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Jane Bown, 65 años haciendo inmensos retratos, sin estruendo y para el mismo diario

Jane Bown - Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Jane Bown – Autorretrato © Jane Bown / The Observer

Se llama Jane Bown, pero no tiene tarjetas de identidad con su filiación, teléfono, cuenta de correo y demás vanidades —tampoco tiene web personal, ni un perfil de Twitter o Facebook—. Es fotógrafa, quizá la mejor del Reino Unido, pero la calificación le parece cosa de engreídos. Incluso ser llamada «fotógrafa», opina, es una desmesura. Tiene un lema que no sólo debe aplicarse a las fotos, sino también a la vida: «Se trata de callar, de permanecer en silencio».

Radical —nunca ha usado el color, jamás se ha visto tentada por las cámaras digitales (le basta desde hace 40 años la vieja Olympus OM-1)—, sin el glamour o la altanería que otros retratistas más jóvenes y con menos mañas esgrimen como dones de elegidos, sencilla y silenciosa, Bown ha trabajado 65 años para el mismo medio, The Observer, el dominical de The Guardian. Ahora tiene 89 y sigue en ello. Nunca ha pensado en el retiro.

Quienes la conocen la recuerdan en la agitada normalidad de la redacción esperando con la humildad de cualquier subordinado que el redactor jefe le asignase el trabajo del día. Nunca se negó a ninguno. Todos los afrontó con el mismo entusiamo.

Nacida en la clase baja de Dorset, dejada por los padres en manos de unos familiares de la madre soltera que podían alimentar a la cría, aficionada a la fotografía desde la preadolescencia, sólo pudo comprar una cámara decente con el préstamo que le hizo una de sus tías. No necesitó adiestramiento: por instinto y sensibilidad sabe que cada retrato ha de ser esencial, restando antes que sumando, esperando la chispa de la comunicación y la desnudez integral del alma del modelo.

Ante la lente de Bown han estado todos los notables. En este caso la frase no es un formulismo: la Reina Isabel —su alteza le encargó por decisión personal la foto oficial de su 80º cumpleaños—, Orson Welles, Samuel Beckett (el tipo esquivo hasta la paranoia de quien logró el milagro de captar la mirada más aguda del siglo XX), P. J. Harvey, John Lennon, Truman Capote, Björk, Henri Cartier-Bresson, Nelson Mandela, Margaret Thatcher… Es inútil proseguir con el listado. Este párrafo se iniciaba acudiendo a la palabra todos. Ese todos abraza lo infinito.

Acaban de estrenar un documental sobre la vida y la obra inmensa de Bown —una de las fotógrafas más olvidadas cuando se redactan listas, rankings y otras bastardías clasificatorias que necesitamos para no sé qué—. El título podría adivinarse sin esfuerzo, Looking for Light (Buscando la luz). El metraje incluye recuerdos de una difícil infancia, la extraordinaria relación simbiótica con The Observer y muchos testimonios de agradecimiento de los retratados (la siempre fotogénica Björk asegura que nunca la habían fotografiado bien hasta que conoció a Bown).

La más sopresiva, pero no chocante revelación del documental, codirigido por Luke Dodd y Michael Whyte, es saber, por primera vez, que Bown llevó durante décadas dos existencias paralelas: durante cinco días a la semana era la Señora Moss y vivía con su esposo y tres hijos en una casa de campo, en cuyos alrededores ningún vecino sabía que aquella mujer bajita y seriota era la fotógrafa más famosa del Reino Unido. Los otros dos días bajaba a Londres, entraba en The Observer y esperaba los encargos para la edición del domingo.

Quienes la han visto trabajar —todavía lo hace, aunque cada vez le cuesta más sobrellevar la carga de los casi 90 años— dicen que se mueve sin estruendo y con rapidez pasmosa. Su sesión ideal de retratos dura diez minutos porque entiende que le bastan para conectarse con el retratado, sea John Lennon o la Reina de Inglaterra. Mientras aprieta el disparador de la Olympus OM-1 no pronuncia una palabra, no da indicación alguna. «Los fotógrafos», dice una de las mejores retratistas de los últimos 65 años, «nunca deben ser vistos ni escuchados».

Ánxel Grove

‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

La película-tragedia más y mejor fotografiada de la historia

© Elliott Erwitt

© Elliott Erwitt

Demasiados mitos en una sola foto. Perfecta, seductora, inolvidable pero, tras la pátina épica, el barniz sentimental que nos ablanda, la imagen edificada con la perfección habitual por el gran Elliott Erwitt es como una oración mortuoria, condenada y triste, un congreso de pañuelos blancos encharcados de lágrimas, alcohol, depresión, engaños y tragedia.

The Misfits, la película de 1961 de John Huston que en España llamaron Vidas rebeldes, hurtando la traducción literal del título, Los inadaptados, perfecta para describir las dos historias en liza —la del guión sobre cuatro perdedores sin redención posible y la de la vida real de los implicados, prolongación de la cinematográfica, como si el cine fuese un disfraz para el documental— fue el largometraje más y mejor documentado fotográficamente de la historia.

Al rodaje, en varias localizaciones del estado de Nevada, entre ellas el paraje desértico bautizado desde entonces como Misfits Flat, tuvieron libre acceso varios fotógrafos de la agencia Magnum, autorizada para cubrir en exclusiva la película. Fue una premonición: admitir a los mejores testigos para documentar una ceremonia de carne viva y muerte.

