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Los autorretratos de un fotógrafo heroinómano

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

«El comerciante no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto«. La afirmación, cruda como es norma procediendo de la boca hambrienta de William S. Burroughs, se ajusta a la foto como un buen cinturón al antebrazo.

El fotógrafo ha dejado programada la cámara —una digital barata, no es necesaria complejidad alguna para mostrar la víscera que somos— para que dispare por sí sola. La imagen es un autorretrato y Graham MacIndoe hizo muchos durante sus años en el subsuelo.  Con la jeringa clavada, frente al cobalto azulado de la televisión, el fotógrafo-consumidor posa para, también en el tiempo anestésico del opio, reconocerse.

Escocés nacido en 1963, MacIndoe es desde 2010 un adicto sobrio —la noción de exadicto es una figura retórica: la edad me ha llevado al convencimiento de que con las drogas, con todas ellas, firmas contratos de permanencia vitalicios—. Desde la limpieza sigue ejerciendo la profesión de fotógrafo, ahora quizá con un nuevo tipo de benevolencia, la de saberse débil como cualquiera.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

En un pliego de descargo retroactivo que nadie tiene el derecho de recusar, MacIndoe ha decidido sacar a la luz sus años de relación, mientras vivía en Nueva York, con, por este orden, la cocaína, la heroína y el crack y mostrar bastantes de los autorretratos que hasta ahora había mantenido ocultos. En la pieza audiovisual My addiction: a self-portrait (Mi adicción, un autrorretrato), publicada por The Guardian, diario en el que colabora, el fotógrafo muestra y comenta las imágenes.

En una entrevista editada en paralelo por el mismo medio, Coming clean: the photo diary of a heroin addict (Limpiándose: el fotodiario de un adicto a la heroína), se confiesa a su exnovia, la periodista y escritora Susan Stellin, que estuvo liada con MacIndoe durante los años de aguja y rompió con él por las consecuencias de la adicción en la convivencia. No se enteró, o al menos eso asegura, de la grave intensidad de lo que estaba sucediendo con su pareja. Precisa que sólo tuvo una conciencia exacta del hundimiento cuando, una vez separados, encontró los 342 autorretratos de MacIndoe en el trámite de chutarse o en los posteriores vuelos opiáceos.

«De alguna forma, esto era lo que tenía curiosidad por ver (…) Todos estos primeros planos de la aguja entrando en una vena, su expresión durante y después (…) Quizá la clave sea: ‘¿Querías ver? Aquí lo tienes’. Entonces quizá nos enferme nuestro voyeurismo, porque no necesitábamos ver nada de esto», escribe Stellin recobrando una nota que redactó al encontar las fotos y a la que ahora añade una coletilla: «Creo que sí debemos verlo e intentar entender la adicción desde dentro como nos la describe Graham y no con una mirada exterior».

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

La versión en primera persona del enganche y sus rituales es una narración de la infinita soledad del adicto y del mundo de un solo habitante en el que reside. Juicios personales aparte —y el fotógrafo es el primero en recordar aquellos años con una «enorme vergüenza personal»—, los autorretratos demuestran que los motivos para caer podrían resumirse, en una exageración quizá injusta pero no por ello menos certera, en que los opiáceos eliminan todo tipo de dolor o sufrimiento, incluso aquellos que ni siquiera padeces.

El diario fotográfico de drogadicción, un trabajo que es un grito pero también un testimonio de valentía, coloca al fotógrafo en un terreno extraterritorial, la patria sin fronteras donde es innecesario preocuparse por la muerte porque siempre la llevas de tu mano.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

MacIndoe cita la canción de Lou Reed Perfect Day para explicar la opción del fije intravenoso: Es un día perfecto / Has logrado que me olvide de mí mismo / Creí que era otra persona, / una buena persona.

Los autorretratos demuestran la indomable hipnosis que ejerce la droga sobre el adicto y que el fotógrafo capturó con exactitud, pero alivia saber que MacIndoe —que hoy, tras pasar por la cárcel y una rehabilitación que, en su caso, ha funcionado, luce el aspecto saludable que merece— también se dejó someter por una segunda sustancia tóxica, la fotografía.

Algunas de las secuelas de esta segunda dependencia brotan de la colección de autorretratos: el triunfo del ojo sobre la cámara; la ausencia de todo límite excepto los que imponga el fotógrafo; las puertas abiertas al pasado o, como decía Julio Cortázar, las fotos como forma de «combatir la nada»… A las imágenes de MacIndoe les cuadra, sobre todo, la definición esquiva de Diane Arbus, otra notable drogadicta —en su caso, de barbitúricos y otros venenos psiquiátricos—: «La fotografia es un secreto de un secreto. Cuanto más cuentas, menos sabes».

