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Narcissa, miniaturista antes que dama de sociedad

'English Dining Room of the Georgian Period,  1770-90'. c. 1937 - Narcissa Niblack Thorne

‘English Dining Room of the Georgian Period, 1770-90’. c. 1937 – Narcissa Niblack Thorne

De perfil aristocrático y semblante tranquilo, vestida y peinada como para un evento social de alto copete, Narcissa Niblack Thorne (1882-1966) podría haber sido cualquier dama de sociedad, preocupada por demostrar de modo constante que, a principios del siglo XX, la alta burguesía estadounidense podía ser tan elegante y sofisticada como la aristocracia europea y que incluso la superaba en frescura y espontaneidad.

Sus padres pertenecían a la alta sociedad. Nacida en Indiana, su familia se mudó a Chicago cuando ella era niña. Se casó con su amor de la niñez, Montgomery Ward, un rico empresario dueño de unos grandes almacenes. Sin embargo, en lugar de obsesionarse con vivir a lo grande, Thorne sentía una atracción por explorar lo pequeño, perderse en una escala de 1:12.

Narcissa Niblack Thorne con una de sus obras

Narcissa Niblack Thorne con una de sus obras

De niña se había aficionado a coleccionar utensilios de cocina, jarrones y muebles para lujosas casas de muñecas y la pasión por la miniatura no la había abandonado. La búsqueda de objetos a pequeña escala la llevó a diferentes ciudades estadounidenses y europeas, pero pronto dio el paso a la pieza única: empezó a reproducir habitaciones de época.

Un salón inglés de la época de los Tudor, un aristocrático dormitorio francés del siglo XVI, la cocina de una casa de veraneo estadounidense, un moderno salón californiano de los años cuarenta, una sencilla vivienda japonesa, una sala de estar alemana de la alta burguesía del siglo XIX… La dama de sociedad se hizo una miniaturista de renombre.

No escatimó en suelos de madera, frescos en las paredes o moldes de escayola, las fotos frontales de los trabajos de Thorne podían pasar por escenarios reales de una película o fotos de viviendas de ensueño de una revista de decoración. Previamente se documentaba visitando museos y casas históricas y al principio se manejaba para hacerlo todo sola, pero con el tiempo ansió la perfección y empleó a expertos artesanos que la ayudaban con lo más difícil.

'German Sitting Room of the 'Biedermeier' Period, 1815-50'. c. 1937 - Narcissa Niblack Thorne

‘German Sitting Room of the ‘Biedermeier’ Period, 1815-50′. c. 1937 – Narcissa Niblack Thorne

En 1932 se atrevió a exponerlas por primera vez en una muestra benéfica y a lo largo de los años treinta ganaron fama. Le dedicaron un reportaje en la revista Life y en 1936 recibió el encargo de reproducir una de las habitaciones del Castillo de Windsor para celebrar la coronación (que nunca fue) de Eduardo VIII del Reino unido, el aspirante a rey que renunció a ser heredero para casarse con una plebeya estadounidense.

Se conoce la existencia de 100 mini-estancias, 68 de ellas en la colección permanente del Instituto de Arte de Chicago. Las demás están repartidas por museos estadounidenses, no es posible disfrutar de ellas en Europa. Nunca cobró por sus obras, cuando murió su marido millonario, la herencia le permitió seguir en su pequeño estudio de Chicago, centrada en sus casitas. Sólo cerró el estudio y se quitó su elegante bata de trabajo en 1966, unos meses antes de morir.

Helena Celdrán

'French Library of the Louis XV Period, c. 1720', c. 1937 - Narcissa Niblack Thorne

‘French Library of the Louis XV Period, c. 1720’, c. 1937 – Narcissa Niblack Thorne

'California Hallway, c. 1940'. c. 1940 - Narcissa Niblack Thorne

‘California Hallway, c. 1940’. c. 1940 – Narcissa Niblack Thorne

'English Entrance Hall of the Georgian Period, c. 1775'. c. 1932 - Narcissa Niblack Thorne

‘English Entrance Hall of the Georgian Period, c. 1775’. c. 1932 – Narcissa Niblack Thorne

'Tennessee Entrance Hall, 1835'. c. 1940 - Narcissa Niblack Thorne

‘Tennessee Entrance Hall, 1835’. c. 1940 – Narcissa Niblack Thorne

'Japanese Traditional Interior', c. 1937 - Narcissa Niblack Thorne

‘Japanese Traditional Interior’, c. 1937 – Narcissa Niblack Thorne

'English Great Room of the Late Tudor Period, 1550-1603'. c. 1937 - Narcissa Niblack Thorne