Además de Erwitt, en los sets de grabación, el hotel donde se hospedaba el equipo —el Mapes, en Reno— y durante las excursiones de ocio a cantinas, casinos y tugurios se movieron nada menos que Cornell Capa, Henri Cartier-Bresson, Bruce Davidson, Ernst Haas, Erich Hartman, Inge Morath, Dennis Stock y Eve Arnold. Ninguna otra película tuvo testigos de tanto nivel. Ninguno era inocente: buscaban drama y lo encontraron, olieron la muerte y se comportaron como eficaces enterradores, presintieron el dolor y dejaron que las cámaras actuasen como discretas plañideras. 

Las tórridas temperaturas que castigan al desierto y al antiguo poblado minero de Dayton, localización principal del rodaje —en el verano de 1960, con máximas de 45º—, no fueron la más infernal de las circunstancias: Clark Gable había recibido poco antes el diagnóstico de cáncer terminal de pulmón —en algunas escenas la enfermedad es notable en la voz extinta del actor—; Marilyn Monroe, que, para añadir un matiz freudiano, consideraba a Gable como el padre que nunca tuvo, estaba hundida en una de las simas de su eterna melancolía depresiva; Montgomery Clift, otro saturnal, la acompañaba en el viaje —los productores tuvieron en nómina a un médico durante el rodaje para atenderlos y suministrales drogas—; el director John Huston, con el áspero temperamento que acaso explicaba su genio, no se andaba con chiquitas con los enfermos, a los que llamaba niños «mimados» y «mariquitas» —él mismo padecía de alcoholismo y una incurable ludopatía, que alimentaba con diarias excursiones nocturnas a los tableros de black jack de Reno—; el guionista, Arthur Miller, que se había casado con Marilyn en 1956, intentaba velar por la fragilidad de su mujer e, instigado por ella, modificaba cada noche el libreto…

© Eve Arnold

© Eve Arnold

© Eve Arnold

© Eve Arnold

Las fotos de los reporteros de Magnum no hurgan con grosería en las muchas heridas del rodaje de una película que se funde con la vida —los inadaptados no son sólo los caracteres no del todo ficticios del guión, sino los seres humanos que los interpretan—, sino que se asoman a las rendijas que hacen tangible el desconsuelo. Haas mostró la elegante furia salvaje de los caballos mustang; Morath indagó en la figura de Marilyn como un axis en torno al cual circundaba toda la soledad del mundo; Davidson se mantuvo a la distancia justa para no implicarse emocionalmente y mirar con desapasionamiento; Arnold, una de las fotógrafas con mayor grado de confianza con la actriz, retrató las sombras que rodeaban su brillo y amenazaban con invadirlo…

La película tuvo un epílogo con tantas grietas como era de esperar. Gable murió doce días después del final del rodaje, sin llegar a ver el montaje final. Marilyn y Miller se divorciaron seis días después del estreno y ella murió menos de dos años después —fue su última película, del siguiente compromiso, Something’s Got to Give (George Cukor, 1962), fue despedida porque no era capaz de tenerse en pie e incumplía los horarios una y otra vez—.

Quizá el prontuario más justo para aquel infierno tan bien fotografiado ocurrió el 23 de julio de 1966 en Nueva York, cuando Montgomery Clift, que tenía 45 años, pronunció sus últimas palabras antes de irse a la cama para morir durante el sueño. Minutos antes, su secretario le hizo ver que emitían en televisión The Misfits y que quizá le apetecía verla:

— ¡En absoluto!, respondió el actor.

Ánxel Grove

Sergio Larraín, el fotógrafo vagabundo que lo dejó todo para «rescatar el alma»

Sergio Larrain, 1967 © René Burri / Magnum Photos

Sergio Larraín, 1967 © René Burri / Magnum Photos

El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaiso, o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas, y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque, y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, DEJARSE LLEVAR por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas.

Sergio Larraín (1931-2012) escribió en 1982 una carta a uno de sus sobrinos, empeñado en que el tío concibiera unos consejos sobre el arte fotográfico. El documento tiene sólo 870 palabras pero una dimensión sideral, como de dibujo cósmico, de lección de un maestro tan dulce como descreído, un gurú que acaso es dulce porque rechaza todo método excepto la divina errancia, la bendita condena que nos aproxima a los animales: vagamos porque el asiento es la muerte.

En el retrato que inicia esta entrada, tomado en París en 1967 por René Burri, compadre de Larraín y colega en la Agencia Magnum, se adivina la belleza casi canalla del autor de la carta. Tenía 36 años y en el porte desenvuelto y la doblez matemática de la bufanda se adivina al pituco, como llaman en Chile a los niños bien. Hijo de un decano de Arquitectura y coleccionista de arte, Larraín había crecido en el barrio más pijo de Santiago, estudiado en liceos privados e intentado el absurdo de licenciarse como ingeniero forestal en Berkeley, en la bella California, donde frecuentó los bares y la marihuana con más ahinco que las aulas.

“Estaba confundido, no entendía nada. Decidí entonces dejar los estudios y tener una profesión de vagabundo para buscar la verdad”, escribiría Larraín sobre aquel tiempo ofuscado, al que puso término aceptando lavar platos por 60 dólares al mes. Encantado de tener dinero ajeno a la fortuna de papá, decidió darse un capricho y fue de tiendas con la idea fija de comprar lo más bello que se le cruzara en el camino. Las leyes de ordenación que rigen el mundo decidieron que el objeto fuese una cámara Leica IIIc de segunda mano. Acordó un sistema de pagos aplazados de cinco dólares al mes.

