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Muere Bill Epperidge, el fotógrafo del asesinato de RFK

Bill Eppridge - Robert Kennedy muriendo, 6 de junio de1968

Bill Eppridge – Robert Kennedy muriendo, 5 de junio de1968

Cocina del  Hotel Ambassador de Los Ángeles, noche del 5 de junio de 1968. El hombre que yace en el suelo con los ojos abiertos acaba de recibir tres balazos disparados por un revolver del calibre 22. Un par de ellos, uno en la cabeza y otro en el cuello, letales. El hombre, que tenía 43 años, moriría unas horas después en el hospital. Extendieron un parte de defunción a nombre de Robert Francis Kennedy.

A John Fitzgerald Kennedy, hermano de la víctima, también lo habían matado a tiros unos cinco años antes.

El muchacho arrodillado que sostiene al herido también tiene los ojos abiertos en una dimensión desquiciada. Se llama Juan Antonio Romero, había nacido 17 años antes en el estado mexicano de Nayarit —un lugar cuya existencia desconoce el 99% de los habitantes del área metropolitana de Los Angeles— y trabaja como ayudante de camarero en el hotel. Había atendido la suite de RFK varias veces durante el día y había sacado 15 dólares en propinas. Es mucho dinero en 1969, pero Juan Antonio está acostumbrado a la dádiva de los elegidos —en el Ambassador se hospedaban estrellas de cine— y le gusta, sobre todo, saber que ha dado la mano a un senador.

El fotógrafo que hace la instantánea está trabajando para le revista Life, que le había encargado no separarse de RFK, en la carrera electoral hacia la Casa Blanca. Tienen 30 años, se llama Guillermo Alfredo Eduardo Eppridge y había nacido en Buenos Aires, donde su padre trabajaba para una multinacional estadounidense. Cuando la familia regresó a Delaware deciden olvidarse del capricho austral del nombre de pila hispano y compuesto. Desde los 10 años el niño es simplemente Bill Eppridge.

El fotógrafo de quien nadie se acuerda que nació en Argentina acaba de morir, a los 75 años, de una sepsis infecciosa.

La Nikkormat FT con la que Eppridge hizo la foto (Christopher T. Assaf/Baltimore Sun)

La Nikkormat FT con la que Eppridge hizo la foto (Christopher T. Assaf / Baltimore Sun)

Eppridge relató muchas veces los pormenores que concluyeron en la foto de su vida. Acaso modificó sin malicia la historia para añadir las claves dramáticas que le exigían al pedirle algo extra a la coreografía bárbara del senador y el muchacho de Nayarit sobre el suelo rugoso y húmedo de la cocina, acaso se perdió en el curso del drama como cualquiera se perdería, acaso hizo las fotos sin saber con precisión qué estaba haciendo, también él tan desquiciado como Juan Antonio Romero en un momento en que el único ser humano tranquilo parece el moribundo.

La imagen es perfecta como toda foto accidental: el desenfoque al límite; el ars dramática del grano; el baile preciso entre espacios negros y luces; la chaquetilla blanca como un sudario de Romero; el brazo derecho extendido, levemente en suspenso y con el puño cerrado de la víctima; las piernas desencajadas y sin urbanidad que anuncian, sin género alguno de duda, la muerte; las manchas del pavimento, abiertas a la imaginación gracias a la perfección del blanco y negro; la propia textura del pavimento, ruda y pobre, más adecuada para Nayarit que para el Wilshire Boulevard…

Bill Eppridge - Ethel Kennedy habla con su esposo moribundohusband Robert 1968

Bill Eppridge – Ethel Kennedy habla con su esposo moribundo

Eppridge hace más fotos del momento de desordenado pánico. En la más sobrecogedora, Ethel, la esposa del senador, habla por última vez con su marido. «No me gustó hacer esa foto, ella movía los labios, musitaba ante la cara de su esposo moribundo, pero tuve que hacerla. Estaba trabajando, era mi deber«, declararía más tarde el fotógrafo, que, sin embargo, no logró retratar, como también era su deber, al pistolero homicida, Sirhan Sirhan, quizá un antisionista vengador contra el apoyo de los Kennedy a Israel en la Guerra de los Seis Días, sin duda un lunático 0, de acuerdo con las teorías de la conspiración universal, un pelele en trance hipnótico sometido al programa de control mental MK Ultra de la CIA.

El fotógrafo Eppridge trabajó muchos años más. Además del crimen de RFK, dejó para la historia al menos dos grandes reportajes: uno sobre heroinómanos en Nueva York y otro en el que acompañó durante el luto a la familia del activista antisegregación racial James Chaney, asesinado por el Klu Klux Klan.