‘English Great Room of the Late Tudor Period, 1550-1603’. c. 1937 – Narcissa Niblack Thorne

Muere Bill Epperidge, el fotógrafo del asesinato de RFK

Bill Eppridge - Robert Kennedy muriendo, 6 de junio de1968

Bill Eppridge – Robert Kennedy muriendo, 5 de junio de1968

Cocina del  Hotel Ambassador de Los Ángeles, noche del 5 de junio de 1968. El hombre que yace en el suelo con los ojos abiertos acaba de recibir tres balazos disparados por un revolver del calibre 22. Un par de ellos, uno en la cabeza y otro en el cuello, letales. El hombre, que tenía 43 años, moriría unas horas después en el hospital. Extendieron un parte de defunción a nombre de Robert Francis Kennedy.

A John Fitzgerald Kennedy, hermano de la víctima, también lo habían matado a tiros unos cinco años antes.

El muchacho arrodillado que sostiene al herido también tiene los ojos abiertos en una dimensión desquiciada. Se llama Juan Antonio Romero, había nacido 17 años antes en el estado mexicano de Nayarit —un lugar cuya existencia desconoce el 99% de los habitantes del área metropolitana de Los Angeles— y trabaja como ayudante de camarero en el hotel. Había atendido la suite de RFK varias veces durante el día y había sacado 15 dólares en propinas. Es mucho dinero en 1969, pero Juan Antonio está acostumbrado a la dádiva de los elegidos —en el Ambassador se hospedaban estrellas de cine— y le gusta, sobre todo, saber que ha dado la mano a un senador.

El fotógrafo que hace la instantánea está trabajando para le revista Life, que le había encargado no separarse de RFK, en la carrera electoral hacia la Casa Blanca. Tienen 30 años, se llama Guillermo Alfredo Eduardo Eppridge y había nacido en Buenos Aires, donde su padre trabajaba para una multinacional estadounidense. Cuando la familia regresó a Delaware deciden olvidarse del capricho austral del nombre de pila hispano y compuesto. Desde los 10 años el niño es simplemente Bill Eppridge.

El fotógrafo de quien nadie se acuerda que nació en Argentina acaba de morir, a los 75 años, de una sepsis infecciosa.

La Nikkormat FT con la que Eppridge hizo la foto (Christopher T. Assaf/Baltimore Sun)

La Nikkormat FT con la que Eppridge hizo la foto (Christopher T. Assaf / Baltimore Sun)

Eppridge relató muchas veces los pormenores que concluyeron en la foto de su vida. Acaso modificó sin malicia la historia para añadir las claves dramáticas que le exigían al pedirle algo extra a la coreografía bárbara del senador y el muchacho de Nayarit sobre el suelo rugoso y húmedo de la cocina, acaso se perdió en el curso del drama como cualquiera se perdería, acaso hizo las fotos sin saber con precisión qué estaba haciendo, también él tan desquiciado como Juan Antonio Romero en un momento en que el único ser humano tranquilo parece el moribundo.

La imagen es perfecta como toda foto accidental: el desenfoque al límite; el ars dramática del grano; el baile preciso entre espacios negros y luces; la chaquetilla blanca como un sudario de Romero; el brazo derecho extendido, levemente en suspenso y con el puño cerrado de la víctima; las piernas desencajadas y sin urbanidad que anuncian, sin género alguno de duda, la muerte; las manchas del pavimento, abiertas a la imaginación gracias a la perfección del blanco y negro; la propia textura del pavimento, ruda y pobre, más adecuada para Nayarit que para el Wilshire Boulevard…

Bill Eppridge - Ethel Kennedy habla con su esposo moribundohusband Robert 1968

Bill Eppridge – Ethel Kennedy habla con su esposo moribundo

Eppridge hace más fotos del momento de desordenado pánico. En la más sobrecogedora, Ethel, la esposa del senador, habla por última vez con su marido. «No me gustó hacer esa foto, ella movía los labios, musitaba ante la cara de su esposo moribundo, pero tuve que hacerla. Estaba trabajando, era mi deber«, declararía más tarde el fotógrafo, que, sin embargo, no logró retratar, como también era su deber, al pistolero homicida, Sirhan Sirhan, quizá un antisionista vengador contra el apoyo de los Kennedy a Israel en la Guerra de los Seis Días, sin duda un lunático 0, de acuerdo con las teorías de la conspiración universal, un pelele en trance hipnótico sometido al programa de control mental MK Ultra de la CIA.