Sigues viviendo tranquilo, dibujas un poco, sales a pasear y nunca fuerces la salida a tomar fotos, por que se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma, es como forzar el amor o la amistad, no se puede. Cuando te vuelva a nacer, puede partir en otro viaje, otro vagabundeo: a Puerto Aguirre, puedes bajar el Baker a caballo hasta los ventisqueros desde Aysén; Valparaiso siempre es una maravilla, es perderse en la magia, perderse unos días dándose vueltas por los cerros y calles y durmiendo en el saco de dormir en algún lado en la noche, y muy metido en la realidad, como nadando bajo el agua, que nada te distrae, nada convencional. Te dejas llevar por las alpargatas lentito, como si estuvieras curado por el gusto de mirar, canturreando, y lo que vaya apareciendo lo vas fotografiando.

Un largo viaje por Europa y Oriente Medio educó la mirada del joven, que ya no quiso hacer otra cosa más que fotos cuando regresó a Chile en 1955 para instalarse en Valparaiso, la ciudad que adoraba por sus abismos de adoquines, la niebla y los prostíbulos. Por encargo de dos entidades benéficas retrató a las partidas de niños de la calle de Santiago cuya existencia negaba el poder. Fue el primer gran reportaje de Larraín, una serie donde la violenta realidad no difumina la ternura y la simpatía. El MoMA de Nueva York se fija en la obra del chileno y le compra un par de fotos.

Con la recién ganada fama llegó una beca del British Council para un reportaje sobre Londres en 1959. El resultado es tan hondo y nuevo —la visión quebrada, el horizonte fijado en el suelo, la niebla embalsamando a la ciudad y sus moradores…— que el gran pope Henri Cartier-Bresson invita al chileno a entrar en Magnum, el sancta santórum del documentalismo, pero le propone, con bastante mala uva, una prueba de acceso cargada de veneno: debe ir a Sicilia para localizar y retratar al poderoso capo mafioso Giuseppe Genco Russo, buscado por varios asesinatos por la Interpol, huido de la justicia y de quien no existía ni una sola imagen conocida.

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín /  Magnum Photos

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín / Magnum Photos

El fotógrafo regresó a París tres meses después con más de 6.000 fotos sobre Napolés, Calabria y Sicilia, entre ellas medio centenar donde el capo mira a cámara, duerme la siesta y come pasta con la familia. El orgulloso posado frontal de Russo en su casona de Caltanissetta aparece en revistas de medio mundo y Larraín entra como socio en Magnum.

Nada se le niega al reportero en los años sucesivos. Es un tiempo de oro y fama. En París se codea con el escritor Julio Cortázar, a quien cuenta que acaba de hacer una foto callejera que, tras ser revelada, permite ver en segundo plano a una pareja haciendo el amor. De la idea nace el relato Las babas del diablo, que Cortázar inicia con palabras que podrían referirse a Larraín: «Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche».

Sigue lo que es tu gusto y nada más. No le creas más que a tu gusto, tu eres la vida y la vida es la que se escoge. Lo que no te guste a ti, no lo veas, no sirve. Tu eres el único criterio, pero ve de todos los demás. Vas aprendiendo, cuando tengas una foto realmente buena, las amplias, haces una pequeña exposición o un librito, lo mandas a empastar y con eso vas estableciendo un piso, al mostrarla te ubicas de lo que son, según lo veas frente a los demás, ahí lo sientes. Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer, es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno, hace bien, es sano para todos y a ti te hace bien porque te va chequeando.

En 1968, tras una carrera corta y deslumbrante, Larraín se repliega sobre sí mismo. Las fotos son secundarias, dice, cuando se trata de «rescatar el alma». Se afana en la búsqueda de maestros espirituales —primero sigue al boliviano Óscar Ichazo y después al chileno Claudio Naranjo, chamanes new age a cuyo costado persigue la iluminación—, escribe sobre ecología, practica yoga, consume LSD… Dos años después se despide de Magnum, retira los negativos de los archivos de la agencia y quema buena parte de su obra fotográfica, que podemos disfrutar porque otro fotógrafo existencial y errante, el gran Josef Koudelka, tenía copias de centenares de fotos del chileno, al que adoraba.

Se retira a las montañas, corta con casi todos los amigos y familiares, vive como un ermitaño, escribe pequeños opúsculos que llama textos para el kinder planetario —con frases como «el universo es unidad, está todo junto, al mismo tiempo, ahora»— y sostiene sus escasas necesidades dando clases de yoga una vez por semana en un gimnasio. Le buscan periodistas de todo el mundo. La reportera Verónica Torres logra hablar con él en 2011 y encuentra a una persona alunada. Cuando la despide en el marco de la puerta de la casucha Larraín dice: «Párate en el kath, dobla un poco las rodillas, baja el cuerpo. Así pesadita. Conéctate con la gravedad, cierra los ojos. Estás aquí y ahora, el pasado no existe y lo que viene tampoco».

El fotógrafo a quien Roberto Bolaño definió como «rápido, ágil, joven e inerme» y de mirada similar a un «espejo arborescente», murió en febrero de 2012, a los 81 años, de una enfermedad coronaria. En el remoto pueblo de Ovalle, donde vivía, le llamaban El Queco y casi nada sabían del pasado de uno de los fotógrafos más brillantes y efímeros del siglo XX.

Los Encuentros de Arlés, que se están celebrando, dedican la mejor exposición del certamen a Larraín, cuyo paso por el mundo comparan al movimiento de «un meteorito». De estar vivo, el fotógrafo no hubiera admitido el homenaje.

