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La enfermedad que inventaron para que las mujeres no fueran en bici

The 'new woman' and her bicycle - there will be several varieties of her - Frederick Burr Opper

The ‘new woman’ and her bicycle – there will be several varieties of her – Frederick Burr Opper

Draisianas, biciclos, velocípedos de tres ruedas… En el siglo XIX se sucedían los modelos ancenstrales que luego desaparecerían casi de golpe con el perfeccionamiento de la bicicleta. Pedalear en las cada vez más activas y grandes ciudades era sinónimo de modernidad y libertad tal y como lo fue poco después conducir el automóvil. Los jóvenes aceptaban con emoción la inestabilidad de los primeros vehículos de dos ruedas a cambio de manejar aquellas máquinas.

La época también representó el comienzo del activismo femenino en Europa. Las mujeres demandaban el derecho al voto y exigían ser reconocidas como personas adultas, capaces de controlar su destino sin un marido que ejerciera de padre. La bicicleta fue un instrumento decisivo para las ansias de independencia de la mujer decimonónica, un vehículo que escapaba al control masculino.

-Mi querida Jennie, ¿para qué demonios es ese traje de bicicleta? -Pues para llevarlo, claro -¡Pero tú no tienes bicicleta! -No, ¡pero tengo una máquina de coser!Viñeta de la revista satírica 'Punch' de 1895

-Mi querida Jennie, ¿para qué demonios es ese traje de bicicleta? -Pues para llevarlo, claro -¡Pero tú no tienes bicicleta! -No, ¡pero tengo una máquina de coser! (Viñeta de la revista satírica ‘Punch’ de 1895)

Una de las activistas más comprometidas con los derechos de la mujer en aquel momento, la estadounidense Susan B. Anthony, declaraba en una entrevista a la publicación New York World en 1896: [La bicicleta] ha hecho más por la emancipación de la mujer que ninguna otra cosa en el mundo. Me paro y me regocijo cada vez que veo a una mujer sobre ruedas. Le da una sensación de libertad y seguridad en sí misma. La hace sentir como si fuera independiente. (…) Y ahí va, la visión de la feminidad libre de ataduras«.

Por supuesto, esto quitaba el sueño a quienes consideraban que las mujeres exigían demasiado, vestían «como un hombre» para poder pedalear cómodamente y eran peligrosas manejando aquel artilugio en la vía pública. Entre las más descabelladas investigaciones de la pseudociencia del siglo XIX hubo también lugar para la preocupante aficción de las mujeres a usar la bicicleta como medio de transporte. La invención de la enfermedad a la que denominaron bicycle face (cara de bicicleta).

En un artículo de 1896 (el mismo año que la cita de Susan B. Anthony), la publicación inglesa semanal Cheltenham Chronicle dedicaba un breve artículo a la supuesta amenaza. Citando al Daily Telegraph, dice que «un médico» ha descubierto la enfermedad de la cara de bicicleta. Quien la adquiría tenía una expresión facial de constante cansancio y ansiedad, quedaba demacrado y ojeroso de manera crónica:

«Se desarrolla tanta ansiedad aprendiendo a ir en el popular vehículo, y, cuando la ciencia ha sido adquirida, en evitar los accidentes de varias clases a los que invita, que afecta insensiblemente a los músculos de la cara y da incluso a la fisionomía más amplia y neutra una expresión de ansia y agobio que se mantiene durante el resto de la vida. Al menos el doctor (un Doctor en Medicina de Londres), así lo dice, y él debe saberlo».

'The Bicycle face', artículo publicado en la publicación inglesa 'Cheltenham Chronicle' en 1896

‘The Bicycle face’, artículo publicado en la publicación inglesa ‘Cheltenham Chronicle’ en 1896

Muchos médicos (sobre todo en el Reino Unido) se prestaron a alimentar el bulo asegurando que el cuerpo de las mujeres no estaba hecho para pedalear y que el constante esfuerzo de mantener la bici en equilibrio distorsionaría para siempre el delicado rostro femenino. Los ojos saltones y la mandíbula tiesa eran algunas de las consecuencias más famosas, pero otros doctores más osados hablaban incluso de infertilidad, tuberculosis y un aumento desmedido del deseo sexual.