El fotógrafo Eppridge trabajó muchos años más. Además del crimen de RFK, dejó para la historia al menos dos grandes reportajes: uno sobre heroinómanos en Nueva York y otro en el que acompañó durante el luto a la familia del activista antisegregación racial James Chaney, asesinado por el Klu Klux Klan.

El Hotel Ambassador fue cerrado en 1989, pero siguió siendo utilizado como set de filmación de películas, entre ellas Forrest Gump, una epifanía sobre los años sesenta. En 2005 el edificio fue demolido. En el solar han construido un complejo escolar bautizado como Robert F. Kennedy Community Schools.

El ayudante de camarero Juan Antonio Romero se sintió culpable toda su vida por no haber podido hacer algo más para salvar la vida del político, cuya tumba visitó hace unos meses. Reveló a los periodistas que las últimas palabras que dijo RFK durante la agonía fueron: «Todo va a salir bien ¿Están todos a salvo?».

Bill Eppridge retratado por Tom Mantoani

Bill Eppridge retratado por Tom Mantoani

La foto quemada

La foto quemada

A Epperidge lo retrataron en 2012 para el libro Behind Photographs: Archiving Photographic Legends (Tras las fotografías: archivando a leyendas fotográficas). Sostiene una copia de la foto de su vida ante la cámara Polaroid de otro fotógrafo. Contó entonces que la imagen le persiguió en sueños, que no podía olvidarla pese a que apenas recuerda cómo la hizo, qué impulso le llevó a no ponerse a llorar.

Dijo también que, años más tarde, tras un incendio en su casa perdió gran cantidad de copias de sus trabajos. Al revisar el lugar incinerado y empapado por el agua de los bomberos encontró, tras un sofá, una copia en pasmoso buen estado y con los bordes quemados añadiendo un marco de luctuosa perfección.

La mejor definición de la foto del moribundo RFK y el muchachito mexicano de chaquetilla blanca la dio el fotógrafo Epperidge: «Es la foto de una crucifixión».

Ánxel Grove

Hugo Jaeger, el fotógrafo personal de Hitler que retrató los guetos de Polonia

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

El fotógrafo Hugo Jaeger (1900-1970) no consideró necesario anotar el nombre de la muchacha, una vecina de Kutno (Polonia) a la que retrató en 1939. Podemos sostener sin demasiado riesgo de error que intercambió con ella algunas palabras pese a que él era un alemán fervorosamente nazi y ella una judía encerrada en un gueto que sería, para utilizar el término exacto que fue apuntado en los expedientes, «liquidado» en la primavera de 1942, menos de tres años después.

Es difícil saber qué emoción conducía la actitud de Jaeger, un tipo bávaro, de buena familia, nacido en la correctísima ciudad de piedra de Múnich y convencido de que la Gran Alemania era un premio al que los arios estaban destinados por razones históricas y, por extensión, convencido también de que la joven de la sonrisa directa era una «perra», una «parásita», una «rata»… Como cualquier judío.

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Hugo Jaeger—Time & Life Pictures/Getty Images

Si todo retrato es un prólogo de la muerte, una intención de retener en un espacio bidimensional el aliento vital, los de la chica judía de Kutno —porque el fotógrafo nazi le hizo un par de tomas, por eso sostengo que intercambiaron algunas palabras, que quizá él le reclamó la sonrisa y ella, confiada, se la concedió— lo son con una intesidad atroz.

Cuando hizo las fotos en los guetos de Kutno y Varsovia, Jaeger sabía que estaba retratando a personas con fecha de caducidad, a futuras víctimas del exterminio. No se puede deducir otra cosa sabiendo que era el fotógrafo personal de Adolf  Hitler desde 1936 y ninguna puerta se le cerraba en el Reich. Estaba en la nómina de los esbirros.

En el futuro Jaeger diría —como tantos millones de alemanes y alemanas sostendrían pese al olor a carne quemada que entraba en las salas de estar como un invitado cotidiano— que nada sospechaba , que le gustaba retratar, que aquellos judíos polacos le interesaron por motivos documentales.

No era un gran fotógrafo. Ni siquiera dominaba las reglas básicas de la composición, en las que le ganaba de calle el otro reportero oficial nazi, Heinrich Hoffman, pero Hitller confiaba en Jaeger porque ambos preferían las imágenes en color y el retratista se inclinaba por el revelado de diapositivas, que en los años treinta y cuarenta todavía era dificultoso.

