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Muere Mary Ellen Mark, encantadora de las serpientes del alma

Izquierda, autorretrto de Mary Ellen Mark. Derecha, Tiny

Izquierda, autorretrto de Mary Ellen Mark. Derecha, Tiny

Adivino un hilo dorado entre el autorretrato de Mary Ellen Mark al comienzo de su carrera, en los años sesenta, y su foto más conocida, Tiny in Her Halloween Costume, la imagen de la niña-prostituta Erin Charles, de 14 años, que la fotógrafa hizo en 1983. El hambre de la segunda está presente en la aguda mirada de la primera. Las desvincula el gesto amargo de la boca de Erin y los labios distendidos de Mary.

Mark, a quien llamaron con exactitud «encantadora de serpientes del alma», acaba de morir a los 75 años de leucemia. Es demasiado pronto para una mujer que no estaba dispuesta a dejar de comer a grandes bocados el mundo y las dudas que lo pueblan. Fue la gran cronista de la vulnerabilidad de su generación y tres cuartos de siglo no bastan para abarcar, como hubiese deseado, a todos los frágiles.

Tengo la seguridad de que las casualidades obedecen a leyes que acaso redactan nuestros fantasmas. Anoche leí, de un tirón, la necropsia —porque me sentí parte de ella— de la nouvelle También esto pasará, donde Milena Busquets narra el exorcismo por la muerte de una madre. Marqué en el lector electrónico dos citas:

Tal vez todos nos quedamos siempre con algún viaje pendiente, planeamos viajes cuando ya son imposibles, como si intentásemos comprar tiempo aun sabiendo que el nuestro se ha agotado y que nadie puede regalarnos ni un solo minuto más. Debe de ser intolerable tener todavía los ojos abiertos y pensar que hay lugares que ya no volverás a ver nunca, que se cierren las posibilidades antes que los ojos.

Es un resumen de mis carencias, las que nunca ya repararé. Las palabras de Blanca, la protagonista de la novela, también me llevaron a las fotos de Mark, de cuya muerte me había enterado unas horas antes.

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El turco Bulent Kilic, el fotógrafo que mejor narró 2014

© Bulent Kilic / AFP

© Bulent Kilic / AFP

Erkin Elvan tenía 15 años y murió en marzo de 2014, tras 269 días en estado de coma, porque le había reventado el cerebro el impacto de un bote de gas lacrimógeno disparado por la policía turca contra los manifestantes que pedían libertades cívicas en el país. El chico no era parte de la protesta: iba a comprar pan para su familia y pasaba por la zona de Estambul donde se producían eso que los siniestros amigos del poder llaman ahora disturbios cuando siempre se llamaron protestas reprimidas a fuego y sangre.

La foto es del día siguiente a la muerte del muchacho, cuando cientos de miles de personas salieron a la calle en 32 provincias turcas y la Policía respondió con la misma moneda: hubo centenares de heridos.

La mirada directa de la chica, como si la cámara fuese el único lugar importante del mundo, consciente de la necesidad de que los ojos hablen, evita contar los pormenores, las causas y los efectos. Todo está dicho en el aspecto doliente de esta madonna adolescente cuyas lágrimas se han mezclado con el agua lanzada a presión por los camiones policiales cuando el poder, con desprecio, escupe a la cara de las víctimas.

El hombre que hizo la foto tiene 35 años y es padre de un niño que acaba de aprender a andar. Se llama Bulent Kilic y nació en el este de Turquía, en Tunceli, un área de mayoría kurda con la memoria histórica todavía ensangrentada por la matanza de Dersim, a mediados de los años treinta, cuando el Ejército turco mató a miles de personas en una masacre sin otra justificación que la el afán genocida.

