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Una falla valenciana para quemar «todo lo que sobra»

© Escif

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Junto con el fondo de armario —donde reina el rojo-cuchillada— de Ana Botella, las figuritas de Lladró, las conferencias de prensa de Isabel Coixet, las novelas de Arturo Pérez Reverte, los discos de flamenco fusión, el reinado mediático de Sara Carbonero y la tal Pedroche, la Pasarela Cibeles, la programación del MNCARS (o cómo demonios se llame), las canciones de Alaska, el abrigo de astracán de los domingos, el madridismo como auto de fé bautismal y las fotos de Ouka Lele, quizá lo más hortera de la España cañí sean las Fallas de Valencia. Son de un kitsch tan elevado que, como el alcohol de garrafón, terminan por gustar. Pese a las arcadas, aguantas. Todo por el colocón.

El monumentalismo, la instrumentación de una celebración pagana, la venta turística y, por tanto, política, de los festejos y, como añadido de este año gracias a la siempre paellera alcaldesa Rita Barberá, el caloret

«¿Dónde están los límites entre ficción y realidad? ¿Dónde están los límites entre vida y espectáculo? ¿Dónde están los límites entre lo que es y lo que no es?», se pregunta con buen juicio el artista urbano —y valenciano— Escif.

© Escif

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Cuando en la ciudad ardan todos los monumentos falleros en la Nit de la cremà, que se celebra la próxima noche, Escif incinerará su contribución a la ceremonia del fuego y la purificación. El veterano artista y activista ha preparado el proyecto Todo lo que sobra, una falla, digamos, alternativa —fea palabra en momentos en que convendría devolver contenido al viejo pero siempre revolucionario término grosero—, que llama la atención sobre el estrechísimo límite entre realidad y ficción y una alerta sobre la esclerosis de una festividad que pierde su esencia a velocidad de, por usar una referencia muy apropiada a las fronteras regionales de la mafia como forma de mando, Fórmula 1.

Con el apoyo de la Falla Mossen Sorell-Corona, un colectivo de contestación al camino que toma la celebración, Escif se ha dedicado a sembrar las calles de réplicas perfectas, aunque falsas —están fabricadas de madera, cartón y otros materiales, todos inflamables—, de los «elementos que sobran en el escenario habitual de una falla».  Se trata de «hacer una falla con todo lo que no es una falla pero que irremediablemente forma parte de la transformación del paisaje urbano durante este acontecimiento».

La intención del taller Corona —que este año ha decidido retirarse del concurso tradicional a la innovación —uno de los premios de cada año—, es «reinventar las fallas», transmitir que es un colectivo «libre e independiente» y que seguirá proponiendo artistas invitados para encargarse de la «renovación» de las propuestas falleras, «dejando patente que lo importante para enriquecer la tradición creativa es su apertura a nuevas líneas e identidades».

El primer creador apadrinado por el colectivo es Escif —acaba de editar su primer libro mediante una campana de micromecenazgo—, que ha construido una falla desestructurada con «elementos que han de quitarse para despejar el espacio» y otros «accesorios al monumento fallero». Con la común característica de que los objetos son «copiados de la realidad», réplicas perfectas que engañan al sentido de la vista y sólo se reconocen con una mirada muy detallada o mediante el tacto.

Un contenedor gris de residuos, señales de tráfico, tres vehículos aparcados —con publicidad dejada en las lunas de «chicas juguetonas Caloret» en «instalaciones de lujo» —, dos cajas de petardos vacías, bicicletas, bolardos, tres paquetes de tabaco, cuatro bolsas de snacks, vallas de separación con sus respectivas publicidades, cinco chicles pegados, doce colillas, vasos rotos, confeti…

La neofalla de Todo lo que sobra es la España cutre, entramoyada, de mentira, fracasada y expoliada, asomando entre las fallas horteras de las narizotas de los pícaros, los pezones televisivos y los ojos saltones de la verbena oficial. Que ardan bien la una y las otras.

Jose Ángel González

© Escif

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¿Te atreves a decorar tu casa con muebles diseñados por Ringo Starr?