Ánxel Grove

La obra maestra del pintor parricida Richard Dadd

"The Fairy Feller's Master-Stroke"

«The Fairy Feller’s Master-Stroke»

Es fácil deducir a primera vista que el cuadro, relativamente pequeño en tamaño (54 por 39,4 centímetros), es una visión abigarrada que no pertenece al mundo de quienes nos consideramos cuerdos: el gentío que puebla la tela parece crecer o reducirse; las texturas carnosas de la vegetación esconden seres que se perciben, inesperados, cuando creímos haber agotado el repertorio del elenco alucinado y superpuesto que, estamos convencidos, espera un suceso trágico e inevitable, anunciado por el golpe de hacha que la figura central se presta a asestar contra una castaña mientras las libélulas tocan la trompeta, un par de voluptuosas hadas se entregan a un sátiro, un anciano asiste colérico a la escena y diminutos centauros recorren la perspectiva inconcebible del lienzo, que parece pintado a ras de suelo y, al tiempo, contener una desesperada tensión tridimensional con cambios de escala mareantes entre un motivo y los circundantes.

The Fairy Feller’s Master-Stroke (El golpe maestro del leñador duende) habla de un parricidio, de la desmembración de un cuerpo, del plan de asesinar al Papa, de cuarenta años en un manicomio, de una psicosis criminal y visionaria, de un mensaje secreto de Osiris, de una narguila con kif demasiado intenso para un inglés, de la maldición circular que ronda las arenas de Egipto, de una insolación, de un ADN cargado con la negra tinta de la demencia…

El óleo, propiedad de la colección permanente de la Tate Britain, fue pintado con maniática perseverancia durante casi diez años, entre 1855 y 1864, en el inmenso sanatorio mental londinense de Bethlem, sostenido con fondos de la corona británica engordados con el dinero que pagaban los pudientes en giras organizadas para observar los alunados antes del té de los domingos. El pintor, Richard Dadd (1817-1886), que ha pasado a la historia como un artista y un asesino, escribió una larguísima soflama en verso para intentar explicar el sentido del cuadro y negar la evidencia: estamos ante un vástago de una imaginación salvaje y caprichosa.

Richard Dadd pintando en el psiquiátrico

Richard Dadd pintando en el psiquiátrico

Dadd no quiso revelarnos las facciones de leñador que se apresta a dar un «golpe maestro» en el centro del cuadro. La figura, acaso una proyección simbólica del artista, está de espaldas al espectador y alza un hacha antes del vuelo que llevará el filo contra su destino, la misteriosa castaña que bien podría ser una forma vegetal de craneo humano. En la noche del 28 de agosto de 1844, en un claro de bosque en Cobhan, en el condado de Kent, Dadd partió la cabeza de su padre Robert, un respetable químico jubilado, con un bestial golpe de hacha. Para asegurar la muerte, clavó en el pecho del anciano un cuchillo de veinte centímetros de hoja. Con el hacha y una navaja barbera descuartizó el cadáver y abandonó los restos en una zanja.

El artista, que tenía entonces 27 años, fue detenido a los pocos días en Francia cuando intentó degollar a otra persona. La policía encontró en su somero equipaje una lista de víctimas: el primero era el padre, seguía el Papa de Roma y a continuación una larga lista de amigos personales del joven pintor, considerado un valor en alza en los cenáculos artísticos visctorianos.

La justicia ordenó que el psicópata fuese encerrado de por vida. Dadd pasó en Bethlem veinte años y luego fue trasladado a Broadmoor, el primer «manicomio para criminales» de Inglaterra. Recibía algunas visitas y se comportaba con corrección. Nunca dejó de pintar, pero jamás alcanzó la intensidad genial de su obra cumbre, es decir, de su confesión.

Las tenazas de la locura prendieron en Dadd durante un viaje en 1842. Era una travesía de iniciación muy al estilo de los bohemios victorianos de buena cuna que podían permitirse recorrer los caminos del mundo con afanes místicos para luego deleitar a la sociedad británica con epopeyas orientalistas. Visitó Grecia, Turquía, Siria, Jordania, Jerusalén y Egipto. En El Cairo tramitó una amistad desaforada con las pipas de kif y, después de un viaje de cinco días fumando, creyó descifrar en el borboteo del agua de las narguilas un mensaje del dios Osiris, quien también, de acuerdo con la mitología, había sufrido la muerte por desmembramiento.

La deidad solar, creyó escuchar con claridad el joven pintor, le ordenaba la ejecución de todos aquellos que perturbaban su reinado sobre el mundo. De regreso urgente a Inglaterra, los médicos tranquilizaron a la familia Dadd opinando que las alucinaciones eran causadas por los efectos de una insolación. Egipto, ya se sabe, no goza de la bendición de la niebla londinense para que la sangre deje de hervir.

«Maté a quien yo siempre consideré un pariente, pero según la secreta advertencia que se me hizo, iba a convertirse en el artífice de la ruina de mi raza«, explicó Dadd sobre el parricidio.

Una mejor explicación quizá se muestra en El golpe maestro del leñador duende —que sirvió, por cierto, como inspiración para una canción del grupo Queen, el cuadro donde, con una precisión forense, Dadd se diagnostica, secciona y explica en un óleo que contiene las visiones atrozmente serenas de una mente trastornada.

