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Una epifanía en Auschwitz-Birkenau

"En el paraíso" - Peter Matthiessen (Seix Barral, 2015)

«En el paraíso» – Peter Matthiessen (Seix Barral, 2015)

Creo que no amargo a nadie el final del libro si copio las últimas palabras:

(…) con el cerebro roto y el corazón completamente roto.

Contribuyo con esta reseña a #UnoAlMes, un esfuerzo colectivo por glosar un libro cada treinta días y compartir algo de lo que ha dejado, borrado, licuado o raspado de mí y mi alma.

En el paraíso, el libro que he elegido, atesoraba una notable razón para que lo afrontase con tristeza: es la obra póstuma de Peter Matthiessen, que entregó a sus editores el manuscrito poco antes de morir de leucemia en abril de 2014. Cuando ocurrió el deceso, compartí mi dolor y cierta sensación de incomprensión en este blog:

Pocos días antes del reguero planetario de lágrimas provocado por la muerte de Gabriel García Márquez, otro gran escritor octogenario había fallecido de la misma enfermedad y en una población tan literaria como la capital mexicana donde el Nobel colombiano sucumbió al cáncer. Peter Matthiessen (1927-2014) murió en Sagaponack, una villa atlántica del noreste estadounidense, una zona de luz boreal donde los indios algonquinos cultivaban patatas mucho antes de la llegada de los bárbaros occidentales.

(…)

Siento la muerte de Matthiessen —percibida con sordina en España— con la misma intensidad que la de García Márquez. Reconozco que no hay comparación posible en lo literario, aunque la preocupación por el ser humano y la justicia social del colombiano en los foros públicos fuese mejor aplicada y con más coherencia, aunque menor impacto mediático, por el estadounidense, un activista incansable en favor de los pueblos indígenas, el medio ambiente y la sabiduría ancestral. No tengo noticia, aunque quizá alguien pueda sacarme del posible error, de que el autor de Crónica de una muerte anunciada haya pisado de África y Asia, por ejemplo, paisajes distintos a los lobbies de unos cuantos hoteles de lujo, los salones de dos o tres embajadas o algunos rectorados universitarios donde sirven cócteles para que la intelligentsia y la política se arrimen y mariden. Mientras tanto, su coetáneo estadounidense se dejó el alma, la salud y las botas surcando a pie las amplias tierras de los desclasados.

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El ‘escritor más peligroso de los EE UU’ publica una novela con gifs animados

Dennis Cooper

Dennis Cooper

Dicen de Dennis Cooper (Pasadena, 1953) que se trata del «escritor más peligroso de los EE UU«.

La verdad es que lo dijeron hace ya bastante, en concreto en 2000, cuando el naciente siglo de la realidad líquida y los vaivenes emocionales entendidos como forma inteligente de comportamiento buscaban cronistas. Cooper era entonces un escritor que hablaba de chaperos, sadismo y otras confesiones sucias o podridas sobre la violencia, el cuerpo, la represión, la muerte, la degradación, la ternura… Es difícil encontrar temas nuevos.

Una de las opiniones de Cooper, la al parecer tan inmencionable como incorrectísima de considerar al matrimonio homosexual un «fracaso social», ha puesto al escritor en situación de verdadero riesgo, ya que algunos gay intolerantes anuncian que un día de estos matarán al autor, que, por cierto, es gay, como puede comprobarse en algunas de sus novelas más vivenciales, sobre todo Cacheo, la crónica de un joven fascinado con el asesinato, y la muy explícita Chaperos,  sobre el encuentro entre un joven escort y un cliente con el que desarrolla una metaficción marcada por la pornografía, las mentiras, las medias verdades y la mitomanía.

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La tragedia tras el cuadro de la nueva novela de Donna Tartt

"Het puttertje" (El jilguero) - Carel Fabritius, 1654

«Het puttertje» (El jilguero) – Carel Fabritius, 1654

El cuadro, un óleo sobre madera, supera sus delicadas dimensiones (33,5 por 22,8 cm) con la luz tangible y la equilibrada composición, más oriental que europea. Se titula Het puttertje (en holandés, El jilguero) y forma parte de la colección permanente del museo Mauritshuis —hogar también de Meisje met de parel (La joven de la perla) de Vermeer y De anatomische les van Dr Nicolaes Tulp (La lección de anatomía), de Rembrandt—. Las tres obras fueron pintados en la edad dorada, la primera mitad del siglo XVI, de la llamada escuela de Delft, una ciudad del sur de Holanda situada a medio camino entre Rotérdam y La Haya.

Es un cuadro tan misterioso, tan sencillo… Realmente tierno… Te invita a mirarlo más de cerca, ¿verdad? Después de todos esos faisanes muertos que hemos dejado atrás, aparece esta pequeña criatura viva.

"El jilguero" - Donna Tart (Lumen, 2014)

«El jilguero» – Donna Tart (Lumen, 2014)

La descripción procede de la novela El jilguero, que acaba de editar Donna Tartt (Greenwood, Misisipí, 1963), esa mujer con traje chaqueta y mirada que atemoriza como una tomografía que más o menos cada diez años nos regala mil páginas  que tienen la solvencia de Dickens, la iluminación de Stevenson y el tono metafísico de baja intensidad de Melville.