El Führer adoraba como Jaeger capturaba la épica astracanada de los desfiles e incluso había recibido el encargo de documentar la celebración del 50º cumpleaños de Hitler y el fotógrafo le había mostrado en el centro de una turbamulta de arias semihistéricas en torno al ídolo, había firmado uno de los retratos oficiales del tirano y había logrado franquear la intimidad del paranoide dictador para retratar sus espacios íntimos. Insisto: Jaeger no era un inocente reportero y su cámara estaba manchada de inmundicia.

Me importan bastante poco las fotos de nazis que firmó Jaeger, otro nazi, pero sigo sin entender qué estrategia le llevó a dejar constancia de aquellos que estaban marcados para la masacre —los 400.00 judíos de Varsovia y los 8.000 de Kutno—. Sus imágenes de los guetos polacos son únicas, ningún otro reportero logró dar testimonio fotográfico de las antesalas de la aniquilación universal prevista para estas personas que posan sin aparente fingimiento ante la cámara de Jaeger.

Lo que vino después es casi tan indescifrable como lo anterior. Tras la derrota nazi, el fotógrafo, que intentó buscar el anonimato en Múnich, no fue perseguido, ni siquiera interrogado. Guardaba dos mil diapositivas en una maleta, entre ellas algunos retratos de jerarcas y simpatizantes nazis de primer nivel que le hubieran venido muy bien a la justicia aliada postbélica. Aseguró que unos soldados estadounidenses lo detuvieron para revisar la valija, pero encontraron primero una botella de coñac y se conformaron con el alcohol. Luego, eso dijo, enterró las fotos en las afueras de la ciudad en tarros de cristal y las vendió por una cantidad no revelada en 1965 a la revista Life. La publicación se mostró tan recatada y melindrosa como es costumbre y no hizo públicas las imágenes hasta 2005.

Como tantos otros alemanes que invitaban a entrar en casa al olor a carne quemada, Jaeger murió limpio. Me gusta pensar, sin embargo, que su condena es eterna y está dictada por las dos fotos, una con sonrisa y otra sin ella, de una anónima muchacha de la campiña polaca a la que retrató sabiendo que le esperaba el martirio.

Ánxel Grove

¿Puede ser «bella» la foto de una suicida?

El cadáver de Evelyn McHale - Foto: Robert Wiles

El cadáver de Evelyn McHale – Foto: Robert Wiles

Un millón de personas se quita la vida por decisión propia cada año en el mundo. Es decir, cada 40 segundos alguien comete un suicidio. La epidemia es creciente: el número de víctimas ha aumentado porcentualmente un 60% en los últimos 45 años y la cantidad de intentos fallidos es enorme, de 10 a 20 millones anuales. El método más común (uno de cada tres suicidios) es el envenenamiento con pesticidas —único agente químico mortal al alcance de los parias de la tierra—. Le siguen el ahorcamiento, los disparos con armas de fuego, la ingesta de drogas, sean legales o no, y el salto al vacío.

El uno de mayo de 1947 Evelyn McHale, de 23 años, opto por tirarse desde el piso 86º del Empire State, el rascacielos-símbolo neoyorquino. En el mirador desde el que había saltado la chica, un agente de policía encontraría minutos más tarde el abrigo que había dejado doblado en una última ceremonia de repliegue hacia el orden y la razón cotidianas. En una cartera negra hallaron una nota redactada a mano con una letra escrupulosa y educada:

«No quiero que nadie, familiar o no, vea mi cuerpo. ¿Podrían destruirlo mediante la cremación? Te ruego a ti y mi familia que no celebréis ninguna ceremnia religiosa en mi memoria. Mi prometido quiere que nos casemos en junio, pero no creo que pueda ser una buena esposa para nadie y él estará mucho mejor sin mí. Decidle a mi padre que tengo muchas de las predisposiciones de mi madre».

La foto tal como la publicó "Life"

La foto tal como la publicó «Life»

El estudiante de fotografía Robert Wiles escuchó el golpe del cuerpo de la chica al impactar contra el techo de una limusina de las Naciones Unidas aparcada bajo el rascacielos, corrió hacia el lugar e hizo la foto del cadáver. Sólo tuvo tiempo para disparar una vez antes de que le impidieran seguir retratando.La imagen fue publicada en el número de mayo de la revista Life. El pie explicaba: «Sólo cuatro minutos después de la muerte de Evelyn McHale, Wiles hizo esta foto de la violencia de la muerte y su compostura«.

La foto de Miles una de las imágenes más perturbadoras de la historia y ha sido llamada, obviando con cierto grado de grosería el dolor causado a las personas que dejó atrás la chica, «la más bella de las suicidas«.