Ánxel Grove

Experimentos fotográficos con éxtasis, LSD, cafeína, estrógenos…

'Ketamina' - Sarah Schoenfeld

‘Ketamina’ – Sarah Schoenfeld

Cocaína, adrenalina, amisulprida, metanfetamina, estrógenos… Producidas por nuestro cuerpo o ingeridas; medicamentos legales o drogas; todas alteran nuestra percepción. «Desde los años cincuenta, en el mundo occidental hemos ido entendiendo nuestros más íntimos deseos y experiencias como resultados de un supuesto yo médico«, dice Sarah Schoenfeld.

Las fotografías de All you can feel (Todo lo que puedes sentir) son el resultado de la curiosidad de la artista alemana por comprobar el aspecto de las sustancias que modifican nuestra conducta. Para realizar la serie sólo necesitó película fotográfica (ya positivada) sobre la que dejó caer con cuentagotas diferentes muestras de drogas legales e ilegales.

En las imágenes, las sustancias alteran las emulsiones de la superficie con aureolas cristalizadas, nebulosas, globos, atmósferas espaciales… Schoenfeld amplió los negativos a gran tamaño para apreciar con detalle los pequeños universos que había conquistado.

Los detonantes para el proyecto fueron dos: trabajar durante un año en la discoteca Berghain de Berlín (uno de los templos europeos de la música tecno) y vivir de cerca la enfermedad mental que sufre su padre sin saber hasta qué punto la medicación que necesita modifica su carácter hasta convertirlo en quien no es.

En cuanto a la selección, se valió de los compuestos químicos que más la atraían, por su relación con la cultura de club (MDMA, éxtasis, ketamina…) y por tener un significado histórico (LSD, heroína, opio). La autora considera la serie de fotos un juego y resta importancia a la condición ilegal de muchas de las sustancias que ha escogido.

Helena Celdrán

'Cafeína' - Sarah Schoenfeld

‘Cafeína’ – Sarah Schoenfeld

'LSD' - Sarah Schoenfeld

‘LSD’ – Sarah Schoenfeld

'Cocaína' - Sarah Schoenfeld

‘Cocaína’ – Sarah Schoenfeld

'Dopamina' - Sarah Schoenfeld

‘Dopamina’ – Sarah Schoenfeld

'MDMA' - Sarah Schoenfeld

‘MDMA’ – Sarah Schoenfeld

'Estrógeno' - Sarah Schoenfeld

‘Estrógeno’ – Sarah Schoenfeld

'Opio' - Sarah Schoenfeld

‘Opio’ – Sarah Schoenfeld

James Booker: gay, negro, tuerto, heroinómano… y el mejor pianista de la historia

James Booker (1939-1983) - Foto: Anton Corbijn

James Booker (1939-1983) – Foto: Anton Corbijn

Una declaración: «James Booker vivió 430 años en 43 años».

Otra: «Podía tocar una pieza asombrosamente y luego tocarla al revés aún mejor».

Otra: «Era capaz de tocar un concierto de Rachmaninoff o Junco Partner como si ambas composiciones fuese parte de su DNA».

Una más: «Era como mezclar a Chopin con Ray Charles«.

Una última: «Era un hombre orquesta. El dedo meñique de su mano izquierda era como el pedal de bajo de un órgano Hammond. Los otros cuatro dedos eran la guitarra rítmica y el piano. La mano derecha era Aretha Franklin, Ray Charles, Fats Domino, Ernesto Lecuona, Jelly Roll Morton y el Professor Longhair»

Apodos (todos merecidos): Príncipe del Piano de Nueva OrleansMarajá del Bayou, Liberace Negro, Mr. Misterio y Gonzo (por su single de 1960, muy anterior al periodismo gonzo, bautizado por Hunter S. Thompson en honor a la canción, que el periodista veneraba).

James Booker nació en 1939, poco antes de la Navidad. El momento epifánico guarda equilibrio con la genealogía (era nieto de un pastor evangelista) y el lugar, Nueva Orleans, húmedo y grasiento pesebre de todas las músicas que valen la pena.

A los nueve años fue atropellado por una ambulancia. Tuvieron que administrarle morfina durante más de tres meses. Se enganchó a la heroína a los veinte años, tras la muerte, sucesiva y en cuestión de días, de las dos personas a la que más quería: su madre y su hermana.

James Booker

James Booker

Era gay, heroinómano, negro, tuerto —rumor nunca confirmado 1: perdió el ojo izquierdo en una pelea postalcohólica con el exbeatle Ringo Starr; rumor nunca confirmado 2: en una trifulca con Jackie Kennedy —, paranoico (alertaba a los asistentes a los conciertos sobre planes maquiavélicos de la CIA) y, con probabilidad (nunca le trataron médicamente) esquizofrénico o, como poco, bipolar.