Ánxel Grove

 

El «Desnudo provenzal» de Willy Ronis, la foto de una vida

"Nu provençal" - Wily Ronis, 1936

«Nu provençal» – Wily Ronis, 1936

El suelo de lajas de piedra, los pies descalzos, la ventana desvencijada, la sospecha del agua, el mortero en espera de ajo y orégano, la mañana de verano en la villa de Gordes, en el sur provenzal de Francia, donde el Mediterráneo es más que un presentimiento

Los elementos eran más que suficientes para una buena foto. El amor y el deseo que hacen de la foto un poema lo pusieron el fotógrafo y la modelo. Él, Willy Ronis, había querido ser violinista, pero la prematura muerte del padre por un cáncer le obligó a hacerse cargo del estudio familiar de retratos y durante toda su vida hizo fotos soñando que cortejaba las cuerdas de un violín. Ella, Marie-Anne Lansiaux, era comunista y pintora empleada en un taller de joyería —acaso ambas condiciones, el sueño de la igualdad y el decorado de collares, guarden una relación que no alcancemos a entender, que no importe o que, al contrario, otorgue un sentido musical a la historia—.

Creo que no hace falta apuntar que Willy y Marie-Anne vivían en pareja. Estaban casados, pero la foto —a la que Ronis bautizó con la opción más natural: Nu provençal, Desnudo provenzal—  sólo revela la naturaleza física de la relación, no la administrativa-registral. Porque las buenas fotos no entienden de moralina, apunta que el cuarto provenzal era el escenario donde se entregaban al baile de la piel.

Pruebas de Willy Ronis para "Nu provençal"

Las otras tres tomas de Willy Ronis para «Nu provençal»

Ronis, que vivió hasta los 99 años —murió en 2009 y nunca perdió la fe en la humanidad—, explicó con naturalidad el Desnudo provenzal. Como todas las buenas fotos, esta nació de la normalidad:

«Era un verano caluroso y yo estaba intentando reparar el desván. Me hacía falta una paleta y al bajar a por ella encontré a Marie-Anne desnuda, lavándose en la palangana. ‘No te muevas’, dije. Con las manos manchadas de yeso cogí mi Rolleiflex e hice cuatro fotos. Elegí la segunda. Fueron dos minutos. Los milagros existen. Revelé aquellos negativos sabiendo que en ellos estaba el gran momento de mi vida, un momento prosaico pero repleto de extraordinaria poesía».

Pueden anotarse algunas circunstancias añadidas: la pareja estaba en la Provenza porque los nazis habían invadido Francia y el sur parecía un lugar más seguro. Vivieron en la casa hasta que, en 1991, Marie-Anne murió. Willy la retrató con el mismo celo en los últimos momentos, cuando el Alzheimer había avanzado tanto que ella residía en un mundo donde quizá el único excedente de memoria era un suelo de lajas y la luz de las mañanas provenzales.

Ronis hizo fotos durante más de medio siglo desde la moderación y la sonrisa. Retrató a mujeres huelguistas en asambleas, pícaros niños corriendo con una baguete bajo el brazo, marineros y sus mujeres besándose antes de que la sirena convierta en inminente la partida del barco, escenas de vino y carcajadas… En una de sus mejores fotos, se mostró a sí mismo como un fotógrafo-yogui con el aspecto cómico e impenetrable de Buster Keaton.

Allí donde Henri Cartier-Bresson dictaba cátedra, queriendo hacer de cada foto un ensayo teórico, Ronis prefería vincularse. Donde Robert Doisneau meditaba en el rendimiento económico de la foto que acababa de hacer, Ronis vagaba con su mirada de turista eternamente sorprendido. Llevó la cámara en la mano hasta los 85 años y siempre con el mismo ánimo: como si tocara un violín.

Ánxel Grove

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis

Willy Ronis - Autorretrato

Willy Ronis – Autorretrato

El fotoperiodismo de verdad debe ser ‘cándido’

Charlie Kirk

Charlie Kirk

El colectivo de fotografía callejera Burn My Eye tiene un objetivo ambicioso: «mostrar lo extraordinario que reside en lo ordinario utilizando la fotografía cándida«.

En inglés el adjetivo candid aplicado a la fotografía no tiene nada que ver con la acepción española que referida a aquello que es simple, rayano con lo simplón, sino a lo sencillo, sin malicia o doblez. Candid photography sería algo así como fotografía natural, el género opuesto al artificio de los posados —sean en estudio o en el exterior—, las fotos de naturaleza, las de deportes o las periodísticas, en las que se consiente el acecho, el engaño del teleobjetivo o la preparación previa de la situación.

TC Lin

TC Lin

La fotografía natural, una especialidad de la que pocas veces se puede obtener rentabilidad económica, suele responder a una ética bastante rígida: el fotógrafo debe estar con los sujetos fotografiados, cerca, nunca escondido. Los sujetos deben ignorar su presencia o aceptarlo, pero sin llegar a posar para él.

Es claro que los márgenes del género tienen cierta amplitud y hay quien opina, no sin razón, que la fotografía natural es el verdadero fotoperiodismo al captar a los seres humanos en sociedad, pero sin que el fotógrafo interfiera en el ceremonial. Cartier-Bresson acercó el estilo al arte, dedicándose durante toda su carrera a esperar hasta encontrar el tan manido momento decisivo.

Jack Simon

Jack Simon

Burn My Eye, formado por una docena de fotógrafos de varios países que acaban de debutar en el London Festival of Photography con su primera exposición como colectivo, propone nada menos, como ya apunté, que «mostrar lo extraordinario que reside en lo ordinario» . Pese al cliché, que parece prestado de un manual de zen aplicado a la vida cotidiana, el ideal tiene el valor de ser vago en grado suficiente como para permitir que quede espacio para la heterodoxia.

