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El día que Kurt Cobain conoció a su ídolo, William Burroughs

Cubierta de "Nada es verdad, todo está permitido" - Servando Rocha (Alpha Decay, 2014)

Cubierta de «Nada es verdad, todo está permitido» – Servando Rocha (Alpha Decay, 2014)

«Lo que recuerdo es la expresión moribunda de sus mejillas. Él no tenía intención de suicidarse. Por lo que yo sé, ya estaba muerto«, declaró William S. Burroughs (1914-1997) cuando le preguntaron su opinión sobre el fallecimiento prematuro de Kurt Cobain (1967-1994). La dejadez no es la principal de las características del impávido obituario —Burroughs era capaz de percibir el soplo de la muerte en el aliento espiritual de cualquier yonqui: no en vano era un experto con décadas de experiencia en el trato con las muchas formas del opio y sus gemelos sintéticos («creo que el uso de la droga causa una alteración celular permanente. Una vez yonqui, siempre yonqui«, escribió en una de sus novelas)—. Me parece más notable constatar que el escritor supo el destino balístico que aguardaba a Cobain un año antes, cuando conoció en persona al músico y observó «algo raro en aquel chico» que «fruncía el ceño continuamente y sin razón aparente».

El encuentro de unas horas, en octubre de 1993, entre San Burroughs, que está entre los, digamos, cinco escritores más brillantes del siglo XX, y Cobain, un wannabe que no pasó de gritar con desgarro unas cuantas buenas canciones antes de llevar a término la muerte autoinflingida, sirve al escritor Servando Rocha (1974) para firmar un volumen de dimensión considerable [380 páginas, 29,9 €], Nada es verdad, todo está pemitido, que acaba de publicar la editorial Alpha Decay. El ensayo, que los implicados han tenido el buen tino mercantil de planear y colocar en el mercado con la misma táctica que han refinado las marcas de Inditex con su ropa, el just in time —el día 5 de febrero se celebró el centenario del nacimiento de Burroughs—, es anunciado como una indagación «en la relación entre música y subversión, arte y rebelión».

No hace falta ser un nativo semínola experto en rastreo para encontrar en Nada es verdad…, y a montones, huellas, trazos y estigmas provocados por el crítico estadounidense Greil Marcus, en especial por Rastros de carmín [Anagrama, 1993], la historia secreta del siglo XX trazada en flashback desde Johnny Rotten hasta las vanguardias brutas de principios de siglo, dadaísmo et all. La presencia de la voz y las tesis de Marcus en el libro de Rocha, que no cita la obra (aunque sí otras del crítico estadounidense)  en la puntillosa bibliografía, son demasiado tangibles como para considerarlas fantasmales o casuales. No se trata de copia, por supuesto, ya que Rocha domina la edificación de una tesis y demuestra amor por el desarrollo de ésta, pero sí de un influjo que vas palpando aquí y allá. Es lógico: Rastros de carmín, como dije en otra entrada,  es una obra definitiva sobre cómo todos los herejes de la bella Europa revolucionaria de Antonio Gramsci se juramentaron para matar a Bambi.

Esa admiración velada, y algunos errores de bulto sobre la historia del blues —un ensayo que se precie sobre el tema no puede ser tomado en serio si sólo cita una vez, y de modo circunstancial, a Charley Patton, pater familias de los aulladores—, convierten la obra en uno de esos libros a la mode con target específico: los thirtysomething cuya adolescencia fue conmutada por el choque eléctrico contra sus corazones de Cobain y que ahora son consumidores de retronostalgia.

Burroughs y Cobain en la cabaña del primero en Lawrence (Kansas), octubre de 1993

Burroughs y Cobain en la cabaña del primero en Lawrence (Kansas), octubre de 1993

Escrito con dominio y locución interzonal, con un lenguaje helado que gustaría al viejo Burroughs, Nada es verdad… cuenta la vida del multiartista —nada nuevo tampoco por aquí tras las dos grandes biografías complementarias de Barry Miles, William Burroughs: El Hombre Invisible y Call Me Burroughs: A Life y la enorme cantidad de material que los amigos del escritor han ido almacenando en la web cooperativa Reality Studio, sí mencionada por Rocha— e intenta que gravite en torno al encuentro con Cobain del 21 de octubre de 1993 en la cabaña de Lawrence-Kansas donde el escritor vivía con su gato, sus armas (que, por cierto, no se dignó en mostrar al músico) y la metadona que se metía para compensar la heroína que no abundaba, no podía pagar o le hacía demasiado daño a su cuerpo anciano.