Lo encerraron durante varios meses en la temible penitenciaria de Angola, una de las formas del infierno en la tierra, por posesión de heroína. La Policía de Nueva Orleans le marcó como si se tratará del quarterback del equipo rival. Allá donde fuese Booker había un par de oficiales con los ojos bien abiertos.

En vida enseñó a tocar nada menos que a Dr. John y fue pianista para Aretha Franklin, Fats Domino, Little Richard, Earl King, The Coasters, Ray Charles, Lionel Hampton, Jerry Garcia, Labelle, Lloyd Price…

También dió las primeras clases de piano a Harry Connick Jr. Fue un trueque: el padre del chaval, el abogado Harry Connick Sr., defendió a Booker en algunos asuntos judiciales.

Introdujo unas cuantas onzas de marihuana en la República Democrática de Alemania escondiendo la hierba en la melena afro.

Dejémoslo en este punto si su idea de buen pianista de ragtime y boogie es Hugh Laurie —admirador fanático de Booker e intérprete del televisivo doctor Lupus House—.

A veces Booker parecía tocar como un prodigioso avatar de Shiva con cuatro manos. Tenía la habilidad de un virtuoso de conservatorio (Arthur Rubinstein, que lo escuchó cuando Booker tenía 18 años, dijo que «hace cosas imposibles que me obligan a replantearme mi oficio») o un maestro del jazz, pero, tocase lo que tocase, nunca se alejaba del blues asilvestrado de Nueva Orleans.

Tenía estilo. Gastaba buena parte del caché de los bolos en alquilar un Rolls para llegar y marcharse como el príncipe que era.

No tenía una gran voz pero cantaba convirtiendo las canciones en peligrosas y desesperadas. El pianista Tom McDermott opina que la intensidad emocional de la voz de Booker superaba a la de Frank Sinatra.

Este es el trailer de Bayou Maharajah: The Tragic Genious of James Booker, el documental que acaba de estrenar la cineasta Lilly Keber —con ayuda financiera de una abrumadoramente exitosa campaña de crowdfunding—. La directora no podía entender el olvido en torno a la figura de un músico tan decisivo. «El estilo de Booker, uno de los músicos más innovadores de los EE UU, combina a la perfección jazz, R&B , soul, gospel, música clásica y los ritmos de Nueva Orleans, sintetizándolos de manera que trascienden todas las reglas y cánnones. Todas las personas que le conocieron, a pesar de la vida frustrante y difícil que llevó, le recuerdan con amabilidad y una sonrisa».

Guía de uso. La discografía de Booker tiene tantos meandros como el delta del Misisipi. Aunque abundan las malas grabaciones en directo con las que intentaba ganarse la vida y pagar las dependencias, hay piezas celestiales. Una selección básica debería incluir More Than All the 45’s (selección de singles de los años cincuenta y sesenta, entre ellos Gonzo), Junco Partner (el trabajo más coherente, con versiones afiladas de Goodnight Irene, Pixie  y Junco Partner que no dejarán a nadie sentado durante la fiesta), New Orleans Piano Wizard: Live! (grabado en Suiza en 1977) y The Lost Paramount Tapes (con grupo y echando chispas).

En directo. Inserto tras la entrada tres vídeos de una misma actuación de Booker en el Maple Leaf Bar de Nueva Orleans, el bar-guarida donde siempre le dieron cancha. Vean y vuelen.

James Booker, quizá el mejor pianista de la historia, murió a los 43 años, el 8 de noviembre de 1983, en la ruina e ignorado y olvidado por casi todos. La causa de la muerte fue un fallo renal complicado con un largo historial de alcoholismo y consumo de heroína. Estaba sentado en una silla de ruedas en la sala de emergencias del hospital de la beneficencia de Nueva Orleans y falleció antes de que llegasen a atenderle.

Si Dios quisiera aprender a tocar el piano, intentaría que Booker fuese su profesor. Primera lección: «deja que cada uno de tus dedos sea una araña con vida independiente».

Ánxel Grove

El falso 50º aniversario discográfico de los Beatles

Primer disco (1962) y primer álbum (1963)

Primer disco (1962) y primer álbum (1963)

Tiene algo de irracional celebrar el medio siglo de los Beatles empezando la cuenta por su primer álbum, Please Please Me, que se puso a la venta en marzo de 1963, más de cinco meses después del single con Love Me Do y P.S. I Love You, verdadero debut discográfico del grupo (octubre de 1962). Es como si estrenáramos la vida de Cristo con su primer paso sin ayuda de José y María y pasáramos de la mula, el buey y la visita de los Reyes Magos.

Aunque en este blog ya celebramos los 50 años de los Beatles en 2012, que es cuando tocaba según la imperturbable matemática de los calendarios, olvidemos el error contable que cometen otros en aras del negocio y, como dirían los Beach Boys —que tienen un añito más, son de 1961—: Do It Again, hagámoslo de nuevo, celebremos los 50+1 años de los Beatles con 50+1 pormenores de bajo calado, y quizá por ello de interés, sobre el mejor grupo de pop de la historia.