Si no han leído El secreto (1992) y Un juego de niños (2002), háganlo. Ambas son descensos de matemática tensión a los mundos abisales de la pubescencia, el autodescubrimiento, el sexo y la sangre.

Pueden seguir con la entrada, no teman, no voy a cometer la grosería de revelar nada fundamental sobre El jilguero, la tercera obra de una escritora de best sellers que, cosa rara, gusta a los escritores —no a los académicos universitarios, que siguen anclados en Joyce y Dos Passos — y que, como el Stephen King de los mejores momentos —El misterio de Salem’s Lot (1975) y El resplandor (1977)—, sobrevuela sin tiznarse las modas del mercado y las normas de la dictadura de los escritores con acné y Twitter que nos ha tocado sufrir.

Me interesa el cuadrito, que juega un papel crucial en la novela, del pájaro amarrado con una cadena a una percha —una costumbre muy extendida en Holanda en aquel tiempo, cuando se entrenaba a los inteligentes jilgueros para que bebiesen de un recipiente escondido en el interior del refugio de madera o para que llevasen en el pico granos de alimento hasta las manos de los dueños—.

Es una obra casi impresionista: el cuadro es más óptico que narrativo, el comportamiento de la luz produce un leve parpadeo, como si las nubes tamizaran con su paso los reflejos solares sobre la superficie y la imitación de las texturas no importa tanto como su calidad: podemos rozar la pared con los dedos, apreciar la densidad de las sombras y su movimiento oblicuo—. Además, está rodeada de misterio: la tabilla es demasiado delgada, hay signos de pequeños clavos en las cuatro esquinas, lo que ha sugerido a algunos historiadores a pensar que se trataba de una obra de encargo para el rótulo de algún tipo de tienda o comercio, y la firma y la fecha están pintadas en un tono levemente menos brillante que la pared, lo que casi impide verlas a no ser que el espactador se aleje unos metros del cuadro.

Carel Fabritius - "Zelfportret", ca. 1645

Carel Fabritius – «Zelfportret», ca. 1645

El autor del óleo fue Carel Frabritius (1622-1654), discípulo de Rembrandt y profesor de Vermeer. Uno de los mejores pintores de su tiempo, gozó de una gran fama en vida, pero tuvo la mala suerte, en el mismo año en que pintó El jilguero, de no ir a la concurrida feria que se celebraba el lunes 12 de octubre de 1654 en La Haya. Prefirió quedarse en su estudio en Delft porque debía terminar un retrato.

Poco antes del mediodía se registró, a una manzana de la casa del pintor, la explosión de 30 toneladas de pólvora que estaban alojadas en un antiguo convento. El cuidador del polvorín cometió algún tipo de imprudencia y la deflagración fue de tal magnitud que se escuchó a cien kilómetros de distancia. Practicamente todo el casco urbano de Delft quedó en ruinas. Murieron centenares de personas —nunca se precisó la cifra—y hubo miles de heridos.

El suceso conmovió de tal manera a la sociedad holandesa que fue bautizado como La explosión de Delft y la universidad de la ciudad empezó a impartir como materia el estudio de las explosiones y las técnicas para prevenir las accidentales. Uno de los vecinos de Fabritius, el también pintor Egbert van der Poel, enloqueció con la tragedia y durante el resto de su vida sólo pinto, como explica Donna Tart en su novela, un mismo tema:

Distintas versiones de las mismas tierras yermas humeantes: casas calcinadas en ruinas, un molino con las aspas destrozadas, cuervos volando en círculos en cielos ennegrecidos por el humo.

Egbert van der Poel - "Delft Explosion of 1654", ca. 1654

Egbert van der Poel – «Delft Explosion of 1654», ca. 1654

Al maestro de la luz Carel Fabritius se le derrumbó la casa encima y, aunque fue sacado con vida de entre los escombros, murió en cuestión de minutos.Tenía 33 años y con la destrucción del estudio se perdieron casi todas sus obras. Sólo se conservan docena y media y parte de ellas eran ejercicios juveniles que realizó bajo la tutela de Rembrandt. Destaca una visión de Delft en la que pintó la escena casi tridimensionalmente, convirtiendo la perspectiva en esférica, como si el pintor mirase a través de un objetivo de ojo de pez.

Nadie sabe los detalles de la historia de El Jilguero, la obra magna del superdotado joven que, según testimonios de la época, había enseñado a Vermeer cómo manejar la luz para que fuese perceptible y tuviese densidad. Los historiadores han logrado situar la tabla en 1861 en manos de un tal chevalier Joseph-Guillaume-Jean Camberlyn, quien la legó a sus descendientes. En 1896 fue comprada en una subasta en París por 6.200 francos con la mediación de un marchante que actuaba como intermediario de la colección real holandesa.