Tampoco la reunión es un descubrimiento —lean, si les sobra tiempo porque es inmenso, el dosier online William Burroughs and Kurt Cobain, publicado a partir de 2007 y enriquecido de contínuo—, pero Rocha le añade la pimienta necesaria para convertirla en una suerte de historia nunca revelada o al menos no suficientemente analizada, acaso porque había poco que analizar en esencia: Cobain idolatraba al escritor, pero éste, por cansancio o porque no quería tratos con el atormentado cantante, sólo deseaba ejercer la buena educación y ser anfitrión de quien le había escrito algunas cartas de fan [aquí está el manuscrito digitalizado de una de ellas] pidiendo a Burroughs que apareciera en el vídeo de Nirvana para Heart- Shaped Box —el autor de Ciudades de la Noche Roja, El lugar de los caminos muertos, El almuerzo desnudo y tanto pasmo literario más, se negó con elegancia, aunque había colaborado con músicos de todo pelaje [aquí están las obras musicales más o menos completas de Burroughs], lo que desdice y convierte en cándida la afirmación de Cobain en una entrevista de 1993: «Tan sólo deseo que [a Burroughs] le gusten mis letras, pero no puedo esperar que a alguien de una generación completamente distinta a la mía le guste el rock & roll. No creo que jamás haya confesado ser un amante del rock & roll, sabes»—.

""The 'Priest' They Called Him" - William Burroughs y Kurt Cobain, 1992

«»The ‘Priest’ They Called Him» – William Burroughs y Kurt Cobain, 1992

Aunque el autor de Nada es verdad… intenta presentar al líder de Nirvana como una proyección especular del escritor —»a su manera y en sus inconfundibles estilos, me parecían galaxias heridas (…) una vez conocidos sus respectivos pasados y lo que el futuro les depararía»— y dibujar el trazado de una suerte de conexión umbilical entre ambos, al final nos quedamos con la única verdad de media docena de fotos otoñales de un anciano afilado y un joven desgarbado, «algo raro», y la canción que habían grabdo a distancia en 1992, The «Priest» They Call Him, con Burroughs recitando la sórdida historia de un Sacerdote que alerta contra la tuberculosis y Cobain haciendo feedbacks con la guitarra.

En el apéndice del libro, que es necesario y valiente por lo que tiene de extraño en la edición española, donde el rock nunca ha sido tomado en serio, Rocha señala: «La mayoría de escritores suele tener tendencia a ocultar sus fuentes e incluso sus métodos de trabajo». Al terminar de leer el ensayo siento que la frase podría ser uno de los momentos más sinceros de Nada es verdad, todo está pemitido.

Ánxel Grove

«Medicados para su protección», la personalidad única de los enfermos mentales

Larry @ Mike Spitz

Larry @ Mike Spitz

Larry tiene 30 años y escucha voces dentro de su cabeza. Le convencen de que la policía va a por él o le aseguran que una chica caerá rendida de amor. Larry sueña que su padre se muere y renace convertido en mujer. Larry escucha con la misma veneración a Elvis Presley, Nirvana y Britney Spears. La familia de Larry se cansó de los muchos Larry que habitan a Larry.

Joe @ Mike Spitz

Joe @ Mike Spitz

Joe, de 59, lleva en la clínica desde hace 30 años. Le gusta la electrónica y es capaz de reparar una televisión. Recoge colillas del suelo y, sin encenderlas, les da unas caladas. Su padre era limpiacristales y su madre trabajaba como chacha «en las casas grandes de las colinas». Cuando murieron no supo qué hacer porque nadie podía cuidarlo. En la clínica ayuda repartiendo la medicación entre los residentes. Cientos de píldoras de colores hacen clic clac en el carrito de transporte.