1. «Cómete tú las gominolas». George Harrison pidió por carta a una fan en 1963 que dejasen de tirar al grupo gominolas durante las actuaciones, algo que se había convertido en ritual en los primeros años de la banda. Un caramelo le había dado en un ojo a Harrison y le había dolido bastante. «No nos gustan los Jelly Babies o las Fruit Gums. Imagina lo que es estar en un escenario esquivándolas. Cómelas tú», escribió.

2. «E.T. también debe pagar derechos». Cuando las sondas espaciales Voyager fueron lanzadas en 1977 un comité de expertos presidido por Carl Sagan eligió el contenido del disco de oro (literalmente) The Sounds of Earth, pensado para que los posibles habitantes de los confines estelares escucharan una tormenta, el viento, el oleaje y algunas piezas musicales. Junto a temas de Beethoven, Mozart y Stravinsky, Sagan estaba empeñado en incluir la canción Here Comes the Sun, pero la discográfica de los Beatles se negó por una cuestión de derechos. Cuando las Voyager, dentro de 40.000 años, lleguen más allá de nuestro sistema solar, los posibles E.T. que reproduzcan el disco sólo escucharán una canción de rock and roll: es de Chuck Berry, precisamente uno de los artistas imitados por los Beatles en sus comienzos.

The Beatles

The Beatles

3. «Quiero tomar ácido en una isla en el Egeo». Los Beatles compraron en 1967 una pequeña isla en Grecia. Querían escapar de la presión de los fans y tomar LSD en paz —quizá sin saber que en Grecia acababa de tomar el poder una junta militar y la situación era inestable para cualquier ceremonia narcótica—. Cerraron el trato a través de su colega y técnico de sonido Magic Alex Mardas, pero se olvidaron pronto del capricho y vendieron el pedazo de tierra durante los trámites de separación del grupo.

4. «Queremos a Kubrick». En 1969 los Beatles intentaron convencer al director Stanley Kubrick para que los dirigiera interpretando una versión de El Señor de los Anillos. El cineasta, convencido de que aquella propuesta era una consecuencia de la ingesta indiscriminada de drogas, se negó.

5. «Queremos a Disney». En 1965, el manager del grupo, el sagaz y avaro Brian Epstein, se entrevistó con Walt Disney para ofrecer a los Beatles como voces de los buitres de El libro de la selva. Cuando Lennon se enteró de la oferta estalló: «Los Beatles nunca van a ser el jodido Mickey Mouse».

6. Solfeo, cero. Ninguno de los Beatles era capaz de leer una partitura. Lennon dijo en una entrevista en 1980: «No éramos buenos técnicamente. Ninguno leía música, ninguno podía escribirla. Pero, como músicos puros y seres humanos inspirados podíamos hacer ruido tan bueno como el de cualquiera».

7. Quemando condones. McCartney y Pete Best (primer batería) fueron expulsados de Alemania por quemar condones dentro de una furgoneta. Los acusaron de vandalismo. Los condones no estaban usados y los inculpados no aclararon nunca de qué iba la cosa.

8. El primer joint, de Bob. Los Beatles fumaron marihuana por primera vez en 1964 y los invitó Bob Dylan.

9. «Cher ama a Ringo». Antes de adoptar el nombre artístico de Cher, Bonnie Jo Mason grabó en 1964 un single titulado I Love You Ringo

10. Letras imprresas en la cubierta. Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band (1967) fue el primer álbum de la historia que incluyó las letras de las canciones en la carpeta.

11. Soundtrack universal. Se supone que cada 15 segundos suena una canción de los Beatles en algún lugar del mundo.

13. Sissy ama a John. Antes de ser actriz, Sissy Spacek lo intentó como cantante de pop tontín. Se hacía llamar Rainbo y grabó en 1968 un single dedicado a Lennon: John You Went Too Far This Time (John, esta vez te has pasado).

14. Ayudando a los Stones. Lennon y McCartney hicieron coros para los Rolling Stones en We Love You (1967).

15. Plagios. Lennon fue acusado de plagiar en Come Together (1969) la canción de Chuck Berry de 1956 You Can’t Catch Me. Algo de base había en la acusación porque el asunto se arregló entre los abogados extrajudicialmente y con dinero cambiando de manos. Peor lo tuvo Harrison, condenado con toda la razón por plagiar en My Sweet Lord (1971) el tema de las Chiffons He’s So Fine’ (1963).

16. Experimentales. Este caos sonoro, Carnival of Light, fue grabado por los Beatles en 1967 para el evento sonoro-luminotécnico de vanguardia The Million Volt Light and Sound Rave. El casi único artífice de la pieza fue McCartney, muy animado en aquellos días a jugar con cintas y grabaciones superpuestas. El tema nunca ha aparecido en ningún disco oficial del grupo. ¿Arrepentidos de aquellas veleidades?