Los fotógrafos del colectivo —en especial el inglés residente en Japón Charlie Kirk, un abogado que disfruta de un año sabático, y el estadounidense emigrado a Taiwan TC Lin, que es un prodigio: toca la trompeta, escribe, hace películas, fue soldado e inspector de factorías de calzaado— tienen el buen criterio de no exigir el cumplimiento obligado de una normativa de género y juegan con los márgenes.

Jason Penner

Jason Penner

Jason Penner, un canadiense de ascendencia ucraniana, hijo de fotógrafos de bodas, resume los efectos del virus de la fotografía natural: «Antes de girar la esquina, anticipar e imaginar lo que está sucediendo tras ella, vivir en un perpetuo estado de sueño». Tampoco él se deja amilanar por la no intervención como regla dorada: en ocasiones juega con sus personajes, a través de los cuales observamos la presencia del fotógrafo.

Sea como sea, me interesa el debate entre fotoperiodismo y fotografía natural. Me pregunto, por ejemplo, por qué en los diarios, en papel o digitales, no hay espacio para las fotos sobre la vida y sí para tanta imagen pactada, robada o posada, es decir, preparada, es decir, mentirosa.

Imagino las imágenes de Burn My Eye en un medio de comunicación y me imagino creyendo, otra vez, que los medios hablan de la vida y no de la reconstrucción de un cierto tipo de vida.

Ánxel Grove

Charlie Kirk

Charlie Kirk

Zisis Kardianos

Zisis Kardianos

Justin Vogel

Justin Vogel

Justin Sainsbury

Justin Sainsbury

Zisis Kardianos

Zisis Kardianos

El fotógrafo que entraba en el juego

Thurston Hopkins- Tango in the East End, London, 1954

Thurston Hopkins- Tango in the East End, London, 1954

En el libro The Ongoing Moment -por desgracia y para vergüenza del gremio editor patrio, no traducido al español-, el escritor Geoff Dyer propone un acercamiento existencialista a la fotografía. La callejera estaría basada, dice, «en un momento de interacción que es a la vez un momento de alienación y separación». El fotógrafo dispara y se va, como un pistolero a sueldo. No hay oportunidad para desarrollar la cualidad existencial del retratado, que en muchas ocasiones ni siquiera se entera de que es el sujeto de una fotografía.

La obra de Thurston Hopkins (Londres, 1913) desmonta toda la teoría. El reportero inglés llevó a la vida cotidiana, sobre todo en sus series callejeras de los años cincuenta, la estética de la contemplación, la sensibilidad de la condescencia y la filosofía del compromiso. No hay un gramo de desapego en la inolvidable imagen de las dos muchachas de barrio que escenifican un tango sobre la acera. Hopkins, podemos suponer, también estaba bailando.

Thurston Hopskin - Sharing a Charir, London,1955

Thurston Hopskin - Sharing a Charir, London,1955

La idea del fotógrafo paciente como un árbol, esperando durante horas en el lugar que previamente ha elegido como marco hasta que se produzca, si es que se produce, el instante de revelación, el momento decisivo de Henri Cartier-Bresson, tantas veces señalado como paradigma y tantas veces mostrado como ejemplo a seguir en las escuelas de fotografía -por profesores que, en buena parte de los casos, sólo se dedican al paisaje, el retrato de estudio o la abstracción más necia-, también queda despedazada por la obra de Hopkins, montada en torno a la fluidez del momento constante y la creencia de que la foto está en cualquier lugar, en cualquier momento, siempre que seas capaz de verla o presentirla como una patada en el bajo vientre.

Thurston Hopkins - Street Games, London, 1954

Thurston Hopkins - Street Games, London, 1954

Dicen que el gran Walker Evans era tan desapasionado cuando hacía fotos en la calle que nunca se quitaba los guantes blancos de algodón, los utilizados para trabajar con negativos en el cuarto oscuro.

Tampoco este ideal del reportero-cirujano con modales forenses va con Hopkins, que se embadurna con placer del tema. Sabía que para hacer la foto era necesario entrar en el juego y exponerse.

Como otros de su tierna calaña (pienso en Robert Frank, que durante la misma época en que Hopkins retrataba las calles de Nueva York recorría con parecida fiebre los caminos de los EE UU), el inglés tenía una idea muy clara de la tarima sobre la que se escenifica el teatro de la vida en las ciudades: el asfalto.

Que la clave sea de drama o de comedia es lo de menos. Hopkinks (que está a punto de cumplir 99 años) demuestra que no debes quedarte mirando por la ventana cuando tú eres la ventana.

Ánxel Grove

En busca de la esencia de los EE UU: en la carretera con Google Street View

#83.016417, Detroit, MI. 2009, 2010

#83.016417, Detroit, MI. 2009, 2010

El instrumental para diseccionar la idea espiritual de América (me tomo la grosera, literaria y etnocéntrica libertad de equiparar el término con un sólo país: los Estados Unidos) es variopinto. El viaje epifánico en busca de la esencia última de la land of plenty es polimórfico como ningún otro.

Por citar sólo una obra en cada género, la travesía ha sido fotográfica –Robert Frank y su libro-ensayo Los Americanos-; literaria -la novela infinita En la carretera, de Jack Kerouac-; cinematográfica -por ejemplo, Badlands (1973), de Terrence Malick-; musical -el errar existencial de Woody Guthrie-; pictórica -el aislamiento alienante de los pobladores de los cuadros de Edward Hopper-

#35.750882 Dallas, TX, 2009

#35.750882, Dallas, TX. 2009, 2010

Doug Rickard (1968) se suma ahora a la búsqueda con un artilugio que nunca antes había sido empleado para buscar el alma del país: Google Street View.