Hrabove, Ucrania, 2 de agosto. Una chica llora al abandonar su hogar en Donetsk tras un corte de luz, agua y abastacimiento ordenado por el gobierno © Bulent Kilic / AFP

Hrabove, Ucrania, 2 de agosto. Una chica llora al abandonar su hogar en Donetsk tras un corte de luz, agua y abastacimiento ordenado por el gobierno © Bulent Kilic / AFP

El padre de Kilic, maestro de profesión, se llevó a la familia a Estambul intentando encontrar un hábitat menos lastrado por el odio. No sospechaba que su hijo, que entonces tenía 5 años, sería elegido por el destino como testigo de la pervivencia del mal, la eternidad circular de las matanzas, el prolongado reguero de dolor y llanto, el eco infinito de las balas…

Cuando en estas fechas se dictan los nombres de los protagonistas del año que se nos acaba de ir de las manos, mencionar a Kilic es mencionar también a todos aquellos para quienes la expresión admirativa «¡feliz año!» no es más que formulismo, porque saben que la felicidad debe conquistarse y en la tarea habrá víctimas inocentes. Kilic ha sido el mejor narrador de 2014, el fotógrafo que ha contado con más bondadosa valentía la vida de los héroes, las miles de personas que van a comprar el pan a lo largo del mundo y les revientan la cabeza en el camino.

A Bulen Kilic, que después de mucho freelanceo pagado con tarifas medievales logró entrar en France Press, le han señalado como mejor reportero de 2014 The Guardian y TimeLa coincidencia no es casual sino resultado de la justicia y de la apuesta de ambos medios por la buena fotografía, que es lo que siempre ha sido: lo contrario a una estampita para ilustrar necedades.

Estambul (Turquía), 31 de mayo. Un policía amenaza a una pareja durante las manifestaciones en favor de mayores libertades ciudadanas © Bulent Kilic / AFP

Estambul (Turquía), 31 de mayo. Un policía amenaza a una pareja durante las manifestaciones en favor de mayores libertades ciudadanas © Bulent Kilic / AFP

Al repasar la obra durante el año que acaba de terminar de este hombre robusto, calvo y ataviado con ropa de mercadillo regresas a cada uno de los escenarios que retrató: la crisis de Ucrania, el accidente minero en Manisa (Turquía), los refugiados kurdos escapando desierto adelante de la invasión del Estado Islámico…

Pero en las fotos de Kilic, necesariamente apocalípticas —con ese material ha decidido traficar en una decisión libre que jamás llegaremos a entender del todo los miedosos—, siempre queda espacio para el hombre corriente, un lugar central que late como un corazón.

Es de buena educación desear que 2015 sea un año más feliz que 2014. Si como resulta más que probable vuelve a ser un rosario de amargura, ojalá Bulen Kilic siga ahí para lapidar las mentiras con el recuerdo de las víctimas, los doloridos, los desesperados…

José Ángel González

Un fotógrafo, su novia soldado y la guerra de Irak

Flying Kiss, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

Flying Kiss, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

Caroline Annandale y el fotógrafo Guillaume Simoneau acababan de conocerse y estaban enamorados. El beso volante, uno de los códigos universales del cariño, no es la más sólida de las pruebas. Hay señales más claras: por parte de ella, el ofrecimiento de los ojos cerrados, la amplitud del cuello, las manos enlazadas en torno a una madera vieja y blanca; por parte de él, la mirada encendida, la entrada en el territorio íntimo al que sólo accedes cuando amas.

La pareja transnacional —Caroline procede de Georgia, en el sur de los EE UU, y Guillaume es franco-canadiense, de la zona de Quebec— se había conocido en un taller de verano de fotografía en 2000 y el flechazo tuvo la hondura suficiente como para que decidieran hacer planes de cierta envergadura: irse a recorrer mundo con la juventud y el amor como único salvoconducto.

Poco más de un año después, él vuelve a retratarla en un momento preñado de adoración: una habitación sólo iluminada por tres velas en Goa, la zona sureña de la India donde la melancolía de los colonizadores portugueses añadió cierta temperanza a la turbulencia del mundo como sufrimiento que propone el hinduismo. La imagen tiene el color de la miel tras o antes del sexo y, por tanto, quizá no admita que nos fijemos demasiado en la fecha aunque, como veremos, debemos hacerlo: 11 de septiembre de 2001.

En Goa, India, 11 de septiembre de 2001 © Guillaume Simoneau

En Goa, India, 11 de septiembre de 2001 © Guillaume Simoneau

Demos un salto de ocho años. Guillaume vuelve a retratar a Caroline en 2008. No se nos ofrecen explicaciones sobre la relación que mantienen ahora: quizá sigan siendo amigos, quizá todavía haya intimidad. Poco importa el grado dado lo que vemos en la foto frontal y áspera: una muchacha de ventitantos que ha perdido la fosforecencia natural y que nada sabe de la cordialidad como sistema de vida.