17. Compositores mercenarios. Lennon y McCartney compusieron temas para otros artistas con cierta asiduidad. Algunos ejemplos: From A Window (Billy J. Kramer with The Dakotas, 1964), One and One Is Two (The Strangers with Mike Shannon, 1964), Step Inside Love (Cilla Black, 1967), Come and Get It (Badfinger, 1967) y Woman (Peter and Gordon, 1966).

© Maxim Dalton

© Maxim Dalton

18. Sólo dos compuestas por todos. Las únicas canciones con composición atribuida a los cuatro beatles son el instrumental Flying (1967) y Dig It (1970).

19. Prohibidos por la BBC. La radiotelevisión pública británica prohibió la difusión de cuatro canciones de los Beatles, todas de la época sicodélica del grupo: I Am the Walrus, Fixing a Hole, Lucy in the Sky with Diamonds y A Day in the Life. La primera fue censurada porque la letra contiene la palabra knickers (bragas) y las otras tres por supuesto fomento del uso de drogas.

20. Ni Hitler, ni Cristo. Para la superpoblada carpeta de Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band fueron vetados tres personajes propuestos por Lennon: Jesucristo, Gandhi y Hitler.

21. El primer portazo. Ringo Starr dejó el grupo en 1968 durante la tensa grabación del Álbum Blanco. Cuando cambió de idea y decidió reincorporarse, los demás habían cubierto la batería con flores.

22. Borrachos en el último encuentro. Lennon y McCartney tocaron juntos por primera y última vez tras la separación de los Beatles en un estudio de Los Ángeles (EE UU) en 1974. Estaban muy cargados de alcohol y les acompañaron Stevie Wonder y Harry Nilsson. El resultado, editado profusamente como disco pirata, es A Toot And A Snore In 74.

23. Paul es James. El primer nombre de pila de McCartney no es Paul sino James. Su padre también se llamaba James y en familia se referían al niño como Paul para evitar equívocos.

24. John es John Winston Ono. A Lennon lo registraron al nacer como John Winston. En 1969, tras casarse con Yoko Ono, quiso cambiar el segundo nombre por Ono, pero las leyes británicas se lo impidieron y su nombre oficial quedó en John Winston Ono Lennon.

25. Ningún colaborador. Los Beatles no eran nada amigos de citar a sus colaboradores musicales. El único disco en el que otorgaron crédito a un instrumentista ajeno al grupo es el sencillo Get Back / Don’t Let Me Down, atribuido a The Beatles with Billy Preston, el teclista negro reclutado por Harrison para intentar que su presencia atenuase la tensión durante los últimos meses del grupo.

26. Anónimo Eric. No aparece citado, por ejemplo, Eric Clapton, que tocó el solo de guitarra en While My Guitar Gently Weeps, una de las canciones del Álbum Blanco.

27. Lennon hace de Bob. Las relaciones entre Lennon y Dylan siempre fueron curiosas. El primero estaba acomplejado por la cultura literaria y las complejas letras simbolistas del segundo. El beatle grabó demos caseras parodiando de modo hilarante la dicción, el fraseo y las rimas de Dylan. En 1980, Lennon también contestó la la conversión del cantautor al cristianismo con Serve Youself, respuesta a Gotta Serve Somebody. «Hay demasiada cháchara sobre soldados cristianos, desfiles y conversiones», declaró Lennon.

28. Banjo. El primer instrumento que tocó Lennon fue el banjo. Se lo compró su madre Julia.

29. Mal Evans. El siempre fiel ayudante, roadie e instrumentista ocasional de los Beatles —toca la campana del despertador de A Day in the Life y el martillo en Maxwell’s Silver Hammer— fue muerto a tiros por la Policía de Los Ángeles (EE UU) en 1976 cuando los agentes acudieron a atender una denuncia por una pelea y Evans los encañonó con una pistola que resultó ser de aire comprimido.


30. ¿Quién es mejor rocker? Lennon y McCartney, fervorosos admiradores de los pioneros estadounidenses del naciente rock and roll de los años cincuenta, versionaron en discos como solistas una misma canción clásica, la inolvidable Ain’t That a Shame (1955) de Fats Domino. Si fuese necesario calificar, le doy una matrícula de honor a la original, un sobresaliente a Macca y un aprobado a Lennon —lastrado por una producción inadecuada de su amigo Phil Spector—.

31. Girl, esa palabra. La primera canción que compuso Lennon, datada en 1957, se titulaba Hello Little Girl. La primera de McCartney es de 1956, I Lost My Little Girl.

32. Glosario. Las letras de los Beatles no eran alta literatura. La palabra más utilizada en todo el cancionero es you (tú), que aparece 2.262 veces. Para encontrar un término que no sea un artículo o un pronombre debemos bajar hasta el octavo lugar: love (amor), 613. Hay un juego online para adivinar el resto.

33. El primer beatle en solitario. Fue Harrison con Wonderwall Music (1968), que también fue el primer producto editado por Apple Records, la discográfica montada por el grupo. El álbum es la banda sonora de la película Wonderwall (Joe Massot, 1968). El elepé y el film coinciden en resultado: indigeribles.

