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Una novela narrada por Mohamed Atta, líder del comando yihadista del 11-S

Cubierta de "Atta"

Cubierta de «Atta»

«La voz de la roca. En el nuevo apartamento, el zumbido se hace más fuerte. El acero y el hormigón amplifican su eco. Me pregunto si la voz habla con el beneplácito de Alá o de algún otro. Estas cuestiones me oprimen, hacen que me duelan los huesos».

La voz del narrador consumido por el zumbido de la argamasa del forjado y el hormigón es la de un villano, acaso uno de los mayores, según nos dicen la información y la propaganda, de la historia reciente: Mohamed Ata, líder de los comandos que ejecutaron los atentados del 11-S y piloto del primero de los aviones que chocaron contra las Torres Gemelas.

El escritor Jarett Kobek, estadounidense hijo de inmigrante turco, se ha atrevido en la novela Atta —recién publicada en España por Alpha Decay— a dar voz al estudiante de arquitectura egipcio que, a los 33 años, comandó el ataque yihadista que cambió nuestra percepción del mundo y estableció la geopolítica de la paranoia global.

El libro es tan alucinado como el personaje. Kobek no escribe con pretensión de reportero ecuánime, pero tampoco con la libertad absoluta de un fabulador. Aunque la mayor parte de los datos responden a la verdad —la mirada asqueada de un islamista radical hacia Nueva York, «la peor cloaca de depravación urbana» y la sociedad del exceso («demasiada avaricia, demasiada lujuria»)—, el novelista tiene el buen sentido de crear al personaje y hacerlo crecer para combatir el dibujo unidireccional que nos han ofrecido.

«Nueva York es la capital monetaria de Occidente, el teatro en que los judíos tiran firmemente de los hilos del mundo. Times Square es una locura de neón, una lesión sifilítica devorando el cerebro de la bestia (…) Niños obesos de cara rosada gritan por todas partes. Ráfagas de luz. Un vaquero toca un instrumento en ropa interior. Los anuncios cubren cada centímetro cuadrado. Los coches aceleran. Los negros se creen judíos. Comida inmunda se introduce en bocas monstruosas. Escandalosas mujeres semidesnudas. Esta es la tierra de Walt Disney, del Rey León satánico», escribe Kobek al narrar las primeras impresiones de Atta en la ciudad a la que unos años después asestará una puñalada con un Boing 767.

Visa de los EE UU de Mohamed Atta

Visa de los EE UU de Mohamed Atta

El novelista, que opta por la primera persona para la narración, es implacable en el dibujo de la materia tóxica (por inconcebible, por real) que tiene entre manos: meses antes de los atentados, los jihadistas visitan una base de Al Qaeda en Afganistán y son invitados por Osama Bin Laden a jugar un partido al «deporte favorito de Alá», el voleivol; la obsesión real de Atta por el libro Walt Disney: Hollywood’s Dark Prince (Walt Disney: el príncipe negro de Hollywood) —»Disney es el rostro humano del neocolonialismo. Atrás han quedado los cañones británicos y belgas, las escaramuzas de los franceses. En su lugar, hay un nuevo caballero oscuro, un hombre que arrodilla a los musulmanes, que los seduce con vicio y blasfemia.»—; una visita, esta vez pura ficción, del terrorista al parque temático de Disneylandia; el visionado incesante y también comprobado de películas gore

El libro concluye con un apéndice profético, una transcripción de la tesis defendida por Atta en 1999 en la Universidad de Hamburgo, dedicada al análisis del desarrollo urbano en una ciudad oriental-islámica (Alepo-Siria) y a la crítica a la sumisión al rascacielos: «Los asentamientos familiares han sido demolidos para dar paso a rascacielos y complejos multinacionales, destruyendo no sólo una forma de vida, sino también los valores y tradiciones que le dan forma».

Durante su primera visita al escenario de la futura carnicería, el mismo aplicado estudiante de Arquitectura apunta en la novela de Kobek: «Las Torres eclipsan la ciudad. Nueva York es una tierra de gigantes hasta que das con sus titanes. Sólidos rectángulos erectos de arrogancia arquitectónica, entrega total a la fe moderna en la capacidad de los edificios para crear vida, al convencimiento de los arquitectos del control de su visión y de su uso para el bien».

No es la pregunta sobre el acto de terrorismo como posible acto de protesta contra la desmesura arquitectónica la única que plantea la novela. Atta es un libro valiente que enfrenta al lector al abismo de un personaje, que cómo él mismo afirma, está condenado a vagar porque «su hogar es su tumba». Sólo por ese mérito, por dar voz y presencia al mal —las cursivas pretenden mostrar mis dudas sobre la certeza del calificativo—, merece ser leído.

Ánxel Grove

Mejor sin techo que repelente en el Palace

Son 500 millones en todo el mundo según la ONU. Tres millones en la UE.

Les llamamos, para que no duela, sin hogar, sin techo o, todavía más asépticamente, homeless, bajo el manto de éter de otro idioma. Nunca importan demasiado: son población invisible, ajena a la mecánica del sistema, son uno de los top secrets que entre todos mantenemos escondido bajo la alfombra de la comodidad.

Hace unos días la prensa del mundo volvió a ejercer la consejería moral: cuidado, muchacho, la calle puede ser tu casa.

