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El pintor que traslada la soledad de Edward Hopper al siglo XXI

'Q Train' - Nigel Van Wieck

‘Q Train’ – Nigel Van Wieck

Cada obra de Edward Hopper (1882-1967) es un charco de silencio, una nueva forma de entender la soledad: el ser humano del siglo XX se encierra en sí mismo, se desconecta de sus semejantes y está rodeado de paisajes tan bellos como melancólicos. El artista obliga siempre al espectador a llegar tarde y sólo le permite adivinar un fragmento de la historia completa.

El año en que nació el pintor Nigel Van Wieck (Reino Unido, 1947), Hopper pintaba Summer Evening (Noche de verano), una escena veraniega bañada por la luz blanca del porche de una casa de madera. La mujer, poniendo los brazos hacia atrás para apoyarse, lleva una cortísima falda rosa con un top del mismo color; el hombre está ligeramente inclinado hacia ella. Entre la tensión y la incapacidad para comunicarse, ambos permanecen a la espera de que suceda algo en los próximos segundos.

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Bob Mazzer, proyeccionista de cine porno y fotógrafo entre dos estaciones de metro

© Bob Mazzer

© Bob Mazzer

Aunque estoy bastante seguro de que Bob Mazzer no ha leído el opúsculo La teoría de la deriva (1958), en el que Guy Debord propuso el «dejarse llevar» por el área urbana entendida como «terreno pasional», la foto de arriba, ese hombre subido a una escalera en los intestinos urbanos y con la cabeza sustiuida por un mecanismo relojero, podría ilustrar ambas citas con propiedad. Parece, en fin, que el sujeto es el centro giratorio de varias placas psicogeográficas.

Tampoco creo que Mazzer, un londinense de 65 años sin pasión por la posteridad, haya leído una frase de Karl Marx que podría ser tomada como un pie de foto común para todas sus imágenes: «Los hombres no pueden ver a su alrededor más que su rostro; todo les habla de sí mismos. Hasta su paisaje está animado».

Durante 40 años demostró que están equivocados quienes opinan que la fotografía conlleva un perseverante cambio de escenario. El suyo se limitaba al trayecto de ida y vuelta de metro entre Whitechapel, en el East End de la capital inglesa, zona en la que vive, y King’s Cross, en el centro, donde trabajaba —se ha jubilado hace poco— como proyeccionista en una sala de cine porno. La deriva de Mazzer era modesta: entre 13 y 20 minutos en cada dirección según el journey planner oficial del Tube de Londres.

Las fotos que Mazzer hizo a diario en el subsuelo de la ciudad, las estaciones que lo puntean y los convoyes que las unen son un tratado de veracidad, buen humor, mañas cinegéticas y esplendor humano.

Donde otros elaborarían un incordiante tratado sobre formas de aislamiento, modales de socialización, errancia subterránea o incluso radiografía humana, el proyeccionista de porno y fotógrafo de commute (ese término inglés que tiene un fondo de orgullo de clase para el que han acuñado la insulsa palabra española movilidad), se limita a asombrarse del gran número de fotos que ha tomado.

«No piensas que estás metido en un proyecto, pero un día te das cuenta de que hay una docena de imágenes conectadas y dices: vaya, tal vez aquí haya algo«, explica con llaneza en una entrevista en el Daily Mail.

Ahora, convencido de que acumuló muchos más que un gran número de negativos, va a exponer por primera vez en una galería y está dándo vueltas a la posibilidad de editar un libro.

Aunque hacía fotos desde niño —sus padres le regalaron la primera cámara, una Ilford Sporti, a los 13 años como regalo de bar mitzvah—, Mazzer creció siguiendo las únicas lecciones necesarias para ser fotógrafo: llevar la cámara siempre encima, mirar con ansia y no dejar de disparar. Cuando empezó a trabajar ahorró hasta poder comprar la Leica M4 fiel y luminosa que nunca le falló.

La naturalidad casual con que hacía frente al registro de los viajes en metro —desmanes, restos de victorias y derrotas, galas de borrachos, hazañas de gandules y escenas de rara ternura que emergen de los escombros del día— se traslada necesariamente a las fotografías, libro de apuntes de la vida subterránea y nocturna de Londres desde los años setenta.

«A diario viajaba a King’s Cross y regresaba. Volvía de noche, bastante tarde y aquello era como una fiesta. Sentía que el metro era mío y que estaba allí para hacer fotos», explica como si tal cosa el proyeccionista de cine pono que se convertía en fotógrafo entre dos estaciones de metro.

Ánxel Grove

Compartir un pastel en un vagón del Metro de Nueva York

El pastel está hecho, sólo hace falta ponerle la crema y adornarlo. Bettina Banayan comienza a extender la densa capa sobre el bizcocho, un hombre la mira de vez en cuando extrañado, riéndose discretamente junto a la chica que va con él y meditando si la inesperada pastelera puede estar trastornada. El hecho diferencial es que Banayan está en el Metro de Nueva York, sentada en un asiento plástico naranja, con unos guantes de látex y rodeada de desconocidos que reaccionan de diferentes maneras ante la situación.

La performer —que desde 2011 ha realizado acciones artísticas relacionadas con el Metro, entre ellas picar una cebolla sobre una tabla de madera sobre el regazo— aprovecha su reciente titulación en Artes Culinarias por el Instituto Culinario Francés de Manhattan (Nueva York) para poner en práctica sus conocimientos en una nueva intervención.

Una ayudante la graba desde la fila de asientos de enfrente mientras ella unta la crema con calma. Algunos pasajeros la ignoran intencionalmente o hacen fotos con el móvil; otros la felicitan por ser «creativa» y ella agradece el cumplido respondiendo «me gusta compartir la comida con la gente». «¿De quién es el cumpleaños?» —pregunta un curioso— «de todo el mundo», contesta Banayan.

«Los neoyorquinos no son muy afables los unos con los otros. Estamos compartiendo el espacio privado, sobre todo en el Metro. Creo que es importante tener un sentido de comunidad», declara tras decorar el pastel con nata y dispuesta a compartirlo sacando platos de papel y tenedores de plástico.

Algunos aceptan encantados, otros preguntan con timidez si pueden comer un trozo. Los platos endebles comienzan a circular por el vagón y muchos esbozan sonrisas. El hombre sentado junto a la performer dice que no de primeras, pero luego no puede resistirse a probarlo. «Me alegra que al final dijeras que sí», le confiesa ella.

La artista revela en su blog que sintió cierta inseguridad al realizar el proyecto y que fue precisamente la ayudante que grababa (Vanessa Turi) la que la ayudó con su presencia a sobrellevar el corte.

Además, Turi sirvió también de inspiración para la iniciativa: «Vanessa me dijo una vez que cuando va en Metro a veces se ve en el reflejo del cristal escuchando música y parece enfadada aunque no lo esté. Creo que mucha gente se puede identificar con eso. Aunque sería muy difícil y a lo mejor imposible cambiar permanentemente esa conducta estereotípica, me emocionó ver a la gente relacionándose y compartiendo comida aunque sólo fuera por unos minutos».

Helena Celdrán