34. Paul, guitarrista. Pese a que su instrumento habitual en el grupo era el bajo —y lo toca como pocos, con gran influencia del estilo sólido de Motown—, McCartney es un eficaz guitarrista, con una pegada mucho más potente que la del lánguido Harrison. En estas canciones la guitarra solista es de Macca: Ticket to Ride,Taxman, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Good Morning Good Morning.

35. Y Harrison, bajista. Toca el instrumento en She Said She Said, una de las pocas canciones de los Beatles sin Macca.

36. Riff robado como homenaje. Lennon reconoció que birló el riff de guitarra inicial de I Feel Fine de la canción Watch Your Step (1961), del guitarrista Bobby Parker, al que admiraba.

37. Bond, anti-beatle. En la película Goldfinger (1964), el agente 007 dice que beber Don Perignon a temperatura inadecuada es tan inaceptable como «escuchar música de los Beatles sin tapones de oídos».

 38. Sean Connery, beatle. Sean Connery, el mejor Bond, reparó la afrenta recitando la canción de los Beatles In My Life en el disco del mismo título que preparó en 1988 el productor George Martin para hacer algo de caja. El álbum merece la incineración por la versión de I Am the Walrus que ejecuta (en el sentido penal) Jim Carey y la de Come Together de Bobby McFerrin y Robin Williams.

39. Los más versionados. La lista de artistas que han reinterpretado canciones de los Beatles es inmensa, casi inabarcable. Existe una entrada de la Wikipedia dedicada al asunto. En el libro The Beatles Discovered: Beatles Tribute Albums, Cover Songs, Comedy & Novelty Records, Parody Albums and More! se citan 500 álbumes de homenaje (tribute, en inglés): los hay de salsa —destaca Tropical Tribute to the Beatles, con una gran versión de Lady Madonna por Óscar D’Leon—, reggae —Here Comes The Sun, con Steel Pulse haciendo lo que pueden con We Can Work It Out—…

40. Flow beatle. La mejor reconstrucción de los Beatles es, para mi gusto, el fabuloso Grey Album de Jay-Z y Danger Mouse (2004) donde el rapero y el productor desmontan y remontan el Álbum Blanco. McCartney dió su placet a la edición pública, pero la discográfica EMI se negó y el disco sólo circuló de manera ilegal, aunque profusa.


41. Los peor versionados. Siendo los mejores, es casi una justicia poética que sean el objetivo de cualquier alunado. Coindido con esta selección de las más espantosas versiones de los Beatles, pero para mi gusto no hay nada comparable a los Beatle Barkers, la versión canina de los Fab Four.

42. ¿The Beatles o the Beatles? En torno a los Beatles todo es excesivo y radical. Por ejemplo: ¿cómo debe escribirse el nombre del grupo, The Beatles o the Beatles (Los Beatles o los Beatles)? La Wikipedia mantuvo abierto durante ocho años un panel de discusión entre los editores de la enciclopedia sobre el asunto de la letra inicial capitular o de caja baja. La discusión resultó tan encendida que algunos de los participantes fueron expulsados de la Wikipedia. ¿Conclusión? No llegaron a ninguna.

La beatlemanía llega a los EE UU

La beatlemanía llega a los EE UU

43. El desembarco en los EE UU. Antes de que la beatlemania llegase al otro lado del Atlántico en 1964, George Harrison había estado en los EE UU un año antes para visitar a su hermana Louise, que vivía en Benton-Illinois. Tocó con un grupo local, concedió entrevistas y compró una guitarra.

44. Peinado con nombre. El mundialmente famoso corte de pelo de los Beatles fue bautizado por Harrison en una conferencia de prensa: Arthur.

45. McCartney-Lennon. Antes de que la mayoría de las canciones del grupo fueran firmadas como composiciones de Lennon-McCartney, el binomio se mencionaba al revés, McCartney-Lennon: así aparecen los créditos del álbum Please Please Me.

46. Macca conoció a Yoko antes. En 1965, un año antes de que Lennon y Ono se conociesen en noviembre de 1966, el músico de vanguardia John Cage, amigo personal de Macca, había presentado a la japonesa al beatle.

47. ¿Era un caradura George Martin? El productor George Martin, que se ha llevado toda la fama (y se ha convertido en millonario) como arquitecto del sonido beatle, se atribuyó galardones que no le correspondían. Eso dice el ingeniero de sonido Geoff Emerick, que trabajó con la banda en sus mejores discos, en el libro Here, There and Everywhere: My Life Recording the Music of the Beatles. Según Emerick, cuando Lennon y McCartney llegaban con alguna nueva idea Martin se limitaba a decir «¡’adelante!» y dejar que el ingeniero lidiara con el trabajo.



48. Dear Prudence (Farrow).
La canción del Álbum Blanco Dear Prudence está dedicada a Prudence Farrow, hermana de la actriz Mia. Los Beatles la conocieron en 1968 en Rishikesh (India) donde se dejaron engatusar por el gurú Maharishi Mahesh Yogi. Prudence nunca salía de su dormitorio y Lennon compusó la canción creyendo que la chica estaba deprimida. «Eran muy simpáticos, pero yo estaba allí para meditar, no de fiesta», declaró ella.