No es fácil eludir la plasticidad sugestiva de la foto, el estremecedor atractivo del cuerpo aparentemente limpio de Evelyn McHale —la muerte se debió a politraumatismo orgánico interno y el cadáver luce una limpieza casi total—. La joven parece dormida, mantiene en su lugar los guantes blancos y el collar… Sólo las medias caídas, envolviendo los tobillos, sugieren el desacomodo de la muerte.

"Suicide (Fallen Body" - Andy Warhol

«Suicide (Fallen Body)» – Andy Warhol

Unos años más tarde, el artista Andy Warhol reutilizó la imagen para el estampado Suicide (Fallen Body). Como era norma en el sobrevalorado copista estadounidense, la obra es una pantomima realizada para hacer caja.

El cuerpo de Evelyn McHale, como era su deseo, fue incinerado y no hay túmulo funerario en su memoria. La web Codex 99 reconstruyó hasta el punto en que fue posible algunos detalles biográficos: había nacido en Berkeley, patria californiana de la contestación y la rebeldía; era la sexta de siete hermanos; su padre trabajaba en un banco y ella, tras el servicio militar voluntario —del que se largó quemando el uniforme en un acto que acaso fuera una protesta—, se empleó como administrativa en una imprenta de Nueva York.

El día antes de matarse había viajado en tren a visitar para su novio. Regresó el uno de mayo temprano —«cuando la besé para decirle adiós, estaba tan contenta como cualquier chica normal», dijo el prometido—, se hospedó durante unas horas en un hotel para redactar la nota de despedida, fue al Empire State, pagó el ticket de entrada, subió en uno de los frenéticos 76 ascensores hasta el piso 86º en un viaje de menos de un minuto, se desprendió del abrigo y saltó a la calle, 320 metros más abajo…

En lo que sabemos quedan los espacios vacíos que cada suicidio abre como fauces de fieras, las permanentes preguntas que nadie es capaz de responder: ¿la agonía diaria de una tristeza insondable?, ¿un desajuste químico-funcional en la maquinaria de la mente y el alma?, ¿el simple miedo a la vida?, ¿la seguridad del fracaso?, ¿una tristeza insoportable?…

Una pregunta más puede añadirse: ¿puede una foto de una suicida ser «bella» como ciertamente lo es la del cadáver de Evelyn McHale sobre la carrocería de una limusina?

Ánxel Grove

El cadáver de Evelyn McHale coloreado a posteriori – Foto:

El cadáver de Evelyn McHale coloreado a posteriori – Foto: Robert Wiles

El hombre que tomó esta foto convalecía de dolorosas heridas de guerras

"A Walk to the Paradise Garden" - W. Eugene Smith, 1946

«A Walk to the Paradise Garden» – W. Eugene Smith, 1946

El hombre que hizo la foto —quizá una de las imágenes que mejor abrevian la esperanza, el descubrimiento y el optimismo— sufría terribles dolores en cada articulación del cuerpo. Cargar con la cámara era un esfuerzo titánico y la simple acción de apretar el disparador no resultaba concebible sin sentir en las manos un padecimiento extremo. Era de tal magnitud el enfrentamiento con el dolor que W. Eugene Smith se refiere a la foto, pese la placidez del tema, como un «esfuerzo fotográfico».

La primavera de 1946 no había llegado con paz para el padre del fotoensayo. Durante los últimos dos años intentaba superar las secuelas de las heridas causadas por un mortero japonés en Okinawa, donde retrataba el frente del Pacífico de la II Guerra Mundial. Había estado a punto de morir pero sólo recordaba el momento como un impacto radical al que siguió la pérdida de toda consciencia. El vía crucis llegó luego con las operaciones repetidas y la rehabilitación que parecía no avanzar. Los calmantes no lograban paliar el tormento de un cuerpo descoyuntado. «Fueron dos años de dolor y desconsuelo, los peores de mi vida, una crisis física y personal de dimensión aterradora», recordaría el fotógrafo con el tiempo.

Para medir el alcance de la tortura cotidiana que padecía Smith debemos considerar de quién estamos hablando. Todo lo contrario a un quejica —hijo de padre suicida tras la quiebra económica de 1929, freelancer sin estudios capaz de lanzarse a la selva de Nueva York y encontrar hueco laboral, reportero antisfacista que en un momento de «revelación» decidió dejar de seguir a los soldados y limitarse a la aflicción de los civiles inocentes atacados por la maquinaria bélica…—, el fotógrafo estadounidense no era amigo del lamento y sabía bien, a los 28 años, que los caminos están sembrados de espinas. «Nunca hice una foto, buena o mala, sin pagar el precio de un gran tormento emocional», había declarado.