Tras el 11-S Caroline se había dejado seducir por una pasión tan tóxica como el amor: el nacionalismo y la llamada bélica de castigo contra los supuestos enemigos de la patria mancillada. Ingresó en el Ejército, combatió varios años en Irak y ahora, en la desconcertante foto de su nuevo ser, es la sargento Caroline Annandale, juramentada, valerosa, capaz de manejar armas sofisticadas, conocedora de olor de la sangre

La mirada militar de Caroline no se dirige a la cámara pero es consciente al cien por cien de la cámara y la evita, desea atraversarla, sabe que ese aparato incruento, sobre todo cuando es manejado por quien te quiere o te quiso, revela lo que has perdido.

Canadian Marine jacket, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Canadian Marine jacket, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

El fotolibro Love and War es el intento caótico y desesperado del fotógrafo Simoneau por entender. Lo define como una «síntesis lírica» para mostrar la «inseparable naturaleza del amor, la creatividad y la adversidad» y lo presenta bajo el género del trabajo documental, pero sabemos que también se trata de una expedición hacia las cicatrices interiores y una inútil maniobra para recuperar la noche en que la luz de las velas de Goa dejó de ser un indicio del amor y se convirtió en una caldera de azufre.

Ordenado desde la creencia de que la cronología nada explica excepto la matemática demente de los años, el libro conjuga, sin jerarquía de escaleta temporal, las imágenes —no siempre de Simoneau, hay también instantáneas que Caroline le enviaba desde eso que llaman teatro de operaciones con bastardas intenciones semánticas—, con emails, mensajes telefónicos de texto, cartas manuscritas, metáforas fotográficas que el franco-canadiense elaboraba para no perder la cordura mientras su novia participaba en la guerra…

 © Guillaume Simoneau

«Cuanto más pienso hacia dónde vamos individualmente, más creo que debemos estar juntos» © Guillaume Simoneau

La narrativa rota de Simoneau —con momentos de tanta franqueza dramática como un SMS de la madre de Caroline con este texto: «El 20 de mayo de 2003 [Caroline] se casó con su amigo Joe Hopkins y cambió su nombre por el de Caroline Ralston Hopkins»— contiene suficientes espacios abiertos como para arañar los límites de la literatura. Que el autor haya seguido adorando a la muchacha-soldado, dedicándose a buscar su esencia durante años, añade a Love and War el carácter casi sagrado de una epifanía.

El fotógrafo admite, ¿cómo no hacerlo?, que la guerra convirtió en otra persona a la chica del beso volante y las noches de Goa, pero Simoneau también ha señalado que ahora él es mucho más «indulgente» con los jóvenes que se enrolan. «Entiendo cómo tu contexto social, físico y geográfico pueden llevarte a tomar decisiones que ni siquiera considerarías en un ambiente diferente», dice en una entrevista.

Wearing army uniform for me, Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Wearing army uniform for me, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

«Llevando el uniforme militar para mí», titula el autor de Love and War esta foto, tomada cinco años después de que Caroline se casara. En otra de la misma serie, ella posa con una pistola. En una tercera aparece en la cama, con los ojos vacíos de quien ha ejercitado la vista en exceso, contemplando escenas que nadie debería estar obligado a ver.

El grado de compromiso entre los dos actores de este drama, además de reafirmar que la fotografía es un tónico inexplicable, me recuerda una cita de Camara lúcida, el libro de Roland Barthes, con la cual quiero acabar, porque nada razonable quiero añadir a esta historia tan cruda como hermosa e inexplicable:

La fotografía lleva siempre su referente consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa fúnebre: están pegados el uno al otro, miembro a miembro, como el condenado encadenado a un cadáver en ciertos suplicios; o también como esas parejas de peces (los tiburones, creo) que navegan juntos, como unidos por un coito eterno.