En su extenso artículo The hidden dangers of cycling (Los peligros ocultos de pedalear) —publicado en el National Review de Londres en 1897— el médico inglés A. Shadwell advertía con una desmedida pasión (y documentando cada una de sus amenazas con supuestos casos) que las ciclistas corrían el riesgo de sufrir «disentería crónica», «bocio exoftálmico» (algo parecido a lo que ahora se conoce como enfermedad de Graves-Basedow), apendicitis, trastornos nerviosos de todo calibre…

Por suerte, el intento de aterrorizar a las mujeres quedó en nada y pocos fueron los que tragaron con el pseudoriesgo de terminar con cara de bicicleta. En el cambio de siglo se perfilaba la que ya entonces llamaban «mujer moderna», la adulta que escapaba de la eterna infancia e impulsaba desde un cambio de vestuario que la liberaba de la aparatosidad del corsé hasta la implicación femenina en temas políticos y sociales. La bicicleta simplemente estaba allí para llevarla.

Helena Celdrán

"¡Oh! Abuelito, qué máquina tan rara y vieja. ¿Por qué no te haces con una como la mía?". Cartel de 1907 de la Liga Sufragista - (Museo de Londres)

«¡Oh! Abuelito, qué máquina tan rara y vieja. ¿Por qué no te haces con una como la mía?». Cartel de 1907 de la Liga Sufragista – (Museo de Londres)

Mujeres sufragistas en Londres en 1913

Mujeres sufragistas en Londres en 1913

Sarah Ann: "Papá, ¿por qué demonios llevas la ropa de mamá?" Papá: "Bueno, si tú vas a la ciudad a la moda de los hombres, yo llevaré esto para igualar las cosas".Viñeta de 'Scribners magazine'

Sarah Ann: «Papá, ¿por qué demonios llevas la ropa de mamá?». Papá: «Bueno, si tú vas a la ciudad a la moda de los hombres, yo llevaré esto para igualar las cosas».Viñeta de ‘Scribners magazine’

Las primeras pin-up llegaron de Viena

Esta docena de fotos, todas de mujeres desnudas o semidesnudas, todas tomadas en el vacío artificial de un estudio donde la sensualidad y la fiereza pueden combinarse en privado, son de las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX, acaso el último momento sexy del continente europeo: las conciencias estaban limpias, los millones de cadáveres de la I Guerra Mundial ya habían sido retirados de la vista del público o servían, a unas pocas paladas de tierra de profundidad, de abono para el terreno que sembrarían con un número aún mayor de cadáveres las políticas diabólicas de los fascios alemán, italiano y español. Entre ambas guerras Centroeuropa se tomaba un respiro iluminado con champán y sexo y, si hacía falta mitigar el frenesí, ralentizado con morfina.

Los retratos fueron tomados en Viena, la blanca hasta el melindre capital de Austria. En la ciudad, engalanada de dorada creatividad por el grupo Wiener WerkstätteKlimt, Schiele, Kokoschka y otros futuros reyes del póster en los living de Occidente—, las estrellas se reflejaban en la cúpula de la sede de los estetas del secesionismo, un pabellón que los locales llamaban, sospecho que sin ser del todo conscientes del ridículo y el tufo a sopa de codillo, el Repollo de Oro. En la puerta de entrada, en letras, cómo no, de oro, podía leerse un lema: Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Freiheit (A cada tiempo su arte, y a cada arte su libertad).

La ciudad era una demasía y por el eje Viena-Berlín transitaban las ideas, el arte y el buen vivir. Era posible encontrar a Sigmund Freud y Otto Bauer tomando un café con canela en la Kärntner Straße  y volver a encontrarlos unas horas más tarde bailando en un salón con más brillo que un anuncio de friegasuelos un Wiener Walze, esa forma bastarda de polca que los austriacos han convertido en danza nacional.

El Atelier Manassé, con sede central en Viena y una sucursal en Berlín, fue la cuna de nacimiento de las primeras pin-up, esas muchachas sonrientes y con poca o ninguna ropa cuya invención se atribuyen falsamente los estadounidenses. Desde 1922 a 1938 del estudio fotográfico salieron miles de fotografías de mujeres sonrientes que contribuían al nuevo lenguaje de la época rompiendo tabús y aceptando lo sensual, la sugerencia y el erotismo. Estaban, como dirían en los EE UU dos décadas más tarde, «más buenas que un pastel de queso», pero necesitas permiso de algunas golosinas para que hinques el diente.

