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El ‘arte de vivir’ en un campo de concentración

Esta es la historia de un psiquiatra en el lugar más enloquecido de la tierra. Es la historia de un hombre que intenta responder a la única pregunta posible: ¿puede tener sentido la vida cuando todo te fue arrebatado, desposeído de tus seres queridos, de tu trabajo, estatus y posesiones, cuando careces de dignidad y futuro, si tu vida es provisional?

Esta es la historia del arte de vivir – si se puede utilizar aquí este término filosófico cuando ya no tienes futuro. Cuando no tienes música, esperanza y abrazos. Cuando todo lo que creías que sería tu vida naufraga en el fango.

Ayer os dije que un libro es capaz de salvarnos la vida. Hoy os hablaré de uno que seguramente ha salvado miles de ellas.

Es el Hombre en busca de sentido (Herder), de Viktor Frankl.

Parece un texto de autoayuda descarnado, una poética de una lucha (casi) imposible, una carta desde la aniquilación y el desamparo que exhala su aliento íntimo y cálido sobre tu pequeño fracaso.

No encontrarás en él máximas del tipo “piensa en positivo y el éxito acudirá a tu puerta», porque en el campo de concentración las puertas estuvieron siempre cerradas: allí el éxito era una muchachita en fuga perseguida por perros rabiosos.

 

Entrada del campo de concentración de Auschwitz, con el lema, 'el trabajo os hará libres'. Wikimedia Commons. PerSona77

Entrada del campo de concentración de Auschwitz, con el lema, ‘el trabajo os hará libres’. Wikimedia Commons. PerSona77

Frankl fue un psiquiatra célebre y uno de los pocos supervivientes de Auschwitz. Impulsó la disciplina de la Logoterapia y estaba convencido de que el ser humano, más que por una voluntad de poder, estaba guiado por una necesidad de dotar de sentido a su existencia.

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Una epifanía en Auschwitz-Birkenau

"En el paraíso" - Peter Matthiessen (Seix Barral, 2015)

«En el paraíso» – Peter Matthiessen (Seix Barral, 2015)

Creo que no amargo a nadie el final del libro si copio las últimas palabras:

(…) con el cerebro roto y el corazón completamente roto.

Contribuyo con esta reseña a #UnoAlMes, un esfuerzo colectivo por glosar un libro cada treinta días y compartir algo de lo que ha dejado, borrado, licuado o raspado de mí y mi alma.

En el paraíso, el libro que he elegido, atesoraba una notable razón para que lo afrontase con tristeza: es la obra póstuma de Peter Matthiessen, que entregó a sus editores el manuscrito poco antes de morir de leucemia en abril de 2014. Cuando ocurrió el deceso, compartí mi dolor y cierta sensación de incomprensión en este blog:

Pocos días antes del reguero planetario de lágrimas provocado por la muerte de Gabriel García Márquez, otro gran escritor octogenario había fallecido de la misma enfermedad y en una población tan literaria como la capital mexicana donde el Nobel colombiano sucumbió al cáncer. Peter Matthiessen (1927-2014) murió en Sagaponack, una villa atlántica del noreste estadounidense, una zona de luz boreal donde los indios algonquinos cultivaban patatas mucho antes de la llegada de los bárbaros occidentales.

(…)

Siento la muerte de Matthiessen —percibida con sordina en España— con la misma intensidad que la de García Márquez. Reconozco que no hay comparación posible en lo literario, aunque la preocupación por el ser humano y la justicia social del colombiano en los foros públicos fuese mejor aplicada y con más coherencia, aunque menor impacto mediático, por el estadounidense, un activista incansable en favor de los pueblos indígenas, el medio ambiente y la sabiduría ancestral. No tengo noticia, aunque quizá alguien pueda sacarme del posible error, de que el autor de Crónica de una muerte anunciada haya pisado de África y Asia, por ejemplo, paisajes distintos a los lobbies de unos cuantos hoteles de lujo, los salones de dos o tres embajadas o algunos rectorados universitarios donde sirven cócteles para que la intelligentsia y la política se arrimen y mariden. Mientras tanto, su coetáneo estadounidense se dejó el alma, la salud y las botas surcando a pie las amplias tierras de los desclasados.

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Los judíos a los que Leica ayudó a escapar del nazismo

Ur Leica, 1914

Ur Leica, 1914

Quizá sea una desmesura opinar que esta cámara, un prototipo de marzo 1914, cambió el mundo. Quizá sea una mera constatación añadir que cambió la forma en la que percibimos el mundo.