El Hotel Ambassador fue cerrado en 1989, pero siguió siendo utilizado como set de filmación de películas, entre ellas Forrest Gump, una epifanía sobre los años sesenta. En 2005 el edificio fue demolido. En el solar han construido un complejo escolar bautizado como Robert F. Kennedy Community Schools.

El ayudante de camarero Juan Antonio Romero se sintió culpable toda su vida por no haber podido hacer algo más para salvar la vida del político, cuya tumba visitó hace unos meses. Reveló a los periodistas que las últimas palabras que dijo RFK durante la agonía fueron: «Todo va a salir bien ¿Están todos a salvo?».

Bill Eppridge retratado por Tom Mantoani

Bill Eppridge retratado por Tom Mantoani

La foto quemada

La foto quemada

A Epperidge lo retrataron en 2012 para el libro Behind Photographs: Archiving Photographic Legends (Tras las fotografías: archivando a leyendas fotográficas). Sostiene una copia de la foto de su vida ante la cámara Polaroid de otro fotógrafo. Contó entonces que la imagen le persiguió en sueños, que no podía olvidarla pese a que apenas recuerda cómo la hizo, qué impulso le llevó a no ponerse a llorar.

Dijo también que, años más tarde, tras un incendio en su casa perdió gran cantidad de copias de sus trabajos. Al revisar el lugar incinerado y empapado por el agua de los bomberos encontró, tras un sofá, una copia en pasmoso buen estado y con los bordes quemados añadiendo un marco de luctuosa perfección.

La mejor definición de la foto del moribundo RFK y el muchachito mexicano de chaquetilla blanca la dio el fotógrafo Epperidge: «Es la foto de una crucifixión».

Ánxel Grove

Las ‘big mamas’ que parieron el blues

"The Complete Columbia Recordings" - Bessie Smith

«The Complete Columbia Recordings» – Bessie Smith

Acaban de publicar la colección The Complete Columbia Recordings, un compendio integral de diez discos con todas las grabaciones entre 1923 y 1932 de la mejor cantante de blues de todos los tiempos, Bessie Smith (1894-1937).

La circunstancia de la edición —una vieja demanda de los amantes del blues finalmente cumplida— justifica que repasemos la vida y la obra de unas cuantas pioneras, con frecuencia olvidadas por la propaganda o los falsos mitos (¡he llegado a escuchar más de una vez que Billie Holiday, que llegó más tarde y se inspiró en las big mamas, fue la primera mujer que cantó un blues!).

En un momento nada cómodo —depresión económica, racismo y sexismo rampantes, tiranía blanca en las radios y prohibición expresa de que los negros cantasen todo aquello que no fuese vodevil costumbrista— este grupo de vocalistas se enfrentó al estatus dominante y logró consolidar la música racial de los doce compases y el dolor.

Su historia también contiene una paradoja: aunque cantaban sobre las fracturas del alma y la ingratitud de la vida de la misma manera que lo hacían los bluesmen rurales de las plantaciones de algodón, las big mamas se comportaban como divas, gastaban fortunas en vestuario y joyas y azucaraban formalmente el género contaminándolo con la herencia del vodevil. Sentían el blues, pero lo difrazaban por motivos coyunturales. Como siempre, hay excepciones.

Bessie Smith

Bessie Smith

Bessie Smith: la Emperatriz muerta en la Autopista del blues. No fue la primera, pero sí la mejor y la más radical, la emperatriz, como sugería su apodo, que reinaba sobre una forma expresiva puramente femenina que contiene todo el espectro de las emociones humanas. Con Smith, como ha escrito algún crítico, pasas de la carcajada al llanto y ambos estímulos nacen del mismo rincón de tu alma.

Huérfana de padre –campesino y pastor baptista dominical— y también de madre desde los nueve años, creció en una cabaña miserable y se buscó la vida como niña cantante y bailarina en las esquinas de su pueblo natal, Chattanooga (Tennessee).

Surcó carreteras secundarias para actuar por cuatro monedas en locales de mala muerte antes de que fuera fichada por Columbia en 1923. Su primera grabación Down Hearted Blues, un lamento sobre los «malditos hombres» y su modo de tratar a las mujeres, fue un éxito masivo (780.000 copias vendidas en seis meses) en una época en que la difusión de música negra era muy limitada.

La voz poderosa de Smith, que nunca necesitó amplificación para cantar en teatros y bares, era también vulnerable y majestuosa. Grabó 160 canciones y fue solicitada por los mejores músicos de su época, consiguiendo que la discográfica le ofreciera un contrato de 400.000 dólares, una cantidad elevadísima en un tiempo en que los negros cobraban diez dólares por grabación.

