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El museo de los sonidos en peligro de extinción

Cuatro de las reliquias del Museo de sonidos en peligro de extinción

Una tele de tubo, un vídeo, un móvil de los años noventa y un reproductor de CD

¿Alguien se acuerda del ruido que hacía el pretérito módem de 56k al conectarse a la línea telefónica? Tras escuchar las teclas de los números de teléfono, se sucedían una serie de pitidos aderezados con un ruido entre extraterrestre y básico.

A finales de los años noventa, el sonido era parte del ritual previo a conectarse a Internet, para después armarse de paciencia y esperar a que cada página cargara. Tras sólo 15 años, escucharlo provoca una sensación similar a ver el esqueleto de un mamut en un museo.

El estadounidense Brendan Chilcutt es un amante de las viejas tecnologías y se ha propuesto evitar que los sonidos que nos han acompañado en la vida cotidiana caigan en el olvido. En enero de este año inauguró el Museum of Endangered Sounds (Museo de los sonidos en peligro de extinción), una colección virtual que reune entre sus piezas el tono de un indestructible Nokia de finales de los años noventa, el ronroneo de un disquete y el ruido blanco de una televisión analógica.

«Imagina un mundo en el que nunca más volviéramos a escuchar la sinfónica música de comienzo del Windows 95. Imagina generaciones de niños ajenos al parloteo de los ángeles alojados en una vieja televisión de rayos catódicos», escribe en su página web defendiendo su misión nostálgica.

Un teléfono de rueda, un casette, una disquetera y un tamagotchi

Un teléfono de rueda, un casette, una disquetera y un tamagotchi

Chilcutt continuará ampliando el repertorio y confía en terminar la base de datos en el año 2015. Después planea pasar siete años reinterpretando los sonidos, convirtiéndolos en composiciones binarias, para que las grabaciones que él ha realizado no sean la única documentación existente de cada uno.

Pero aún con el esfuerzo, tal vez lo que Chilcutt no ha tenido en cuenta es que la pervivencia de un sonido pasa por haberlo escuchado previamente. La memoria colectiva lo mantiene vivo mientras existen recuerdos unidos a él. Como ocurre con los idiomas, cuando el último usuario de un vídeo VHS haya muerto, nadie sabrá interpretar los matices de una cinta dentro de un reproductor.

El Museo de los sonidos en peligro de extinción me ha recordado un ejemplo curioso que tiene que ver con uno de los archivos que Chilcutt tiene en su web. Korobeiniki (en ruso, Los buhoneros) es una canción popular de la Rusia prerrevolucionaria, de ritmo pegadizo y bailable, basada en un poema de Nikolái Nekrásov (1821-1878) que cuenta el amor entre un vendedor ambulante y una joven. El lenguaje ambiguo del regateo, el precio a pagar y lo pesado de la mercancía hacen que la composición se antoje algo cómica para el lector actual.

En 1989, el japonés Hirokazu Tanaka adaptó la composición a los sonidos electrónicos de la Game Boy de Nintendo y la convirtió en la archiconocida canción del Tetris. Todos sus significados anteriores quedaron sepultados bajo la imagen de las piezas encajando sobre un fondo verdoso. No hay partitura ni grabación que valga. Pero el tiempo pasa para todos y dentro de unas cuantas décadas nadie recordará tampoco la versión metálica de la canción, ni la consola. Tal vez sólo perviva el juego en sus numerosas versiones. El tiempo, por más que nos empeñemos, siempre gana la partida.

Helena Celdrán