Gary @ Mike Spitz

Gary @ Mike Spitz

Gary, 32. Estudios universitarios en teología. Se alistó y lo mandaron a Afganistán a desactivar explosivos. Para demostrarlo muestra un bulto en la cabeza: una bala de 50 mm. A veces la siente palpitar como un insecto metálico. No se lleva con su madre. Su padre es pediatra y no tiene tiempo para nada. Gary estuvo casado con Abigail y tuvieron una niña que ahora tiene siete años. Gary ha tatuado el nombre de Abigail en ambos brazos. Gary quiere tocar la guitarra en un grupo de death metal. Abigail está muerta.

Rose © Mike Spitz

Rose © Mike Spitz

Rose dice que no está segura de la edad que tiene pero calcula que ha pasado una docena de años en la clínica. Antes de estar aquí tuvo tres hijos, se metió en asuntos de drogas y la encerraron en una cárcel. Quiere casarse, tener un apartamento propio, volver al gimnasio y ganar un torneo de body building. Sus hijos nunca la han visitado. A veces se deprime. Se viste con un quimono para la foto.

Portada del libro de Spitz

Portada del libro de Spitz

El autor de los retratos de Larry, Joe, Gary y Rose es el fotógrafo Mike Spitz. Nació y reside en los EE UU, país donde también viven, dicen los datos oficiales, 57,7 millones de personas como Larry, Joe, Gary y Rose. Uno de cada cuatro habitantes adultos del país padece una enfermedad mental. El porcentaje es similar en el resto del mundo: la cuarta parte de la humanidad sufre, casi siempre en silencio y con valentía, una enfermedad mental.

De cada seis, uno padece lo que los médicos llaman «enfermedad mental grave» (el glosario es conocido: esquizofrenia, trastorno bipolar, paranoia, depresión profunda, pánico, estrés postraumático, anorexia, bulimia…). Es decir, en EE UU hay casi seis millones de locos de atar. Me permito la incorrección semántica porque me siento parte del colectivo y porque somos muchos quienes necesitamos de la pax química para estar aquí.

En una de las estancias de la Harbor View House donde Spitz hizo los retratos hay un cartel con una leyenda que pretende ser consoladora: «Medicated for your Protection» («medicados para su protección»). A nadie se le ha ocurrido colocar un segundo cartel qué precise el alcance del posesivo «su»: ¿Medicados para su propia protección o medicados para que nos protejamos los demás gracias a la medicación que ingieren los locos?.

La clínica de atención a enfermos mentales ubicada desde 1968 en el edificio al que entró Spitz con sus cámaras analógicas, una flamante construcción de estilo hispano-californiano que fue gimnasio y cuartel militar durante la II Guerra Mundial —hay quien jura que en las noches silenciosas se puede discernir el eco que dejaron en los salones los chistes necios que Bob Hope y Lucille Ball regalaban patrioticamente a los soldados antes de que embarcasen para morir reventados por la metralla nazi en Normandía sin haber tenido la mínima oportunidad de probar la sidra y el Camembert—, está en San Pedro, no muy lejos de Los Ángeles. A Bob Hope nunca le gustó demasiado separse de sus despachos favoritos de alcohol.

El fotógrafo Spitz tenía una cuenta pendiente con los habitantes de la Harbor White House (que, por cierto, no es blanca sino rosa pálido, como un chicle masticado demasiadas veces). Había trabajado como voluntario en la clínica benéfica y deseaba regresar para hacer un inventario fotográfico de los residentes, concederles la  identidad a la que tienen derecho, dejarles hablar para anotar los pormenores que deseen compartir…

«No quería hacer fotoperiodismo o una declaración social sobre las condiciones de vida de los internos. Buscaba que me permitieran entrar en su extrañamiento, soledad y personalidades únicas», dice en el prólogo del fotoensayo que ha autoeditado, Medicated for your Protection: Portraits of Mental Illness.

Spitz tiene el detallazo de permitir bajar gratis una versión en PDF del libro, de manera que no hay excusa para dejar de invitar a Larry, Joe, Gary y Rose a entrar en nuestra casa.

