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‘Memento mori’, las fotografías ‘post mortem’ del siglo XIX

Las fotografías de los muertos nos inquietan; más que la Muerte misma. En la época victoriana, sin embargo, fueron algo común, una mezcla de sentimentalismo, romanticismo y memento mori: la necesidad de recordar que un día aparecerás en esa imagen perturbadora.

Familia posando con hija fallecida. Wikimedia Commons.

Familia posando con hija fallecida. Wikimedia Commons.

Una vez fallecidos, los vestirán con las mejores galas, los sentarán o estirarán sobre una butaca o ataúd simulando al animalillo dormido. Su carcasa de carne será eterna, congelada por un fotón de luz para las generaciones venideras. El alma habrá regresado a las estrellas fundadoras por el agujero negro del aliento. El ciclo estará concluido. Será el último adiós. No sabemos si habrá más allá, paz, vacío, no existencia, conciencia pura en su retorno a la Fuente, cielo, averno, o eones de aburrimiento.

Solo sabemos que la física cuántica no entiende la Muerte y que la naturaleza no la inventó como tal. La Muerte es un concepto humano, un temor o un rompecabezas. Un salto al vacío. Y hubo un tiempo en que podía ser fotografiada porque ocurría en casa, y no en los hospitales o centros de retiro, formaba parte de una realidad doméstica sin zona de exclusión.

La perdida de un ser querido, especialmente la de un niño, en épocas de alta mortalidad infantil por culpa de la viruela o la tuberculosis, los trabajos forzados o el hambre, se consagraba entonces con una fotografía en blanco y negro, un recuerdo. En ocasiones, trucando el negativo, se les dibujaban unos ojitos para mantener el espejismo de la vida. Muchos de estos retratos serían el primero y último.

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Yorick, la calavera que nació de un meteorito

'Yorick' - Lee Downey (Foto: www.leedowney.com)

‘Yorick’ – Lee Downey (Foto: www.leedowney.com)

Abriendo el quinto acto de la tragedia, Hamlet se detiene en un cementerio, donde un sepulturero exhuma la calavera de Yorick, el bufón de la corte que tanto divirtió al príncipe danés en su niñez.

¡Ay! ¡Pobre Yorick! Yo le conocía, Horacio. Era un hombre sumamente gracioso, de la más fecunda imaginación. Me acuerdo que siendo yo niño me llevó mil veces sobre sus hombros… y ahora su vista me llena de horror. (…) ¿Qué se hicieron de tus burlas, brincos, tus cantares y aquellos chistes repentinos que de ordinario animaban la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya enteramente de músculos, ni puedes reirte de tu propia deformidad».

Sin estar vivo, Yorick protagoniza una de las escenas más famosas de Hamlet, la imprescindible obra de teatro de William Shakespeare. El monólogo sobre la mortalidad recuerda lo efímero de la vida terrenal, es el gran memento mori del dramaturgo inglés.

La calavera esculpida a mano por Lee Downey se llama Yorick en homenaje al pobre Yorick. Es complicado adivinar qué material ha utilizado el artista estadounidense para lograr ese acabado de vetas plateadas. El cráneo reproducido a tamaño natural está tallado en un solo bloque que procede del espacio: este Yorick nació de un meteorito que cayó en el desierto del Kalahari (Namibia) hace unos 4.000 millones de años.

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