Sin embargo, aquella mañana de la primavera de 1946, Smith se sentía a punto de abdicar. «No estaba seguro de si sería capaz de volver a fotografiar de nuevo», escribió más tarde sobre el día en que tomó la imagen de los niños, sus hijos, Pat y Juanita. Para nuestra felicidad y la del arte fotográfico decidió que valía la pena probar y saber si era capaz, pese al pánico y las secuelas físicas, de recitar de nuevo «un soneto a la vida y al valor para seguir viviendo».

Trastabillando, luchando contra las «iniquidades técnicas de la cámara», intentando que el dolor se quedase dentro o, mejor, se licuase con la luz, siguió a los críos en una improvisada y pequeña excursión por el jardín que servía de pórtico a una zona boscosa. El relato tiene la cadencia de una epopeya: «Compuse el ajuste, intenté hacerlo, pero una oleda repentina de dolor en el brazo y la espalda me paralizó. Disparé una vez tras un verdadero esfuerzo y el dolor regresó aún más violentamente. Tuve una arcada, un sabor espantoso me subió por la garganta y llegó a la boca… Intenté disparar de nuevo, luchando contra mí mismo. Cada vez que apretaba el disparador el dolor regresaba acrecentado».

Finalmente, Pat y Juanita superaron el círculo de vegetación para entrar de la mano y sin miedo en una zona de luz y sorpresa. Smith hizo la foto definitiva. Lo supo desde el instante en que accionó el mecanismo de la cámara. «Sabía que esa la foto. No era perfecta y quizá no fuese importante para el resto del mundo, pero flotaba en la eternidad. Las ondas de choque que acosaban mi cuerpo y mi mente seguían buscándome, lacerando mi carne, pero fui consciente de que espiritual y físicamente había dado un primer paso para alejarme de mis dos años perdidos en el dolor».

A Walk to the Paradise Garden (Un paseo por el jardín del Paraíso), el título de la imagen, juega con el ideal de aventura que reside en la congelada fracción de segundo de la imagen. Para Smith el afán de descubrimiento fue textual: en 1948 firmó The Country Doctor, donde acompañó a un jóven médico rural en el área de Dénver; tres años después publicó Nurse Midwife, en el que siguió a la comadrona negra que ayudaba a nacer a niños blancos en un área con fuerte presencia del Klu Klux Klan, y también en 1951 entró en la España doliente del franquismo engañando al Gobierno de la dictadura y preparó para Life el reportaje Spanish Village, el primero que exploró la tristeza profunda de un pueblo rural tras la Guerra Civil.

Los problemas no se solucionaron milagrosamente con la foto de Pat y Juanita. Smith empezó a consumir anfetaminas y beber mucho alcohol. Trabajaba con la intensidad de cuatro hombres, como buscando respuestas finales en cada foto.

Cuando el reportero murió de un ataque fulminante al corazón en 1978, a los 59 años, en la cuenta corriente tenía 18 dólares. Algunos idiotas le acusaron de haber sacrificado su vida en busca de un ideal sin saber que lo había encontrado años antes en un jardín de la mano de la curiosidad de dos críos valientes.

Ánxel Grove

Lee Miller en la bañera de Hitler

Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

La foto tiene dos ejes: las fatigadas botas militares que acaban de pisar el campo de concentración de Dachau y, colocado sobre el borde de la bañera, el retrato de Adolf Hitler, presidente y canciller de Alemania e ideólogo máximo del exterminio genocida.

Dispara el obturador David E. Scherman. Posa Lee Miller. Ambos viajan como fotógrafos incrustados en la 45ª División de Infantería del Séptimo Ejército de los EE UU. Él trabaja para Life y ella para Vogue. Son amantes.

La foto no tendría importancia alguna sin tener en cuenta la dirección del apartamento (Prinzenregentplatz, 27, Munich, Alemania) y, sobre todo, la condición jurídica de la estancia: es la residencia de Hitler en la ciudad donde germinó el huevo de la serpiente y el psicópata contagió a toda la nación, que le consideró, por mayoría absoluta, un avatar de Goethe.

Un elemento más para culminar la teatralidad: la fecha. Es el 30 de abril de 1945. El mismo día, en un búnker de Berlín asediado por el ejército bolchevique, Hitler se suicidó.