Ánxel Grove

El director de «Smells Like Teen Spirit» quiere ser fotógrafo

A Samuel Bayer (Nueva York, 1965), a quien llaman The Bear (El Oso) por la altura y la pelambrera, le sonrió la suerte en 1991, cuando la discográfica DGC del sagaz multimillonario David Geffen, le puso 50.000 dólares en la mano para grabar el videoclip de la canción Smells Like Teen Spirit, de Nirvana. Bayer no sabe todavía hoy por qué le eligieron: no tenía experiencia de ningún tipo además de los vídeos que hacía a su familia. Quizá los productores y el grupo, sostiene, se quedaron prendados con la cinta demo que había remitido a la discografíca. «Era tan mala que debieron pensar que yo era muy punk», ha declarado.

Tras el videoclip, uno de los más difundidos y reverenciados del rock, a Bayer no han dejado de irle bien las cosas. Prolífico hasta la inconsciencia —le da igual dirigir cortos promocionales para Green Day, los Rolling Stones o David Bowie que para Natalie Imbruglia, Robbie Williams o Papa Roach—, se ha labrado fama de efectivo realizador, de esos que dan a sus obras un toque levemente sucio pero siempre suficientemente glamouroso para no desentonar con la decoración de las salas de estar de las clases medias.

Con las mismas mañas —garrulería simpática, belleza mancillada lo justo para no alcanzar la incorrección—, no ha dejado de llevarse premios en las dos últimas décadas como director de spots publicitarios para algunas de las megacorporaciones que explotan el marquismo consumista después de explotar previamente y con mayor intensidad a sus empleados en factorías camufladas en un sin número de aldeas invisibles del mundo pobre. Para completar currículo, en 2010 Bayer dirigió el remake de Pesadilla en Elm Street.

© Samuel Bayer

© Samuel Bayer

Bayer acaba de inagurar una exposición de fotos en una galería cuya ubicación geográfica es una declaración de principios: Beverly Hills. Se trata de 16 desnudos femeninos —con el vello púbico convenientemente rasurado— montados en forma de dípticos y trípticos verticales. La hoja promocional presenta las obras como «estudios contemporáneos de la forma femenina» y establece un cuando menos atrevido paralelismo con los trabajos de Diane Arbus y Robert Mapplethorpe.

No son las primeras fotos del realizador. Ya había aprovechado su envidiable agenda de contactos comerciales para hacer retratos de celebrities como los que abren esta entrada. También había tanteado con fotos que define, con descarado atrevimiento, como documentales.

Adivino en El Oso un desmedido intento por convertirse en el genio renacentista que no es. Adivino, sobre todo, un deseo no verbalizado de ser austero y profundo como el gran Anton Corbijn.

Mi recelo es que allí donde Corbijn retrata lo que ama, Bayer retrata lo que mola. El multiartista estadounidense sabe cómo vender unas Nike o una canción de los Strokes, pero jamás deja nada de sí mismo en una foto y nunca regresará al lugar donde la hizo.

Ánxel Grove

La piel castigada de las guitarras famosas

Arriba, desde la izquierda:

Seis guitarras con nombre y sus dueños

Herramienta de trabajo y, por tanto, transmisor de tiranía. Mediador tangible entre el músico y la gloria inmaterial de una canción. Mimada y maltratada. Compañera y dominadora. La guitarra, prolongación casi natural del intérprete, prótesis, esclava, novia.

Tienen carácter y han sido bautizadas: Blackie (la guitarra Frankenstein fabricada por Eric Clapton a partir de tres cadáveres), Big B (la de caja cuadrada de Bo Diddley), Pearly Gates (la brutal arma texana de matar de Billy Gibbons), The Old Boy (la siniestra apisonadora de Tony Iommi), Trigger (la castigada acústica de Willie Nelson), Old Black (la reina de Mister Feedback Neil Young)…

Acabo de leer un libro que ahonda en la guitarra como mapa de las canciones y piel añadida de los músicos. Se titula Instrument y es del fotógrafo Pat Graham. No se esfuercen en buscarlo en las librerías del barrio: en España no se editan este tipo de cosas.

No se trata de guitarras de alcurnia como la media docena de reinas citadas más arriba, pero todas guardan secretos. Selecciono cinco instrumentos y sus propietarios.