A New American Picture, el proyecto fascinante de este renegado de su licenciatura en Historia, es un recorrido por los rincones menos lustrosos de los EE UU («la América rechazada», llama Rickard a los escenarios) en un viaje intensivo de 24 horas seguidas y sin interrupción por los laberínticos caminos reales (no del todo, pero reales al fin) retratados y digitalizados por los coches-ojo de Google.

El resultado es «el envés del sueño americano», opina Rickard, que tomó y catalogó 15.000 fotos durante una «tormenta perfecta» y afiebrada, sin salir de la habitación, utilizando el ordenador como cámara y moviéndose por los mapas tridimensionales del país.

#82.948842, Detroit, MI. 2009

#82.948842, Detroit, MI. 2009, 2010

La selección final de las fotos del recorrido dejó al autor con 80 tomas (algunas se exponen ahora en la muestra New Photography 2011 del MoMA de Nueva York). Son una exploración al azar de los Estados Unidos y acaso también la constatación del final definitivo del momento decisivo predicado por Henri Cartier-Bresson como fundamento del arte fotográfico callejero, para ser reemplazado por lo que algunos críticos llaman el momento en curso, una consecuencia del presente vigilado en el que residimos.

Más allá de consideraciones sociológicas sobre el peligro de que aplicaciones como el Street View se adueñen de nuestra percepción del mundo, las fotos de Rickard tienen una resonancia que procede de lejos. Uno tiene la impresión de que podría estar frente a imágenes similares a los trabajos documentales de Walker Evans durante la Gran Depresión de los años treinta. En unas y otras los personajes no parecen tener futuro y la atmósfera mercurial hiere con consistencia de navaja.

#33.620036, Los Angeles, CA. 2009

#33.620036, Los Angeles, CA. 2009, 2010

En cada foto Rickard coloca datos informativos: una serie de números que se refieren a las coordinadas de Street View para el lugar de la imagen -posiblemente de GPS-; la ciudad y el estado; el año en que la foto fue tomada por Google y el año en que el fotógrafo la extrajo de su ordenador para hacerla suya. Esa ruta también implica una torva concepción cartesiana de la vida encapsulada bajo códigos binarios.

Enganchado a la fotografía como forma más depurada del relato oral milenarista (es el administrador de dos de los sites más interesantes e intencionados del marasmo virtual: American Suburb X y These Americans), Rickard ha abierto una dimensión poética e inesperada a la unificación de la percepción del mundo derivada del mapeo de Google.

En este viaje, como en los de Kerouac, Frank, Hopper o Malick, también hay ángeles subterráneos, estrellas explotando, cadenas intangibles y, sobre todo, como diría el primero, muchas personas «locas por ser salvadas» de una soledad que parece irremediable.

Ánxel Grove

¿Quién demonios es Elmo Tide?

Elmo Tide

Elmo Tide

Del tipo que traigo esta semana a la sección Xpo todo se reduce a una pregunta:

¿Quién demonios es Elmo Tide?

Alguien capaz de hacer fotos como las suyas, lubricadas con grasa y niebla, manchadas de culpa y semen, tiene todo el derecho del mundo a ejercer el silencio.

No hace falta documento de identidad si fue Dios quien sopló sobre tus ojos.

«Soy el ojo de Dios», podría decir Elmo Tide.

Pero el espectador de sus fotos, afiebrado, caliente, desconcertado después de viajar en el ascensor del infierno, tiene todo el derecho del mundo a preguntarse:

Elmo Tide

Elmo Tide

¿Quién demonios es Elmo Tide?

Un blogger de la NPR (National Public Radio, en EE UU también hay medios públicos, aunque en Europa sigan sin enterarse) se hizo la pregunta que nos hacemos todos y decidió ponerse en contacto con Elmo Tide del único modo posible (no todos tenemos un perfil social con tantas membranas como un delta): escribiendo al correo electrónico que el fotógrafo anota en su perfil de Flickr.

El blogger recibió una respuesta negativa a la petición de entrevista formal, pero Elmo Tide se avino a contestar unas pocas preguntas por escrito. Transcribo y traduzco el intercambio:

Elmo Tide

Elmo Tide

¿Quién es Elmo Tide? ¿Por qué el misterio?
Elmo Tide vive en sombras evanescentes y se arrepiente.

¿Tienes sueños o pesadillas recurrentes? ¿Cómo son?
Elmo tenía sueños. Provocaron que la ira se hiciese pasión y el miedo fuese saludado como ironía. En los sueños se sentía superior y, en sus pensamientos eufóricos sobre la inmortalidad, temió perderse totalmente. Luchó con tubos de pegamento de miniaturas vacías de aviones hasta que despertar era tan imposible como terminar algo que nunca había empezado.

Elmo Tide

Elmo Tide

¿Trabajas tras un escritorio?
Un trabajo de escritorio es como una cirugía nasal o un aumento de pechos [juego de palabras con desk job, nose job, boob job], cuando no somos felices y nos escondemos tras la creación de otro. Hice una mesa muy pequeña con una caja de cerillas y cuatro palillos. La llevo en el bolsillo. Dentro de la mesa hay un tomo escrito en árabe clásico que no puedo leer.

¿Qué quieres ser cuando seas pequeño?
Cuando era pequeño quería crecer para ser joven. O quemarme.

Un buen pájaro, ya lo habrán notado. Que hable de sí mismo en tercera persona no es agradable. Es una desgracia gramatical que ejercen algunos novelistas y bastantes jefes de Estado dementes.