La imagen es una escenificación: la pareja juega cuando descubre que se ha metido a descansar, dicen que por casualidad pero yo no me lo creo, en la casa de Hitler. Se hacen fotos uno al otro, juzgan la pobreza espirirual de la porcelana de mal gusto, los paisajes de pacotilla en las paredes y las estatuillas seudo clásicas que decoran la vivienda. «Era mediocre, pero tenía todo lo necesario, incluso agua caliente», escribe Miller.

La imagen es publicada en Vogue, donde Miller había trabajado como modelo estelar años antes. Algunos consideran que se trata de una jugada incorrecta, provocadora, fuera de lugar… Poco importa ya.

Cuando Miller recibe la noticia de la muerte del Führer, anota con el desapego habitual:

«Bueno, está bien, está muerto. Nunca había estado realmente vivo para mí hasta hoy. Había sido un una máquina del mal, un monstruo, durante todos estos años, pero nunca lo consideré real hasta que visité los lugares que hizo famosos, hablé con gente que lo conoció, excavé en los chismes y comí y dormí en su casa. Entoces se convirtió en menos fabuloso y, por lo tanto más terrible, sobre todo por la evidencia de que tenía algunos hábitos casi humanos…, como un mono que te avergüenza y humilla con sus gestos, como una caricatura«.

Toma deshechada de Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

Toma desechada de Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

La página web que explota el legado fotográfico de Miller ha publicado alguna otra foto de la sesión de la bañera. No añaden nada, son simples descartes. No han aparecido, si es que existen, las tomas tantas veces mencionadas por la cultura popular de Lee desnuda o de su novio dándose también un baño.

«Me limpiaba de la suciedad de Dachau».

El pie de foto justificativo de la modelo no es más que una fábula y sigo creyendo que la foto escenifica una metáfora torpe y gruesa, que las botas están colocadas en el lugar perfecto para equilibrar la composición, que esa no era la ubicación original del retrato de Hitler, traído en última instancia para dar crédito de realidad… También pienso que la pareja tenía derecho a la travesura.

Resulta imposible aislar la foto de la bañera de Hitler de la historia de la modelo, no por melodramática menos turbadora: víctima de una violación a los siete años cometida por un amigo de la familia —con contagio de gonorrea añadido—; modelo publicitaria de algunos de los mejores fotógrafos de su tiempo, entre ellos Edward Steichen, que la retrató en 1928 en el primer anuncio de tampones en el que apareció una mujer; amante, musa y ayudante de Man Ray, con quien mantuvo una relación apasionada y loca de retroalimentación [inserto tras la entrada algunas fotos sobradamente conocidas del tándem: aunque Ray pasa por ser autor y Miller la modelo, nunca quedó claro del todo quién hizo qué y algunos sostienen que fue ella, por ejemplo, quien inventó las solarizaciones]; compañera de aventuras sexuales de Charles Chaplin y Pablo Picasso; espiada por los servicios secretos ingleses porque frecuentaba la amistad de comunistas…

Lee Miller retratada por su padre, Theodore Miller

Lee Miller retratada por su padre, Theodore Miller

Las fotos de Munich en la bañera de Hitler no fueron las primeras de Miller en una escenografía de alicatado blanco.

Años antes, en Nueva York, poco después de la violación —que no fue denunciada, al parecer, para evitar el escándalo—, su padre, Theodore Miller, un tipo que pasaba por liberal y artista, comezó a hacer fotos de la niña desnuda. La familia sostiene que se trataba de un ceremonial para devolver a la cría la autoconfianza.

Las sesiones paterno filiales prosiguieron hasta que Lee tuvo 20 años.

Una de las fotos la muestra sentada en una forzada postura, como encajada, en una pequeña bañera.

Algunas historias piden a gritos la resurrección de Sigmund Freud y Carl Jung.

Ánxel Grove

Uno de cada 31 estadounidenses vive entre rejas

© Sean Kerman

"Prisioner with Mirror", 1979 © Sean Kerman

La residencia en la tierra de 2,5 millones de estadounidenses está entre rejas. Si añadimos a las personas en espera de juicio y en libertad condicional, la cifra es de 7,3 millones.

El 25 por ciento de los presos de todo el planeta está encerrado en las centenares de cárceles federales, estatales, regionales y privadas de los EE UU, un país donde reside el 5 por ciento de la población mundial.

Es la proporción más alta del mundo, similar a la de Rusia durante los peores momentos de los gulags estalinistas: uno de cada 31 adultos estadounidenses está en la cárcel (más que en China, que tiene una población cinco veces superior).

