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La borrosa historia de una foto del horror de Nagasaki

Brothers at Cremation Site (Joe O'Donnel, 1945)

Brothers at Cremation Site (Joe O’Donnell, 1945)

La historia que transmitió Joe O’Donnell sostiene que fue él quien hizo la foto. Tenía 23 años, era marine del Ejército de los EE UU y estaba en Nagaski, la ciudad japonesa contra la cual un objeto llamado Fat Man —3,3 metros de largo; 1,5 de diámetro y un peso de 4.600 kilos— había sido lanzado desde un avión militar a las 11 de la mañana del 9 de agosto de 1945.

La explosión del artefacto atómico, de una potencia —equivalente a la detonación de 22.000 toneladas de dinamita— que la mente humana sólo puede imaginar como una ecuación, causó la muerte inmediata de 150.000 personas. Fue la segunda bomba atómica en tres días que los EE UU lanzaron sobre población civil de Japón.

Muchos años después, en 1989, O’Donnell contó la historia de la foto por primera vez. La conocemos por una tercera persona, su hijo Tyge, entonces un adolescente.

Una copia de la imagen estaba sobre la mesa de la cocina del hogar familiar de Nashville.

— El pequeño está muy dormido, comentó Tyge, que nunca antes había visto la foto en casa.

— No, hijo, no está dormido. Está muerto y su hermano espera para incinerarlo. Cuando quemaron el cadáver el chico mayor se hizo sangre en los labios de lo fuerte que se mordía para no llorar .

Esa es la historia que O’Donnell —fallecido en 2007, a los 85 años— se encargó de difundir y su hijo, ahora un adulto, quiere mantener viva.

En resumen, los O’Donnell sostiene que tras la rendición de Japón y la invasión posterior, el marine fue enviado por el Ejército a Nagasaki para que registrase los efectos de la bomba atómica. Lo que vio —orfandad, un cementerio inmenso, personas con quemaduras con dimensión de pesadilla…— cambió su vida. Algunas de las fotos, entre ellas la del niño con el cadáver de su hermano, las escondió porque tenía miedo de que los mandos las incautasen. Al volver a los EE UU las guardó en unas cajas que depositó en el ático durante más de cuarenta años.

Three Brothers (Joe O'Donell, 1945)

Three Brothers (Joe O’Donell, 1945)

Esa, digo, es la historia. Pero los fotógrafos, como cualquier ser humano, pueden mentir.

Durante años, O’Donnell se dedicó a dar conferencias y conceder entrevistas. En ellas, además de volver al horror que encontró en Nagasaki, recordaba sus años como fotógrafo oficial de la Casa Blanca y presentaba como suyas fotos que hicieron otros. Eran maniobras de una enorme inocencia: se adjudicaba imágenes tan conocidas como la del niño John F. Kennedy Jr saludando a lo militar el ataud de su padre, el presidente JFK, que hizo Stan Stearns. Aunque nunca trabajó para la Casa Blanca, O’Donnell posaba ante una pared repleta de retratos de mandatarios a los que decía haber retratado. Ninguna de las fotos era suya.

Cuando el escándalo, como era previsible, saltó a la luz, O’Donnell no se retractó. Su hijo, que entonces encabezaba una empresa para intentar sacar beneficios de las fotos del padre, atribuyó las fantasías a un episodio de «demencia senil».

No hay constancia, según los archivos del Ejército que lanzaba bombas atómicas sobre civiles, de que el marine fuera destinado a Nagasaki en 1945. Tampoco, y de ese pormenor sí hay constancia, trabajó jamás para la Casa Blanca.

Nada sabía de la foto de los hermanos hasta que la encontré en un blog personal que frecuento. De la intrahistoria me fui enterando, con pasmo y asombro, más tarde.

Las mentiras de O’Donnell convierten en pertinentes algunas preguntas: ¿son ciertas las fotos de Nagasaki?, ¿las hizo O’Donnell?, ¿es real la historia, el pie de foto, del niño esperando la cremación de su hermano?, ¿por qué el fotógrafo escondió las imágenes durante tantos años, demasiados como para protegerse de la censura militar?, ¿está muerto o está dormido el niño japonés?.

También deberíamos formular otra pregunta que acaso sea la unica primordial: ¿importan las mentiras presuntas de un ser humano cuando hablamos de una carnicería cometida por otros seres humanos, también mentirosos, pero, y eso los diferencia de O’Donnell, indiferentes al horror?

Ánxel Grove

La cabaña para tomar el té con el protohippie Thoreau

"Walden; or, Life in the Woods", primera edición, 1854

«Walden; or, Life in the Woods», primera edición, 1854

«Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales, y no sucediera que estando próximo a morir, descubriese que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera vida; ¡la vida es tan cara!, ni tampoco deseaba practicar la resignación, a menos que fuese enteramente necesaria. Quería vivir profundamente y extraer todo lo maduro como para infligir una derrota a todo lo que no fuese vida; guadañar un ancho espacio a ras del suelo».

¿Cómo no rendirse? La entrega está garantizada cuando el autor, en las primeras páginas y con inteligencia, nos vende lo que viene: la crónica, según promete, de dos años de vida en una mínima cabaña en los bosques, sin otra ayuda que la de sus manos, sin otro alimento que el extraído de la tierra, con sencillez extrema, sin compañía ni civilización como consuelo para llenar el tiempo.