Ánxel Grove

On bed, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

On bed, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline,  Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Caroline, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline,  Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Caroline, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline,  Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Caroline, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline's world by Joanna R, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

Caroline’s world by Joanna R, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

El fotógrafo no asimilable

Eslovaquia, 1966

Eslovaquia, 1966

Al ingeniero aeronáutico Josef Koudelka (1938), hijo de una aldea diminuta de Moravia, le gustaba bien poco su trabajo. Estudió porque tenía que hacerlo, porque la fortuna era equívoca en el inmenso teatro del comunismo demencial de Europa del Este, porque o eras obediente o el Estado te tiraba de las orejas y te marcaba a fuego el estigma de los incómodos.

Koudelka prefería hacer fotos. De adolescente había retratado a su familia y a los habitantes del micromundo moravio con una cámara de baquelita. En 1961 alguien le prestó una Rolleiflex de segunda mano. La cámara dió el tiro de gracia al título de ingeniero.

Cinco años antes, en las cómodas y bien decoradas salas del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Edward Steichen había montado The Family of Man, la exposición fotográfica más ambiciosa jamás organizada: 503 fotografías de 273 fotógrafos de 68 países, profesionales y aficionados, famosos y desconocidos, nueve millones de visitantes, todavía viva (fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 2003)… La lista de participantes en la muestra quita el hipo.

Una pregunta distópica: ¿hubiera participado Koudelka, de estar activo, en la ambiciosa exposición sobre la humanidad?

Durante la primera mitad de los años sesenta el ingeniero aburrido de ser ingeniero se dedicó a retratar a las comunidades gitanas de Eslovaquia. El Estado quería asimilarlos, forma con que todos los Estados se refieren, en aras de la corrección semántica, al aniquilamiento de los débiles.

Bohemia, 1966

Bohemia, 1966

Expuso las fotos en Praga en 1967. Tuvieron éxito. Los comisarios políticos rotularon al autor como incómodo. Koudelka respondió abordando un tren hacia Rumanía, donde había un montón de gitanos esperando.

Al año siguiente los tanques rusos entraron en Checoslovaquia para abortar la Primavera de Praga. Las mejores fotos de la revolución aplastada las hizo Koudelka. Sacó las imágenes del país con métodos de contrabandista, sin pretender cobrar por su publicación.

En 1970 se fue de su patria y el Estado le quitó la nacionalidad. Le admitieron como refugiado en Inglaterra, le invitaron a entrar en la agencia Magnum. Aceptó el halago pero impuso condiciones: nada de encargos periodísticos. Prefería vagar por Europa, por los límites, a su propio ritmo.

A Koudelka no le gusta rendir cuentas. «Muchas de mis fotografías», ha declarado, «las hago sin mirar el objetivo. Es como si no existiera la cámara, un acto sumamente mecánico». Si no miras, no te pagan. Si no miras y no te explicas, te patean.

"Gypsies"

"Gypsies"

Acaban de reeditar Gypsies en una versión ampliada (30 fotos inéditas) con respecto a la original de 1975. Los gitanos -gracias al cielo nunca asimilados– son de Bohemia, Moravia, Eslovaquia, Rumanía, Hungría, Francia y España.

Era un libro tan difícil de encontrar como necesario. Uno de los foto-ensayos más bellos de la historia.

He leído en algún lugar que Koudelka, que tiene 73 años, vive en un humilde apartamento de Praga y se dedica, sobre todo, a ordenar sus negativos.

Teniendo en cuenta que se trata de uno de los mejores reporteros del siglo XX -ojo: reportero-emocional, no de staff, no de acreditación en el bolsillo y chaleco de Coronel Tapioca-, la situación admite seguir ejerciendo la esperanza: no todos somos asimilables.

¿Hubiera participado Koudelka en The Family of Man junto a los muy asimilables (y cojonudos) Richard Avedon, Robert Doisneau o Garry Winogrand, por citar a tres sin más ánimo que establecer extremos?

"Bohemia, 1966"

"Bohemia, 1966"

Me atrevo a soñar que, como en el caso de Magnum, se sentiría halagado pero diría que los deadline no van con él, que le gustaría dar una vuelta por alguna zona tan despoblada como olvidada antes de decidirse, que quizá pero más tarde, que por qué no nos vamos a tomar café y fumar cigarrillos…

Acaso en su fuero interno pensase que la idea de compendiar a la humanidad y su interés humano sólo podría ser aceptada viniendo de una deidad celestial, jamás de un hombre tan doliente como cualquiera.