Foto: Pat Graham

Foto: Pat Graham

Ian Curtis (Joy Division)Vox Phantom VI

Al dolorido Ian Curtis no le gustaba nada tocar la guitarra y, además, no tenía ni idea. Prefería mantenerse en tensión, amarrado al pie del micro y en espera de uno de los calambres que le hacían entrar en trance.

Sus compañeros en Joy Division le convencieron de que no estaría mal tener de vez en cuando el apoyo de una guitarra rítmica y le encandilaron con la Vox Phantom VI negra, que, a su modo (retrofuturista y con un diseño vertiginoso, casi de armamento), cuadraba con el carácter sombrío del cantante. Curtis la utilizó poco —en el clip de Love Will Tear Us Apart, por ejemplo— y siempre se limitaba al único acorde que sabía: re.

Tras el suicidio del cantante, en mayo de 1980, el grupo que emergió de las cenizas de Joy Division, New Order, heredó la guitarra, cuyo sonido espeso puede escucharse en Everything’s Gone Green.

Foto: Pat Graham

Foto: Pat Graham

Nels Cline (Wilco)Fender Jazzmaster, 1959

El gran estilista Nels Cline ejecuta sus escalofriantes solos de guitarra con una veterana Fender Jazzmaster fabricada en 1959 —el de la mejor cosecha del modelo, también venerado por Robert Smith (The Cure) y Kevin Shields y Belinda Butcher (My Bloody Valentine)— y con muchas huellas sobre la madera de una vida agitada sobre la madera. A Cline se la vendió su colega Mike Watt (Minutemen) en 1995.

El extraordinario guitarrista confiesa que trata a la guitarra con modales «duros» y que no le importa que el cuerpo muestre un aspecto desastroso. «Mi guitarra es una obra en curso porque yo también lo soy», dice.

Cline está especialmente orgulloso del sonido de la Jazzmaster en las versiones en directo de Shot in the Arm.

Foto: Pat Graham

Foto: Pat Graham

Thurston Moore (Sonic Youth)Gibson Sonex

El estruendoso Thurston Moore, uno de los guitarristas del no menos brutal grupo Sonic Youth —responsables de una radical reconsideración en la manera de tocar el instrumento— es también un declarado fanático de las Jazzmaster, pero de vez en cuando desenfunda rarezas como la Gibson Sonex de los años ochenta que toca, por ejemplo, en Eric’s Trip.

La Sonex, en la que sólo están montadas cuatro cuerdas, es golpeada sin remordimiento por Moore con la ayuda de dos baquetas de batería.

Esta guitarra es uno de los cuatro instrumentos que han sido recuperados hasta la fecha del robo que sufrió el grupo de todo su equipo en 1999 durante una gira.

Foto: Pat Graham

Foto: Pat Graham

Wayne Coyne (The Flaming Lips)Álvarez acústica de 12 cuerdas

En una moñada característica de su estilo carnavalesco, Wayne Coyne utiliza una vieja guitarra acústica en cuyo interior ha adapatado un sintetizador Alesis AirSynth que detecta el movimiento de las manos y lo traduce en sonidos.

El viejo teléfono móvil pegado al cuerpo de la guitarra no cumple otra función que la del despiste. «Me pareció cool ponerlo ahí para demostrar lo rápido que va la tecnología», dice Coyne.

Foto: Pat Graham

Foto: Pat Graham

Steve Albini (Big Black, Shellac)Travis Bean TB500

La prodigiosa carrera de Steve Albini como productor (Sparklehorse, Nirvana, The Stooges, Pixies, PJ Harvey…) eclipsa en ocasiones sus dotes como guitarrista.

Para tocar siempre ha optado por el mismo modelo de guitarra, la Travis Bean TB500 de mástil de aluminio, la misma que utilizó Jerry García (Grateful Dead). Albini probó el modelo en una tienda cuando era adolescente y no paró hasta que encontró un modelo de segunda mano a través de un coleccionista.

Nunca la ha tratado con dulzura, pero al instrumento no parece importarle. «Siempre hemos cooperado entre nosotros», dice.

Ánxel Grove