Que cambie a la primera persona en la última respuesta es un camino de esperanza: nos permite imaginar que hay algo de niño, de enredo, de leche tibia, en el alma que Elmo Tide nos hurta.

Elmo Tide

Elmo Tide

Pese a la información y dado el cariz errático de las respuestas, la pregunta sigue siendo la misma:

¿Quién demonios es Elmo Tide?

Lo que sabemos se puede enunciar sin tomar aliento: tiene una cuenta gratuita en Flickr desde junio de 1998, el avatar es una foto de un niño sano, rubio, sonriente. No ha creado sets, galerías u otras pendejadas de supuesta socialización.

Tampoco añade etiquetas o geo-etiquetas a las imágenes. Para el perfil del usuario medio de comportamiento compulsivo de Flickr, Elmo Tide es un místico: tiene 190 contactos (soy uno de ellos: me gusta la idea de estar en el santoral de los perversos) y apenas ha favoriteado 19 fotos (una de Henri Cartier-Bresson, otra de Dorothea Lange, dos de John McNab…).

Elmo Tide

Elmo Tide

Sólo ha subido a su stream dos tandas de imágenes: 46 fotos en junio de 2008 y otras 36 en agosto de 2010.

La obra conocida de Elmo Tide se reduce a esas escuetas 82 piezas. No hace falta gritar si eres el ojo de Dios.

Las fotos son, como los encefalogramas y el desatino, en blanco y negro, cargadas de grano, épicas en el sentido pantagruélico, torvas como si algo fuese a suceder tras el disparo, como si ese algo incumbiese al fotógrafo: quizá le partieron la cara, él se la partió a alguien, le ofrecieron una pizza de pepperoni, le escupieron, le llamaron «pendejo», «hijo mío», «hijo de la chingada»…

Algo ha sucedido, eso no estoy dispuesto a discutirlo. Es imposible que no haya sexo si dos están desnudos. La mirada también frota, acaricia, penetra… La mirada también es jugo.

Elmo Tide

Elmo Tide

Hay dos series de fotos en el mundo bronco y opaco de Elmo Tide (tiene dos cuentas más en Flickr, medio escondidas, para exponer las series por separado).

La primera colección está dedicada al VaVOOM, una combinación de lucha libre mexicana, burlesque y tinglado pornográfico.

La segunda, al festival Lucent L’Amour, una noche de parranda organizada por la pandilla de ravers renegados del DoLab de Los Angeles (California-EE UU).

Por aquí, máscaras, lipstick y jugo de ingles. Por allá, secuenciadores, metanfetamina y agua mineral.

Siempre formulo una pregunta tras recibir la coz inicial de una foto: ¿Publicarían esta foto en un periódico? Sólo si la respuesta es no -un no indudable, máximo, 100%-, decido que la foto puede venir a dormir a mi cuarto.

Las que prefiero de Elmo Tilde también han sido sometidas a la dictadura de mi capricho. De las publicadas en esta entrada me gustan todas, pero sólo las menos narrativas, las más fastasmáticas, tienen derecho a disponer de mi voluntad y poseerme.

He dejado intencionadamente para el final mi top three de este fotógrafo en sombras, este Señor Misterio enmascarado.

Elmo Tide

Elmo Tide

La pareja de bailarines tristes es todo tensión, incertidumbre. ¿Es él un gigoló o un wallflower que cambia un billete de tendollars por un slow fox? ¿La desafía con la mirada-navaja levemente dirigida a la boca de ella o se trata de un gesto teatral, argentino? ¿Tiene ella tantas arrugas como nos indica la mano-garra que podría utilizar de modo implacable en cualquier momento?

¿Qué le acaba de decir a él? ¿Aún no ha terminado de decírselo? ¿Es ella una wasp, una white american? Y aquellos dos del fondo, ¿están cotorreando de la que se traen nuestros bailarines?

¿Qué clase de schmerz presagia la escena? ¿Qué cable está a punto de romperse?

Elmo Tide

Elmo Tide

La segunda es una pieza de chatarrería urbana, un residuo.

¿Cuántas veces hemos visto a un homeless con un carrito de supermercado (el gran templo religioso de la sociedad de la diabetes y el colesterol), vagando, recolectando desperdicios para componer el único puzzle miserable con el que dejamos que algunos jueguen?

La foto Elmo Tide responde a la pregunta sustancial, la única pertinente: ¿de qué manera miramos al homeless?

Le vemos así: a la distancia prudente que impone el miedo, el asco; envuelto en la bruma de nuestro desentendimiento; de espaldas, caminando en sentido contrario, sin posible interesección.

Elmo Tide

Elmo Tide

Para acabar, el jinete crepuscular.

No voy a hablar de esta foto. Sólo recomendaré un ejercicio, una calistenia medular: pongan esta canción del moribundo Johnny Cash, miren la foto de Elmo Tide y recen porque su nombre no esté en la lista.

Entonces, ¿quién demonios es Elmo Tide?

Puedo responder a la cuestión complementaria:

¿Quién no es Elmo Tide?

No es un pamplinas, no se cree doctor honoris causa. No es un hijo de papá ni un experto en trabajar en capas y filtros de Photoshop y llamar a esa ordinariez de FP fotografía. No es un hijo del siglo, no sabe qué significa trendy, se atraganta con tus ídolos de mesilla de noche, dejaría a Bono en pelotas en una mesa de póker. No le gustaría irse de cañas con tu pandilla. No habla de sí mismo: se queda en silencio y espera. No tiene Twitter, es un hombre, no un apéndice.

Elmo Tide, demonios.

