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Judy Dater: la fotógrafa que conjuga como loca el verbo amar

Imogen and Twinka at Yosemite, 1974 © Judy Dater

Imogen and Twinka at Yosemite, 1974 © Judy Dater

El encuentro de la venerable Imogen Cunningham y la ninfa Twinka Thiebaud en los bosques dorados de Yosemite es una de esas fotos que nadie olvida. Está tomada en 1974, cuando Cunningham —una de las primeras mujeres en ejercer la fotografía en los EE UU— tenía 91 años y seguía haciendo fotos con desparpajo (moriría a los 93, con la cámara puesta) y Thiebaud, de 29 años, era una modelo de alto caché pero también con cerebro —pocos años después inició una larga convivencia con el ya casi anciano novelista Henry Miller, quien en una de sus más felices sentencias dijo: «No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo»—.

La foto fue tomada en algún momento de 1974 por Judy Dater. Dos años más tarde se convertiría en el primer desnudo frontal de un adulto publicado en la revista Life, donde el vello púbico asustaba más que el comunismo. La imagen es un homenaje a Cunningham —para quien Dater, en sus años de estudiante, había posado desnuda—, la deslenguada y libérrima mujer que al ser invitada a hacer fotos a las superestrellas de Hollywood y preguntada a quién preferiría retratar contestó: «A hombres feos».

Dater, a quien la muerte de Cunningham, pese a la diferencia de edad, le sentó como la pérdida de una hermana,  ha declarado que sus fotos se pueden reducir a la imitación de un solo cuadro: el óleo, pintado en 1939 por Thomas Hart Benton, Persephone, donde un hombre viejo completamente vestido observa a hurtadillas la desnudez integral y yacente de la hija de Zeus en un paisaje que no pertenece a la Grecia mitológica, sino a los panoramas granjeros de los EE UU. «El arrugado vejete mirando a esta hermosa jovencita desnuda sin saber que estaba siendo observado por el pintor… Hice  un montón de fotografías con ese tema: una persona desnuda siendo observada por una persona vestida. Seguí intentándolo una y otra vez «.

Dater, a quien considero una de esas fotógrafas de las que aprendes algo nuevo con cada revisión de sus obras, nació en 1941. Creció en Los Ángeles, donde su padre regentaba un cine. Luego se estableció en San Francisco, estudió en el Big Sur Hot Springs —luego bautizado como Esalen Institute—, el centro de retiro y meditación basada en el arte preferido por los bohemios y ahora vive en Berkeley, un enclave cuya sola mención suena a inconformismo.

El breve punte biográfico contiene una topografía de la que podemos trazar una ruta por todos los valores de la fotos de esta artista constante: la idea zen de que la belleza es imperfecta, impermanente e incompleta; la objeción fundamental de «menos es más» contra el modelo de mundo que nos han impuesto; el rechazo a la sonrisa en favor de la contemplación («la sonrisa es una máscara, las caras sonrientes no me dicen nada»), y la sexualidad honesta («me he acostado con algunos de mis modelos, pero siempre les hice fotos después del sexo, nunca antes, la fotografía no fue un camino para llevarlos a la cama»).

Aunque en los últimos años ha bajado la guardia para firmar series que carecen del ardor apasionado de su obra de los años sesnta y setenta, Dater es una de las personas que han llevado más lejos la idea del contacto fotógrafo-modelo como un acto de seducción.

Podría decir que me gustan las fotos de Dater por una sola razón: en cada una parece estar conjugando como loca el verbo amar.

Ánxel Grove