La novela de Donna Tart comienza con una explosión terrorista en un museo en el que exponen El Jilguero. La escritora sostiene que no sabía que el autor del cuadro sobre el que gira la acción del libro había muerto tras otra deflagración. Quizá el curioso pajarillo pintado por Fabritrius sepa si es verdad o se trata de un ardid de novelista. No importa demasiado: el cuadro y la novela merecen ser visitados.

Ánxel Grove

Una novela narrada por Mohamed Atta, líder del comando yihadista del 11-S

Cubierta de "Atta"

Cubierta de «Atta»

«La voz de la roca. En el nuevo apartamento, el zumbido se hace más fuerte. El acero y el hormigón amplifican su eco. Me pregunto si la voz habla con el beneplácito de Alá o de algún otro. Estas cuestiones me oprimen, hacen que me duelan los huesos».

La voz del narrador consumido por el zumbido de la argamasa del forjado y el hormigón es la de un villano, acaso uno de los mayores, según nos dicen la información y la propaganda, de la historia reciente: Mohamed Ata, líder de los comandos que ejecutaron los atentados del 11-S y piloto del primero de los aviones que chocaron contra las Torres Gemelas.

El escritor Jarett Kobek, estadounidense hijo de inmigrante turco, se ha atrevido en la novela Atta —recién publicada en España por Alpha Decay— a dar voz al estudiante de arquitectura egipcio que, a los 33 años, comandó el ataque yihadista que cambió nuestra percepción del mundo y estableció la geopolítica de la paranoia global.

El libro es tan alucinado como el personaje. Kobek no escribe con pretensión de reportero ecuánime, pero tampoco con la libertad absoluta de un fabulador. Aunque la mayor parte de los datos responden a la verdad —la mirada asqueada de un islamista radical hacia Nueva York, «la peor cloaca de depravación urbana» y la sociedad del exceso («demasiada avaricia, demasiada lujuria»)—, el novelista tiene el buen sentido de crear al personaje y hacerlo crecer para combatir el dibujo unidireccional que nos han ofrecido.

«Nueva York es la capital monetaria de Occidente, el teatro en que los judíos tiran firmemente de los hilos del mundo. Times Square es una locura de neón, una lesión sifilítica devorando el cerebro de la bestia (…) Niños obesos de cara rosada gritan por todas partes. Ráfagas de luz. Un vaquero toca un instrumento en ropa interior. Los anuncios cubren cada centímetro cuadrado. Los coches aceleran. Los negros se creen judíos. Comida inmunda se introduce en bocas monstruosas. Escandalosas mujeres semidesnudas. Esta es la tierra de Walt Disney, del Rey León satánico», escribe Kobek al narrar las primeras impresiones de Atta en la ciudad a la que unos años después asestará una puñalada con un Boing 767.

Visa de los EE UU de Mohamed Atta

Visa de los EE UU de Mohamed Atta

El novelista, que opta por la primera persona para la narración, es implacable en el dibujo de la materia tóxica (por inconcebible, por real) que tiene entre manos: meses antes de los atentados, los jihadistas visitan una base de Al Qaeda en Afganistán y son invitados por Osama Bin Laden a jugar un partido al «deporte favorito de Alá», el voleivol; la obsesión real de Atta por el libro Walt Disney: Hollywood’s Dark Prince (Walt Disney: el príncipe negro de Hollywood) —»Disney es el rostro humano del neocolonialismo. Atrás han quedado los cañones británicos y belgas, las escaramuzas de los franceses. En su lugar, hay un nuevo caballero oscuro, un hombre que arrodilla a los musulmanes, que los seduce con vicio y blasfemia.»—; una visita, esta vez pura ficción, del terrorista al parque temático de Disneylandia; el visionado incesante y también comprobado de películas gore

El libro concluye con un apéndice profético, una transcripción de la tesis defendida por Atta en 1999 en la Universidad de Hamburgo, dedicada al análisis del desarrollo urbano en una ciudad oriental-islámica (Alepo-Siria) y a la crítica a la sumisión al rascacielos: «Los asentamientos familiares han sido demolidos para dar paso a rascacielos y complejos multinacionales, destruyendo no sólo una forma de vida, sino también los valores y tradiciones que le dan forma».

Durante su primera visita al escenario de la futura carnicería, el mismo aplicado estudiante de Arquitectura apunta en la novela de Kobek: «Las Torres eclipsan la ciudad. Nueva York es una tierra de gigantes hasta que das con sus titanes. Sólidos rectángulos erectos de arrogancia arquitectónica, entrega total a la fe moderna en la capacidad de los edificios para crear vida, al convencimiento de los arquitectos del control de su visión y de su uso para el bien».

No es la pregunta sobre el acto de terrorismo como posible acto de protesta contra la desmesura arquitectónica la única que plantea la novela. Atta es un libro valiente que enfrenta al lector al abismo de un personaje, que cómo él mismo afirma, está condenado a vagar porque «su hogar es su tumba». Sólo por ese mérito, por dar voz y presencia al mal —las cursivas pretenden mostrar mis dudas sobre la certeza del calificativo—, merece ser leído.

Ánxel Grove