El estudio era gestionado por un matrimonio de húngaros establecidos en la rutilante Viena de los años veinte —Olga Solarics (1896-1969) y Adorja’n von Wlassics (1893-1946)—. Quizá les animó a viajar a Austria Dora Kallmus (1881-1963), una de las primeras fotógrafas en un oficio que entonces era de hombres y propietaria, desde 1907, de otro estudio legendario, Madame D’Ora. Si este estaba ligado a la intelectualidad y, como consecuencia, rompía pocas convenciones con retratos glamourosos pero castos de bailarines, actores y artistas, en Manassé querían presentar el desnudo femenino como una reacción contra los postulados de la moralidad.

Olga Wlassics, Viena, 1933. Foto: Anton Josef Trčka

Olga Wlassics, Viena, 1933. Foto: Anton Josef Trčka

La pareja, sobre todo Solarics, una mujer decidida y valiente, se dedicó al retrato con carga erótica para inmortalizar la fluida belleza de la nueva mujer. Las fotos de Manassé muestran a jóvenes confiadas en su sexualidad y apoyan, como prolongación estética, la lucha social de las mujeres por redefinir su posición en el mundo moderno.

Con una producción asombrosa y desentendidos del esnobismo de la fotografía en aquellos tiempos en que sólo los pudientes tenían acceso al equipo y el material, la pareja estaba demasiado ocupada en ganarse la vida —vendían fotos a nacientes revistas ilustradas y a artistas de cine, vodevil o cabaret para anunciar espectáculos— como para detenerse en consideraciones artísticas.

Quizá esa despreocupación relacionada con las circunstancias explique la frescura de la mayoría de las imágenes. El conflicto de conceptos con que podemos analizar hoy las fotos —la ruptura con los roles tradicionales, la ausencia de cinismo, la representación de la mujer como un ser humano con derecho a todas las emociones y en todas sus formas— no preocupaba a Solarics y Von Wlassics.

Una pequeña parte de las fotos del estudio, sin embargo, presenta alegorías y montajes de humor absurdo donde los fotógrafos manipulan la realidad, jugando, sobre todo, con retoques, superposiciones y modificaciones de escalas: una muchacha minúscula encerrada en una jaula es alimentada con un terrón de azúcar por un hombre, otra es atacada por un gigantesco escarabajo, una tercera permanece encerrada en una botella de cristal…

En otro grupo de fotos es posible apreciar que en Manassé estaban al tanto de lo que sucedía en el terreno de las vanguardias: como los surrealistas, emplean máscaras y muñecos, espejos y otro instrumental de buceo en las aguas profundas del inconsciente.

La fotografía pionera y sin compromisos de vasallaje artístico de esta pareja osados —trabajaron para agencias de publicidad, rompiendo la tendencia de que los anuncios fuesen acompañados de ilustraciones dibujadas— no ha recibido el trato que merece. Dado su voraz ritmo de trabajo y el poco cuidado que ponían en el cuidado y clasificación de los negativos o las copias originales únicas —como ya quedó dicho: la fotografía era para ellos subsistencia y no contenía los afanes de permanencia del arte—, no existe un archivo catalogado de la inmensa obra que legaron al mundo.

Quien requiera más detalles sobre el Atelier Manassé debe entregarse a la búsqueda de fotos en Internet —todas están libres de derechos porque ni siquiera en los réditos futuros pensaron los autores— o hacerse con la única monografía en libro sobre la pareja y su trabajo, Divas and Lovers: The Erotic Art of Studio Manasse (Divas y amantes: el arte erótico del Estudio Manassé), de la historiadora Monika Faber.

La colección de asombros que retrataron sin aspavientos ni búsqueda de recompensas postreras Olga Solarics y Adorja’n von Wlassics me recuerda una cita del gran escritor de los locos 20, Francis Scott Fitzgerald, sobre los alegres y finalmente desventurados habitantes de entreguerras: «Una generación nueva, que se dedica más que la última a temer a la pobreza y a adorar el éxito; crece para encontrar muertos a todos los dioses, tiene hechas todas las guerras y debilitadas todas las creencias del hombre».

Ánxel Grove