Bessie Smith

Bessie Smith

Vivió a lo grande, bebió a lo grande, cultivó una desgraciada selección de amantes que la explotaron y maltrataron y fue capaz de reducir a golpes y empellones y sin ayuda a un piquete del Klu Klux Klan que le quiso reventar una actuación.

Murió en un accidente de coche a los 43 años, cuando su lujoso Packard descapotable chocó con un camión que estaba detenido al borde de la mítica Highway 61 —la carretera que los bluesmen del Delta utilizaron para emigrar hacia Chicago y dar origen al blues urbano y eléctrico de las décadas siguientes—.

Por culpa de algunos cronistas blancos con ganas de sensacionalismo se extendió la certeza de que había muerto desangrada porque un hospital segregacionista se había negado a atenderla, cuando lo cierto es que había fallecido en la ambulancia.

La enterraron en un cementerio cercano al lugar del accidente y se encontraron con que la gran dama del blues estaba arruinada y no había fondos para pagar un túmulo funerario. La tumba permaneció sin marcar hasta 1970, cuando dos mujeres se aliaron para pagar una losa de mármol. Eran Juanita Green, que había sido criada de Smith, y una cantante blanca de blues llamada Janis Joplin. La inscripción dice: «La mejor cantante de blues del mundo nunca dejará de cantar».

Existe una infrecuente oportunidad de ver a Smith y escuchar su voz en el cortometraje St. Louis Blues, rodado en 1929 para narrar en cine la historia de la canción del mismo título, escrita por W.C. Handy y con Louis Armstrong en la trompeta.

Mamie Smith

Mamie Smith

Mamie Smith (1883-1946), la primera mujer que grabó un blues. La segunda Smith de esta relación —no hay lazos familiares con Bessie— figura en la historia de la música como la primera mujer negra en grabar un blues.

El hito corresponde a Crazy Blues, registrado en acetato el 10 de agosto de 1920 en Nueva York por el sello OKeh. La partipación de Smith fue un accidente, porque en la sesión estaba prevista otra cantante, que no pudo acudir por un catarro.

La canción, un blues urbano, con muchos guiños al vodevil del que procedía Smith, fue un gran éxito de ventas y empujó a las discográficas a buscar con ardor a vocalistas de blues para aprovechar la disposición del mercado.

La operación mercantil fue beneficiosa para el género, que consiguió el reconocimiento que merecía, pero también conllevó, como señala el Ted Giogia Gioia en su fundamentela libro El blues, una perversión sobre el pathos original, convirtiendo la declaración íntima de la tragedia del alma en una ceremonia de orgullo adecuada para teatros, con músicos profesionales dando lustre a las canciones.

Mamie Smith, con su voz penetrante y muy femenina, abrió el camino a muchas otras cantantes y vivió una corta gloria. «Pienso que mi público quiere verme cada vez más elegante y no pienso defraudarlo», dijo en una entrevista de aquella época.

Apareció en algunas películas cantando pero murió en la indigencia.

Ma Rainey

Ma Rainey

Ma Rainey (1886 – 1939), la verdadera Madre. Si alguien tiene derecho a la condición materna es esta mujer de limitadísimas dotes vocales, cuyas canciones demuestran que la grandeza del blues no está en el vituosismo sino en la emoción transmitida mediante la voz.

Las empresas discográficas no fueron rápidas con ella y no parece que a Ma Rainey, nacida como Gertrude Pridgett en una villa rural de Georgia, le importase demasiado. Cantó en carpas ambulantes de circos y con matasanos vendedores de tónicos durante tres décadas antes de grabar un disco. Le gustaba compartir descargas con otros artistas y algunos de sus biógrafos sostienen que secuestró durante dos años a la niña Bessie Smith, de quien fue gran protectora, para enseñarle a cantar blues con propiedad.

Sólo tuvo contrato entre 1923 y 1928. Durante esos años, grabó cien canciones, entre ellas los clásicos See See Rider Blues y Bo Weavil Blues.

Áspera, espontánea y sin concesiones a la galería, fue la más honda de las blueswomen. También la menos apegada a la fama: en 1933, cuando se cansó de los aplausos y las fiestas, regresó a su pueblo y alquiló un par de teatros para exhibir películas, progranar actuaciones y pagar los recibos. Sólo cantaba cuando le apetecía y siempre ante familiares y amigos.

Murió de un ataque al corazón en 1939.

Para terminar les dejo una pequeña recopilación de canciones de mujeres que cantaron alto, fuerte y hace casi un siglo en el idioma del blues, el género, de «seca mordacidad» sin el cual, como anota Ted Giogia Gioia, la banda sonora de nuestra vida sería «esencialmente distinta, tibia y desprovista de entrañas».

Ánxel Grove