Nos mostraron a un homeless que una vez fue rico y famoso: el músico Sly Stone, inventor del funk, gran disoluto, triunfador en el Festival de Woodstock -donde los negros estaban vetados por el racismo en sordina de la mafia hippie (Hendrix actuó, sí, pero Hendrix nunca ejerció la negritud, era pálido)-, autor del primer disco moderno de soul electrónico, There’s a Riot Going’ On (1971) -escuchen Africa Talks to You ‘The Asphalt Jungle’ -.

A partir de una información bastante tendenciosa del New York Post del aprendiz de espía Robert Murdoch -el mismo diario cuyo nivel de seriedad quedó patente cuando llamó Osama a Obama-, los media de varios continentes copiaron y pegaron.

El resumen venía a ser: «Sly Stone vive en una caravana en Los Ángeles y una pareja de jubilados le da de comer». Si sustituimos el vehículo por una madriguera de tres metros por dos, el titular valdría para varios millones de jóvenes españoles que han regresado a casa de papá y mamá por culpa de gente que frecuenta los mismos salones que Murdoch.

Sly & The Family Stone, 1970

Sly & The Family Stone, 1970

Adoro a Sly Stone desde que escuché su música a los 13 años, en 1967 (en concreto, esta barbaridad que todavía me lleva a brincar) y mis primeras fiestas adolescentes llegaban al clímax de sensualidad que nos era permitido, bastante light, con Family Affair.

De otro lado, me suelo entender bastante bien con todos los heridos -por bala, enfermedad, despido patronal o deshaucio bancario- y me saca de las casillas el estigma que, incluso sin conciencia, se marca con ácido en las frentes de los débiles.

Voy a glosar a media docena de músicos que han vivido en la calle, en los márgenes de lo correcto. Son mi ejército secreto de hoy. Los prefiero a cualquier residente-repelente en el Palace.

1. Ted Hawkins (1936-1995). Nació negro y pobre en el sur de los EE UU, donde ambas condiciones garantizan una amplia probabilidad de que te envíen al reformatorio y a la cárcel, lo cual sucedió. Prefirió las aceras a los escenarios. Pese a un postrero éxito en Europa, regresó al vagabundeo y la música a cambio de propinas. Dormía en la playa de Venice, en Los Ángeles. De día ponía los pelos de punta a los turistas con su gospel dolorido.

2. Blind Willie Johnson (1897-1945). Otro tipo pobre y sureño. Desde niño, además, ciego porque su madrastra le arrojó lejía a la cara durante una disputa familiar. Hizo su primera guitarra con una lata de tabaco. No le hacía falta nada más para cantar blues. Durante toda su vida tocó y predicó la buenaventura de dios en la calle. Ni siquiera está claro dónde está su tumba. Yo sé dónde: en todo pecho hendido por la pena.

3. KRS-One (1965). El blues de nuestro tiempo es el hip-hop. Ninguna otra música ha sabido meterse en la sangre del modo abrasivo y generalista del rap en sus más dignas formas. Este cantante-compositor se largó de un hogar violento a los 14 años y vivió como homeless en Nueva York. Lawrence Krisna Parker, al que todos llaman KRS-One, tiene, entre otros méritos musicales, el de haber merecido el interés de otro tabloide repulsivo, el New York Daily News, que tildó al cantante de «anarquista» y escribió en un editorial: «Si Osama Bin Laden compra alguna vez un disco de rap, será un CD de KRS-One».

4. Seasick Steve (1941). Una vez dijo: «Los vagabundos son gente que se mueve en busca de trabajo. Los caminantes se mueven, pero no les interesa el trabajo. Los vagos ni se mueven ni trabajan. Yo he sido de los tres». Steven Gene Wold -su nombre de registro- transitó durante más de veinte años por EE UU sin tener un destino preciso. Luego se arrimó a la música -llegó a tocar con Janis Joplin- y trabajó como técnico de sonido antes de sentir otra vez la llamada del camino y largarse a Europa, donde se ganaba el pan en la calle haciendo lo que mejor sabe, cantar blues acompañado de su guitarra. Ahora es bastante famoso, pero en su mirada sigue habiendo tierra.

5. Dan Tracey (Television Personalities). Eran inteligentes y odiaban las poses en el Reino Unido o-eres-trendy-o-no-me-importas de los ochenta. Dan Tracey (1960) era el alma del grupo, los exquisitos Television Personalities. Lo pillaron robando en una tienda a finales de la década siguiente: tenía que pagar su afición al crack. Condena de cárcel, ruina y, al salir de entre rejas, la calle como hogar. Volvió a hacer discos, algunos con canciones tan deslumbrantes como All the Young Children on Crack (2006).

6. John Fahey (1939-2001). Desde mediados de la década de los setenta y durante unos veinte años, Fahey, quizá el mejor guitarrista steel de la historia, malvivió, vendiendo poco a poco su colección de acetatos clásicos, para poder comprar una botella más de alcohol. El último acto de expiación fue la entrega a la usura de las casas de empeño de su guitarra. Pasó muchas noches a la intemperie. Le importaba todo bastante poco. De ese desapego sólo excluía a su bellísima música.

Todos fueron homeless de un modo radical. No se trata de invitarles a comer. Se trata de que nos enseñen a vivir.

Ánxel Grove