Henry David Thoreau (1817-1862), el autor de Walden (editado en origen como Walden o la vida en los bosques) es venerado como protohippie, anarquista, adorable emancipador, ambientalista, precursor de la desobediencia civil un siglo antes de Gandhi…

Es un intocable, uno de los primeros indignados, un trascendentalista vigoroso, un vernacular padre de cada neoizquierdista, cultivador de tomates o perseguidor de la autarquía de la huerta y el veganismo, acaso el último clavo ardiendo al que nos amarramos para soñar con una utopía mística que nos libere de la tristeza cotidiana con decorado Ikea y  televisión pay-per-view como único ventanal.

Henry David Thoreau (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Henry David Thoreau (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

«La riqueza de un hombre se mide por la cantidad de cosas de las que puede privarse», escribió.

¿Cómo no adorarle?

Todavía queda dentro de mí, y de millones como yo —cada día veo varias referencias a Walden en Facebook y Twitter, esas cabañas que nos convierten en ermitaños trabajando gratis para los magnates del 2.0—, los rescoldos de la brusquedad ardiente de las primeras líneas del libro:

«Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques, a una milla de distancia de cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construido, a orillas de la laguna de Walden en Concord (Massachusetts), y me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos. En ella viví dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un morador en la vida civilizada».

Así comienza Walden. La imagen inmediata que el lector se hace de Thoreau es la de un hombre que se ha atrevido a quemar las naves, romper los puentes y vivir entre pájaros y árboles, un San Francisco de Asís moderno…

Si a alguien le interesa conocer al cantante (Thoreau) una vez conocida la canción (Walden), que eche un vistazo a la mejor biografía sobre el personaje:  The Days of Henry Thoreau, del académico —y gran admirador del personaje— Walter Harding. La instantánea que resulta poco tiene que ver con la de un delicioso ermitaño progresista, desprendido y autosuficiente.

Réplica de la cabaña de Thoreau en la ubicación original y estatua del escritor

Réplica de la cabaña de Thoreau en la ubicación original y estatua del escritor

1. La pequeña cabaña no fue construida por Thoreau, que no tenía idea de carpintería y era muy torpe para los trabajos manuales. Era una vieja construcción de un siglo de antigüedad que había reformado como refugio el también escritor y amigo de Thoreau Ralph Waldo Emerson.

2. La cabaña «en los bosques» estaba situada cerca del lago Walden, al borde de la carretera entre las ciudades de Concord y Lincoln, en una zona que ya entonces estaba bastante poblada y muy bien comunicada.

3. Thoreau iba casi todos los días a Concord, a 2,4 kilómetros de la cabaña. Se abastecía de alimentos, bebía alguna cerveza en el bar, compraba prensa y libros y visitaba a su madre y tías, que vivían en el pueblo y siempre le tenían preparada alguna delicatessen para que se llevase a la jungla.

4. Cada sábado la familia y amigos celebraban una reunión masiva en la cabaña. Cestas de viandas y bebidas llegaban al bosque para solaz de los asistentes.

Esquema para construir una cabaña como la de Thoreau

Esquema para construir una cabaña como la de Thoreau

5. Amigo de la propaganda, el escritor empezó a dar conferencias en Concord tras un año de residencia en Walden y avisó a su círculo de amistades del experimento de vida salvaje que llevaba a cabo. Muchos notables acudieron de visita a la cabaña. Emerson y Nathaniel Hawthorne se quedaron a cenar y a pasar la noche más de una vez. El vino y el brandy no escaseaban.

6. La proeza de Thoreau fue muy bien recibida por las sociedades burguesas progresistas de la zona, que comenzaron a organizar excursiones turísticas.

7. Una sociedad de damas contra la esclavitud celebró su junta anual en la cabaña en agosto de 1846. Sirvieron un té con pastas.

8. No hay constancia de que Thoreau haya plantado o cultivado ni siquiera perejil durante sus dos años de «vida primitiva».

9. Tampoco parece que se haya desprendido nunca de la levita y el alzacuellos.

10. «No era un lugar solitario. No había ni un día en que Thoreau dejase de recibir visitas (…) En una ocasión se reunieron en el lugar 25 personas«, dice la biografía.

Un par de carteles con mensajes basados en los libros de Thoreau

Un par de carteles con mensajes basados en los libros de Thoreau

Cuando conoces al cantante, la canción deja de acaricirte el alma. Sucede con frecuencia y es doloroso. Quiza debiera tomar precauciones y dejar de leer biografías.

«La mayor parte de los lujos, o las llamadas comodidades de la vida, no son solamente innecesarios, sino también impedimentos para la elevación de la humanidad. En lo que se refiere a los lujos y comodidades de la vida, diré que los más sabios siempre han vivido vidas más simples y pobres que las vidas de los mismos pobres«.

A partir de ahora no te creo, Thoreau. Sé que escribías el canto al ascetismo de Walden con la pluma en una mano y un muslo de pavo asado por mamá en la otra. Eras uno de esos que se indignan los fines de semana pensando en el lunes.

Ánxel Grove