falta.

«Defecación sin represión», uno de sus lemas, no era el más radical. También predicaba el ayuno sexual («el sexo es la cloaca del cuerpo humano»), llevar una dieta vegetariana estricta («el consumidor de carne se ahoga en un mar de sangre»), abstinencia tabáquica («el hígado es el único obstáculo entre el fumador y la muerte») y evitar las novelas románticas, los colchones de plumas —no me pregunten por qué— y la masturbación («el asesino silencioso de la noche»).

Will Keith Kellog en un anuncio de sus cereales

Will Keith Kellogg en un anuncio de sus cereales

En una campaña de ansia evangelizadora sobre las virtudes de la defecación, el doctor Kellogg se dedicaba a administrar enemas con carácter universal en la clínica Battle Creek Sanitarium, que pagaban las arcas de la iglesia adventista.

Tenía el último grito en maquinarias para lavativas, entre ellos un ingenio alemán que podía inyectar 57 litros de agua en los intestinos de una persona en segundos. Tras el enema, el agotado paciente debía beber un cuarto de litro de yogur y recibir otro tanto por el recto en un segundo enema. Kellogg aseguraba que el tratamiento daba lugar a un intestino “relimpio” y en caso de fallo echaba la culpa a la «masturbación secreta» del paciente.

No está claro si el invento de los Corn Flakes debe atribuirse a John Harvey o a su hermano Will Keith, más diestro con el tratamiento, fabricación y comercialización de alimentos (John Harvey quería llamar a los cereales Sanitas). De lo que no cabe duda es de la ocultación histórica de la obsesiva ideología de los adventistas Kellogg y su coprofilia. Del mensaje sobre la importancia de la puntualidad intestinal sólo quedan esas referencias indirectas y rayanas con la danza contemporánea —la mano que se mueve gentilmente a unos centímetros del vientre— de las muchachas Kellogg que dicen desear estar en forma desde una situación cercana a la delgadez.

¿La empresa de cereales? Como un reloj. El año pasado facturó en ventas más de 1.000 millones de euros.

Mata Hari

Mata Hari

3. La tinta invisible era espermicida. «Mi madre, gloriosa bayadera del templo de Kanda Swany, murió a los catorce años, el día de mi nacimiento. Los sacerdotes me adoptaron y me pusieron Mata Hari, que quiere decir pupila de la aurora«, señalaba en sus declaraciones a los periodistas y el público. Añadía que de la diosa Siva había aprenido los ritos secretos de la danza. Desde luego, mentía.

Mata Hari (1976-1917) era una convulsa fábrica de libelos. Abría la boca para engañar y la madeja de embustes terminó por colocarla ante un pelotón de fusilamiento, convertida, sin prueba alguna, en la espía más famosa de la historia. Tenía 41 años pero parecía veinte más vieja.

Mata Hari

Mata Hari

Había nacido en Holanda, se llamaba Margaretha Geertruida Zelle y se había casado a los 19 con un militar al que conoció a través de los anuncios de contactos de un diario («oficial del Ejército necesita compañía»). Se marchó con él a Java y, bajo el uniforme del que se había enamorado («amo a los militares, prefiero ser la amante de un oficial pobre que de un banquero rico«, declaría más tarde ante el tribunal), descubrió  a un hombre autoritario e irascible.

Regresó a París convertida en Mata-Hari, bailarina exótica de striptease, y sedujó a los franceses con la falsa personalidad de una oriental voluptuosa que perseguía «la perdición de los hombres y de los sabios».

Tras unos años de intentos vanos por labrarse un nombre como actriz —su técnica de baile era muy pobre, no pasaba de unos cuantos pases de manos y giros de pelvis—, empezó a ganarse la vida como cortesana y amante mantenida de oficiales.

Fue apresada por los ingleses bajo la acusación de espiar en favor de los alemanes en los primeros meses de alta paranoia de la I Guerra Mundial. La sometieron a un examen físico humillante —decían que podía esconder documentos en su sexo— e intentaron probar que dos pequeños frascos que llevaba consigo eran de tinta invisible para pasar mensajes al enemigo cuando en realidad se trataba de cremas espermicidas para evitar el embarazo.

Luego decidieron que el lugar donde podría guardar los secretos era en los pechos, porque alguno de sus muchos compañeros de cama declaró que no se quitaba un pequeño corsé para hacer el amor. «Tiene los pechos pequeños y se avergüenza de la palidez de sus pezones«, escribió el encargado de redactar el informe.

Última foto de Mata Hari, poco antes del fusilamiento

Última foto de Mata Hari, poco antes del fusilamiento

En un proceso militar en el que la acusada no tenía derecho a pedir la comparecencia de testigos civiles que declarasen a su favor, fue condenada a muerte pese a que ninguna acusación pudo ser probada. Sólo se comprobó que había sido tanteada por los servicios de espionaje franceses, a los que pasó, en prueba de buena voluntad, algunas informaciones durante una estancia en Madrid. Todo parece indicar que la sentencia fue un aviso a navegantes en un momento complejo en el que el devenir de la contienda era impredecible.

La fusilaron el 15 de octubre de 1917 al amanecer. Se negó a que le vendasen los ojos y atasen las manos. El cadáver, que nadie reclamó, fue entregado a la facultad de Medicina de París para que los estudiantes practicasen cirugía.

Cuarenta años después, el fiscal militar que se encargó de ejercer la acusación en el proceso contra Mata Hari dijo en una entrevista: «No encontramos evidencias de ningún tipo de que aquella mujer fuese una espía».

Ni un gramo de glamour en el mito y demasiada melancolía en la historia real.

Ánxel Grove