Mesa de Café Rolls Royce

Mesa de Café Rolls Royce

Además de tocar la batería en los Beatles —algunos dicen que nunca perfeccionó los redobles, pero a mí me parece un músico efectivo, que es lo que le suelo pedir a los bateristas de rock (no soporto a los bencedrínicos convencidos de que sudar y hacer el watusi es signo de ritmo)— y de cantar las canciones más gazmoñas de cada álbum —nunca supe si por una broma pesada y cíclica de Lennon y McCartney o porque las componían para echarle cacahuetes al mono—, Ringo Starr ha desarrollado una personalidad mediática envidiable.

A Ringo se le quiere pese a todo y siempre. Peace and love. Punto.

Era partícipe del amor incondicional que acabo de enunciar hasta que vi la mesa de café Rolls Royce.

Después, porque me gusta sacarme las costras de las heridas hasta hacerme sangre, cometí el desatino de ahondar.

 

Llevan razón quienes sospechen: solamente a uno de los beatles le podía gustar tanto el metacrilato —ese material inventado por alguien que, como nos contó Woody Allen, arde en el nivel más inclemente del infierno, incluso por debajo de los «abogados que salen en la tele» y los periodistas—.

Entre 1969 y 1986 Ringo fue socio y eventual diseñador de la empresa de decoración y mobiliario ROR (Ringo or Robin, S.L.). La montó con el diseñador Robin Cruikshank, al que había conocido en 1968, cuando a éste le contrataron los Beatles para que se hiciera cargo de la decoración de la sede mercantil de la empresa Apple, una mega-corporación pero en chachi yeah-yeah-yeah con la que el grupo quería rentabilizar su enorme patrimonio artístico, patrocinar a otros artistas, mercadear con vestuario y juguetes y producir películas, aunque terminaron arruinados y enfrentados en los tribunales durante décadas.

Ringo y Robin se amigaron cuando el segundo amobló la mansión del primero. Fue entonces cuando el beatle empezó a dar sugerencias sobre diseño: una chimenea de acero inoxidable por aquí, una mesa de metacrilato adaptable en altura por allá y, redoble de batería, la mesa de café con dos rejillas de radiadores de sendos Rolls Royce.

Publicidad de ROR

«El tresillo de Ringo Starr y Robyn Cruikshank. Recuéstate y disfruta». Publicidad de ROR.

En 1969 montaron la empresa y aprovecharon con maña la fama del beatle para conseguir clientela. Lo crean ustedes o no, en aquel entonces el metacrilato parecía admisible en un ambiente distinto a un burdel en concurso de acreedores. La cartera de clientes de ROR era nutrida y de abolengo: los Thyssen —Carmen Cervera ha sido culpable de comprar el impresionismo más hortera del mundo para su museo madrileño, pero debemos desligarla de este asunto: todavía no había cazado al barón—, Rod Stewart —ya saben, la culpa la tiene el scotch—, David Bowie, Elton John e incluso el primer ministro del Reino Unido, Edward Heath.

La empresa, según narra la web Ringo or Robin Ltd – Archive, sobrevivió a la amarga ruptura beatle y consiguió introducirse en mercados extranjeros. En 1982 llegaron al edén de cualquier decorador de interiores: ganaron el concurso para diseñar el  palacio para invitados del jeque Zayed, entonces jefe de Estado de Abu Dhabi. Ya pueden imaginar el resultado: nada peor que mezclar los petrodólares con las sillas de respaldos himaláyicos.

Ringo se desligó de la empresa en 1986 y, según sabemos, anda ahora muy ocupado anunciando trajes de John Varvatos (en el spot de la campaña es posible constatar que sigue sin saber hacer bien un redoble) y partipando en campañas en favor de los elefantes —los de África, nada que ver con Yoko Ono—.

Su socio en el tráfico impune de metacrilato siguió en la brecha e incluso encargó vídeos promocionales sobre su arte. Sale a cuenta echarles un vistazo para comprobar cómo lleva uno la tolerancia a los sicotrópicos.

Ánxel Grove