Desde hace cien años y a partir del modelo inicial, las Leica —a veces nombrar una marca es invocar a una deidad y pide una reverencia— han compuesto la historia de la mirada pública. Un miliciano muerto en el Jarama, un soviet colgando la hoz y el martillo en la cúpula del poder nazi, un beso público para celebrar el fin de la barbarie, tres temibles guardias civiles en la España franquista, James Dean y su cigarrillo bajo la lluvia de Times Square, el retrato del Ché que alguna vez decoró tu cuarto, el puño imbatible de Ali, la niña Phan Thị Kim Phúc abrasada por el napalm… Todas esas fotos, y muchas otras tan generosas, despiadadas y puras como ellas, fueron tomadas con una Leica.

Publicidad de la óptica Leitz

Publicidad de la óptica Leitz

Fabricada en la ciudad imperial alemana de Wetzlar, la primera cámara de la historia en cargar película de 135 milímetros fue inventada por el técnico de microcopios y amante de la fotografía Oskar Barnack (1879-1936). Como otros grandes inventos de la humanidad, la Leica —compacta, ligera y autosuficiente— nació de la necesidad de un hombre enfermo por paliar sus carencias: Barnack sufría un asma grave, no tenía fuelle pulmonar suficiente para transportar los pesados equipos de gran formato y se propuso fabricar una cámara portátil y de negativos pequeños.

En cuanto tuvo listo el primer prototipo, convenció a su patrón, el empresario Ernest Leitz, dueño de un taller de óptica, de que quizá fuese un buen negocio intentar introducir la cámara en el creciente mundo de los aficionados. Así nacieron las Leica (acrónimo de las tres primeras letras del apellido del empresario y el añadido ca, por cámara). Empezaron a venderse en 1925 con una lente de una claridad lumínica nunca antes conocida —el Elmar de 50 mm y 3.5, tan mítico como la cámara— y fueron un éxito instantáneo, sobre todo entre los reporteros.

En 1932, cuando lanzaron el primer modelo con visor telemétrico, la Leica ya eran una leyenda. Para entonces la fábrica de Wetzlar estaba en manos de Ernst Leitz II, hijo del fundador, que había muerto en 1920. Casi al mismo tiempo, en Alemania se consolidaba el nazismo que llevaría al poder a Adolf Hitler.

Ernst Leitz

Ernst Leitz II

Hombre de profundas convicciones luteranas y patrón a la vieja usanza, paternal y cercano a su trabajadores, Leitz II militaba en la socialdemocracia, era concejal de Wetzlar y aplicaba en las relaciones laborales una política avanzada: 8 horas de trabajo al día, seguro médico y plan de jubilación para la plantilla, entre la que había muchas personas de origen judío.

Desde que los nazis comenzaron a predicar el antisemitismo, el empresario decidió iniciar un plan silencioso de traslado de operarios judíos al extranjero, sobre todo a Nueva York, donde Leica había abierto una sucursal en la Quinta Avenida para vender cámaras en el mercado estadounidense.

Leitz logró que entre cien y 300 personas obtuviesen pasaportes y visas de entrada en los EE UU. Algunas eran trabajadores de la fábrica, pero otros eran simples vecinos de Wetzlar que recibían un curso acelerado de introducción en el catálogo y las prestaciones de las cámaras para que pudieran sostener la razón que motivaba su traslado: integrrarse en el cuerpo de vendedores de Leica en Nueva York

Con la factoría intervenida por los nazis por su importancia estratégica en la fabricación de lentes de precisión, Leitz siguió ejecutando en silencio aquel goteo de salvación de vidas humanas hasta el comienzo de la II Guerra Mundial. La Gestapo se olió algo y detuvo al gerente de la fábrica y a una de las hijas de Leitz, pero éste logró aplacar las sospechas haciéndose militante del nacionalsocialismo al que odiaba profundamente.

Ni siquiera tras el final de la guerra, el empresario dejó que sus hijos contasen lo que había hecho ni quiso jactarse de su intervención, que salió a la luz en 2007 en un libro escrito por un rabino que contó la historia y localizó a alguno de los supervivientes salvados por Leica, la cámara que no sólo nos regaló la mirada del siglo XX sino que lo hizo desde el lado correcto de la historia.

Ánxel Grove