Acaso Koudelka intentaría, con los ojos cerrados, hacer otra foto inmensa, definitiva, ciega de tan luminosa, como ésta de la izquierda. Una foto no asimilable.

Ánxel Grove

 

Erin y Mary E., la niña prostituta y la fotógrafa

Mary Ellen Mark - "Tiny in Her Halloween Costume", 1973

Mary Ellen Mark - "Tiny in Her Halloween Costume", 1983

Primera Avenida y Calle Pike. Downtown Seattle. 1983, año de vicio. Ella dice llamarse «simplemente Tiny». En realidad se llama Erin Charles. 14 años.

– Quiero parecer una puta francesa -dice.

La fotógrafa se la gana con la mirada. Tiny se gana a la fotógrafa con lo que ustedes están viendo: la pose definitiva, hambrienta, de una mujercita de la nouvelle vague.

Es una apreciación injusta, una mera fascinación plástica por el velo, los guantes, el sombrerillo…

Mete la pata quien adivine un mélange de cynisme, de sensualité, d’indifférence et d’oisiveté en las promesas que contiene tanto color negro

A Tiny la delatan los labios, tuercas apretadas en una media esvástica de carne tiesa. Cuando eres prostituta debes evitar que el alma, puerca chivata, se te vaya por la boca, revelándote ante el público de la Primera con Pike.

Hay otra foto de la sesión callejera, el envés de este plano frontal con profundidad de Gran Cañón. Tiny, que masca chicle como todas las princesas de todos los downtown, hace un globo. El alma integral de la niña-puta contenida en una bola de goma rosa. Pagaría por ese tesoro.

Mary Ellen Mark - "Tiny in Her Halloween Costume", 1983

Mary Ellen Mark - "Tiny in Her Halloween Costume", 1983

Es la víspera de Halloween. Aroma de orín y mantequilla. En unas horas comenzará la noche de los muertos. Tiny tiene planes para celebrarla con otros muertos en el Monastery, la discoteca con el MDMA más fácil y barato de Seattle.

– ¿Eres de la Policía? -había preguntado a la fotógrafa Mary Ellen Mark (Philadelphia, Pennsylvania, EE UU – 1940) cuando ésta, fascinada, intentó el primer acercamiento.

Tiny acababa de bajar de un taxi. A veces puedes permitirte los tópicos, son la voz colectiva. Va uno que se adapta: vestida para matar.

– Quiero conocerte, hacerte fotos.

– ¿Qué saco yo de todo esto?

Tiny sabe de atuendos y de negocios feos: una felación a cambio de una pastilla, un intercambio sexual sin lengua a cambio de 50 dólares. Así es la vida en el Monastery.

Mary Ellen Mark, en el set de rodaje de "Apocalypse Now", 1976 (foto: Dean Tavoularis)

Mary Ellen Mark, en el set de rodaje de "Apocalypse Now", 1976 (foto: Dean Tavoularis)

Flashback. Seis años antes, 1976. Selva húmeda, infernal, en Ibas (Filipinas). El equipo de la película-pesadilla Apocalypse Now se enfrenta al ciclón tropical Olga, a la confusión y los intentos de suicidio del director Francis Ford Coppola, a las lecturas bíblicas, oraculares, de La rama dorada, El corazón de las tinieblas y Despachos de guerra, tres libros que estipulan la vida como un camino de sufrimiento y ceremonial.

Como la película, la filmación es un viaje hacia el miedo primario, la estaca en la sien, el mito de la oscuridad de la que emergemos.

Mary E. es la encargada de las fotos de rodaje. Retrata a Marlon Brando-Kurtz con un escarabajo sobre la cabeza, a Coppola encerrado en un poncho y sentado sobre el barro, a Martin Sheen con la mirada vacía del asesino encargado de liquidar al militar enloquecido de cordura

Mary Ellen Mark - 'Tiny' (Erin Charles)

Mary Ellen Mark - 'Tiny' (Erin Charles)

Ya sean tomadas en el millonario set de un film o en el lado equivocado de las calles, sus fotos no son complacientes ni pactistas. Arañan con profundidad de faros antiniebla.