Los porcentajes tienen colores si se miden racialmente: uno de cada once negros afroamericanos vive encerrado, igual que uno de cada 27 latinos y uno de cada 45 blancos.

La criminalidad ha bajado un 25 por ciento en el país desde 1988, pero en ese mismo periódo la población reclusa se ha cuadruplicado.

¿Motivos? Entre otros, la aplicación judicial de la política ejecutiva de la guerra contra las drogas -que envía a prisión a casi cualquier persona involucrada con narcóticos, sea cual sea el nivel: consumo personal o tráfico a gran escala- y la demente consideración de que las faltas leves deben ser objeto de condena.

"Jenar Jury" © Deborah Luster

"Jenar Jury" © Deborah Luster

El 20 por ciento de los internos está en la cárcel por motivos que en los demás países de Occidente conllevarían una multa o el cumplimiento de trabajos comunitarios: pintar un grafiti en un transporte público: hasta un año de prisión; llevar encima 100 gramos de marihuana en Texas: 15 años; en 13 estados, la acumulación de tres condenas remiten inevitablemente a cadena perpetua.

La mitad de los presos han sido condenados por delitos no violentos, sobre todo hurtos o robos.

Como no podía ser de otra forma en un país donde los balances contables prenden en el ánimo colectivo con más fuerza que ningún otro parásito, las prisiones estadounidenses también son un negocio. Desde la década de los años ochenta, muchos centros de detención han sido privatizados. Unas 18 grandes empresas tienen bajo custodia a unos 20.000 presos en 27 estados.

"Female Blood", 1995. © Jamel Shabazz

"Female Blood", 1995. © Jamel Shabazz

La mayor de las sociedades privadas metidas en el negocio carcelario es la Correctional Corporation of America (CCA), que en su último informe fiscal declaró 1.669 millones de dólares de ingresos anuales. Gestiona 60 cárceles en las que cumplen condena 90.000 personas. Por cada falta contra el reglamento, les imponen un mes más de arresto. Las organizaciones de derechos humanos han resaltado que en las instalaciones de la CCA se levantan ocho veces más infracciones que en las prisiones públicas y denuncian que la política de castigos tienen motivación económica: a más días en la cárcel, más dinero público entra en la caja de la compañía.

Los últimos datos oficiales (2006) señalan que el coste anual del sistema penitenciario estadounidense es de 68.700 millones de dólares.

Quien tenga interés por ahondar en los detalles de este panorama demencial puede consultar la excelente y completa web de la organización independiente y sin ánimo de lucro Prision Policy Iniciative.

¿Qué pinta este tema en Xpo, la sección dedicada a la fotografía que aparece todos los jueves en este blog?

Pete Brook

Pete Brook

La culpa es de Pete Brook, editor de la web Prision Photography. Este historiador y crítico fotográfico, nacido en Inglaterra, alucinó en un viaje a los EE UU en 2004 cuando experimentó el desinterés general por la cuestión del sistema penitenciario.

«A pesar de que la población reclusa se haya cuadriplicado en 30 años, ¿cuándo aceptó la población que eso era correcto?, ¿a partir de qué momento dejaron de importar las alternativas?», declaró hace unos días en una entrevista.

Desde entonces Brook se ha dedicado a un intenso trabajo de investigación y difusión en torno a los muchos fotógrafos que han documentado la vida en las cárcel. Su intención es demostrar a través de los ojos de estos reporteros la necesidad de una profunda reforma del sistema penitenciario estadounidense y un modo «creativo» de afronatar la rehabilitación de los internos.

«Las cárceles de los EE UU son social y económicamente insostenibles. Tal como existen, son una carga… y son ignoradas«, dice.

"Trapped" © Jenn Ackerman

"Trapped" © Jenn Ackerman

Prision Photography obtuvo este año premios como uno de los mejores blogs de fotografía concedidos por Life y el British Protography Journal.

Ahora Brook pretende extender el trabajo de estos cuatro años con el proyecto Prison Photography on the Road: Stories Behind the Photos para el que está buscando financiación en Kickstarter. Solicitaba 7.500 dólares y ya ha recolectado casi 9.000.

Quiere recorrer los EE UU para entrevistar a 40 fotógrafos, educadores, activistas y terapeutas y que propongan soluciones al problema.

Inserto el vídeo de Brook explicando el proyecto. Quedan todavía unos días para que se cierre la recaudación.

A veces uno sabe que las fotos y el periodismo siguen estando del lado correcto de la vida. Ésta es una de esas veces.

Ánxel Grove