Ánxel Grove

Deja que Kong te desnude

William-Mortensen - "L Amour"

William Mortensen - "L Amour"

¿Qué debe representar una foto? ¿Cómo debemos asomarnos a su interior? ¿Se trata de ilustraciones o de ráfagas de conocimiento?

El momento, el instante del click, ¿es decisivo, teatral y concreto como la sombra que brinca para salvar el charco en Tras la estación de Saint-Lazare (1932), de Henri Cartier-Bresson, o interminable, una ruta casi etnográfica por nuestra memoria colectiva?

En otro tiempo -no demasiado lejano pese a la apariencia hipster y petulante de que todo acabó y nada volverá a ser tal como era-, los fotógrafos discutían sobre estos asuntos. Material impreciso, opinable, en ocasiones cercano a una metafísica sobre la evanescencia del objeto.

No conviene andar con esas vainas ahora, dicen.

Mejor actuar que pensar, es la consigna. Quienes actuan (no en el sentido de «poner en acción», ojalá, sino en el cinematográfico) son consecuentes con la carga de sus mentes, que es la misma que la de sus bolsillos.

¿Qué sentido tiene mencionar la mirada como «lenguaje del corazón» (Shakespeare, ya saben, aquel ridículo) si llevas encima una máquina de matar de 12 megapíxeles, óptica Carl Zeiss y capacidad simultánea para los arrumacos verbales con tu novia al tiempo que haces una Tras la estación de Saint-Lazare?

¿A alguien le va a importar que no haya punctum, rozadura sentimental, compromiso íntimo, si la foto tiene el carácter instantáneo (grosero, por cierto: todo ser humano debe llegar, como dicta la buena educación, cinco minutos tarde a las citas) necesari0 para estar, a los pocos segundos del disparo, colgada en Flickr y otros e-nichos, buscando aplausos, visitas y faves?

William Mortensen - "The-Heretic"

William Mortensen - "The-Heretic"

Pero yo les quiero hablar de esas vainas cada jueves. Porque me da la gana, me dejan y me lo piden las gónadas. Los de los 12 megapíxeles en la trasera del 7 For All Mankind pueden optar por ver las fotos de los gurús de Flickr -tan nítidas y enfocadas que podrías hacer el amor con los retratados-.

El procesador del corazón
Soy un maldito oldtimer, me canso al subir las escaleras, no me gustan las zapatillas Vans y prefiero las fotos tomadas por el mejor procesador: el corazón.

Hoy les traigo a Xpo -que es el nombre de la categoría/sección que hoy debuta- a un tipo bien raro.

Se llamaba William Mortensen. Nació en 1897 en un sitio llamado Park City (Utah-EE UU), balneario hipster donde ahora celebran el Festival Sundance de cine,  y murió en 1965 (leucemia) en otro lugar con aspiraciones termales («¡el paraíso de los amantes del océano!»): Laguna Beach (California, un estado con nombre de amazona que no pertenece a los EE UU, sino al reino de la piscina, donde bebes hasta la eternidad un vaso king size de zumo de naranjas orgánicas).

Muchos envidiarían los avatares biográficos de Mortesen: conoció e intimó con Fay Wray, la chica con la que King Kong quiere averiguar qué tienen las mujeres bajo el vestido; trabajó como diseñador de decorados para King Vidor y Cecil B. de Mille; tuvo un estudio propio de fotografía y escribió un par de libros con títulos acaso superiores a los contenidos: Monsters & Madonnas (1936) y The Command to Look: A Formula for Picture Success (1937). Si los encuentran, pónganse Kong y no los suelten, los pagan de maravilla en las subastas.

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Quien necesite más detalles o sienta curiosidad puede encontrar precisas biografías en este artículo de Larry Little o en este otro de Carry Loren para la web 50 Watts, tan subyugante como la indefensa señorita Wray.

El «imperativo pictorialista»
De Mortensen me importa su descarada artificiosidad haciendo fotos. Lo llamaba «el imperativo pictorialista», un entramado dictatorial (en el que todo era válido: trucaje, manipulación, escenificación…) para que el espectador tuviese que entrar en la foto y ejercer ese verbo casi extinto: sentir sin que te lo haya recomendado un pope de los trending topics.

Ante algunas de sus obras entiendes a Fay Wray en las garras desmedidas del Súper Mono.

Te sientes congelado por ideas extremas, como un adolescente ante una revista caliente pero sin la revista caliente, porque después de todo lo visto en estas últimas décadas de pornotube, Mortensen juega con material tibio, de bajo nivel: la piel de la cara interior de un muslo, la simple idea de lascivia, la posesión como motor y el deseo como gasolina.

William Mortensen - "Preparation for the Sabbath"

William Mortensen - "Preparation for the Sabbath"

La intensidad, a veces pasiva, con un movimiento de perfil bajo, de las foto-pinturas de este artista borrado por el vendaval del tiempo y sus tecnologías aplicadas (mal, casi siempre) me remite al inicio de esta entrada.

¿Qué máquina de matar puede alcanzar esta carga ilusoria? ¿Qué más da la perfección si, al asomarnos a sus infinitas ventanas, vemos el mismo paisaje: la repetida perversión de la imagen reducida a píxel, prostituida electrónicamente?

En uno de sus libros, Mortensen esboza el gran drama de la fotografía:

Muchos [fotógrafos] hemos desarrollado habilidades mecánicas o  habilidades creativas. Muy pocos hemos construido un puente para franquear el abismo entre unas y otras.

Todavía sigue siendo así. Si estás en las garras del Rey Mono (o, para el caso, del Rey Píxel), la única opción es dejar que te desnude.

Ánxel Grove