En 1983, en Seattle, Mary E. y Erin intiman. La fotógrafa se prenda de la sonrisa oculta de la adolescente, de su naturalidad animal y franca. A Erin le gusta sentir que una hermana mayor retrata sus pasos.

Las primeras fotos aparecen en Streets of the Lost (Las calles de los perdidos), un reportaje que publica la revista Life en julio de 1983 sobre los runaway kids de los EE UU.

Estremecedor: un millón de críos de entre 11 y 17 años abandona por voluntad propia el hogar cada año. El 80 por ciento se dedica a la prostitución para sobrevivir. Cinco mil tumbas sin nombre se añaden anualmente a los osarios yanquis.

La historia de Erin es el corolario de la crónica negra. Vive con su madre y su padrastro, ambos desempleados sin más esperanza que fatigar las horas en la taberna de los bajos del edificio. La casa tiene un dormitorio. Erin duerme en el sofá. La han arrestado dos veces por prostitución, la han obligado por la fuerza a posar para fotos pornográficas, padece de una grave gonorrea.

Cartel del documental "Streetwise" (Martin Bell, 1984)

Cartel del documental "Streetwise" (Martin Bell, 1984)

Mary E. no es de las periodistas que dicen adiós con la última foto. A los tres meses regresa a Seattle con su marido, el realizador Martin Bell, y buscan a Erin. Cuentan su historia en Streetwise, un documental sobre los niños de la calle que es nominado al Oscar en 1984. Erin viaja a la ceremonia con el matrimonio. Se ofrecen a adoptarla legalmente. Ella se niega. Prefiere que Mary E. y Martin sean sus amigos. No se fía de los padres.

El vínculo, el hilo de oro, no ha sido mancillado por el tiempo. Erin y Mary E. todavía son confidentes. Se ven con frecuencia, hablan por teléfono casi a diario.

Mary E., a quien alguien ha llamado, no sin justicia, «la fotógrafa más importante del siglo XX», tiene ahora 71 años y sigue con las cámaras al cuello. Galardonada, celebrada, becada, premiada con casi todos los honores, atendida con esmero en sus consejos a reporteros primerizos, publicada en libros que se agotan (milagro radiante en un mundo en que sólo los locos compramos libros de fotografía), es una intocable.

En su honor debo anotar que aún conserva la rabia intacta:

«Estamos en la era de la superficialidad. Las historias de ricos y famosos son las únicas que venden. Estoy hastiada de las revistas que son sólo apariencia, moda, belleza, celebridades… Hay una crisis en el fotoperiodismo. Es duro: muchas revistas han cerrado y todavía tengo que luchar para ganarme el pan. Mi trabajo no es suficientemente arty para los museos. Tengo que aceptar encargos comerciales para financiar los proyectos que realmente me importan. Me da igual. Todavía quiero, todavía necesito hacer fotos», dice en una entrevista.

Mary Ellen Mark - Erin y dos de sus hijos, 2004

Mary Ellen Mark - Erin y dos de sus hijos, 2004

Erin, que tiene 42, es madre de nueve hijos de cinco hombres. Está casada con el padre de los cuatro últimos, ha dejado las drogas y perdido la gracilidad de reina de Halloween. Sigue viviendo en Seattle, pero en un suburbio de clase media-baja. A veces afloja la tuerca de los labios y esboza una sonrisa de inmensa franqueza.

«Sobrevivo. He tenido suerte», declara cuando algún periodista la llama para recordar su pasado.

Mary E., que considera a Erin el proyecto de su vida, le sigue haciendo fotos con el mismo ánimo que la primera: dejar que la vida entre sin pactos previos en la retina de la cámara. Ha retratado embarazos, partos, quehaceres domésticos, dones y melancolías de su amiga Erin, a la que alguna vez llamo Tiny.

¿Redención? La pregunta no tiene sentido en el mundo de Erin y Mary E que hoy ocupa Xpo, la sección de fotografía de este blog.

La redención no tiene sentido en ninguno de los mundos. La redención es un producto en una estantería del supermercado del cynisme y  la indifférence . Esto es sólo ceremonial y sufrimiento: la biblia de los normales.

Ánxel Grove