49. Fondos para la secta. Harrison participó de forma activa en la recogida de fondos económicos y las campañas de apoyo público para el Natural Law Party, montado por los seguidores de la secta del Maharishi.

50. Cavernícolas. Ringo conoció a su primera segunda mujer, Barbara Bach, cuando ambos actuaron en Cavernícola (1981), una comedia que, como su título sugiere, es bastante antediluviana.

50+1. Lean el especial web de El País sobre los (falsos) 50 años del debut discográfico de los Beatles. Pese a que está basado en el axioma «no dejes que una falsa efeméride te estropee una buena operación de mercadotecnia», tiene maravillosos artículos.

Ánxel Grove

¿Y si Jim Morrison se hubiese quedado en España?

La última vez que entró en un estudio de grabación, Jim Morrison estaba absolutamente borracho. No era extraño: llevaba varios años bebiendo de manera constante, casi científica, y consideraba al alcohol una forma de «capitulación lenta» contraria a la determinación instantánea del suicidio, porque cuando bebes, decía, «es tu elección cada vez que tomas un sorbito». La canción de arriba, si es que merece esa consideración dada la pobreza de la pieza, se titula Orange County Suite, fue grabada en París en 1971 con un grupo de músicos callejeros y está dedicada a la novia del cantante, la procaz y peligrosa Pamela Courson, que acompañaba a Morrison en la capital francesa, lugar que eligieron muy literariamente para escapar del pasado y acaso intentar eludir el futuro inevitable.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Unos meses antes de grabar el disparate —incluido en el disco no oficial The Lost Paris Tapes: The Private Tapes Of James Douglas Morrison, editado en 1994 y muy querido por los muchos fanáticos de Morrison, tropa empecinada en considerar al cantante y poeta como una de las potenciales reencarnaciones de Jesucristo—, Morrison había tosido sangre. El médico le advirtó del precario estado de salud que arrastraba y le aconsejó dejar por un tiempo el clima húmedo de París y optar por una estancia redentora en lugares secos. También le propuso que redujera el consumo de whisky y cigarrillos —encendía un Marlboro con la colilla del anterior y se ventilaba cuatro cajetillas al día, inhalando cada vez con un hambre de niño inclusero—.

Quizá la elección de España como balneario para una cura temporal estuvo condicionada por la evocación de Spanish Caravan (Caravana española), editada en 1968 en Waiting for the Sun, el tercer álbum de The Doors, el grupo en el que Morrison jugaba el papel de muñeco sexual atacante y letrista belicoso con aspiraciones poéticas. La letra del tema, sobre un arreglo basado en la cita musical de Asturias (Leyenda), uno de los opus de Albéniz que toda academia de guitarra incluye en su temario, es tan pintoresca como un folleto de tour para jubilados sajones: Llévame, caravana, llévame lejos / Llévame a Portugal, llévame a España / Andalucía con campos llenos de trigo (…) / Los vientos alisios encontrarán galeones perdidos en el mar / Sé que hay un tesoro aguardándome / Plata y oro en las montañas de España.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Tal vez esperando confirmar que en España había caravanas y vientros vientos ecuatoriales y en Andalucía trigales —disparates que debemos achacar al romanticismo a la Byron que Morrison cultivaba o a los proverbiales y pésimos programas educativos de geografía humana que se imparten en los EE UU—, Morrison y Courson alquilaron un Peugeot el nueve de abril de 1971 y pusieron rumbo hacia el sur.

De las tres semanas siguientes hay referencias, aunque bastante parcas, en muchas de las biografías dedicadas al ídolo [en Internet puede consultarse el ensayo Jim Morrison’s Quiet Days in Paris, de Rainer Moddemann]: paso por Limoges y Touluse, desvío hacia Andorra con la posible intención de merodear por los Pirineos, estancia de unos días en Madrid y llegada a Granada.

Sabemos que en el Museo del Prado Morrison pasó unas cuantas horas ante El Jardín de las Delicias, el enigmático y moralizante tríptico pintado por El Bosco para desarrollar plásticamente un refrán flamenco que el desmejorado cantante podía asumir e interiorizar como reflexión propia: “La felicidad es como el vidrio, se rompe pronto”. También es conocido el paso por Granada, la melancólica noche de whisky en la taberna-cueva Zíngara, en el Sacromonte, donde pidió a los dueños que pusieran canciones de Janis Joplin, otra descarriada que había muerto, seis meses antes, en soledad, y el amanecer casi místico en la Alhambra.

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 - Foto: © Alain Ronay

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 – Foto: © Alain Ronay

El viaje concluyó al otro lado del Estrecho. Cruzaron a Tánger en ferry vía Algeciras y luego condujeron hacia Casablanca, Marrakech y Fez. Devolvieron el coche y el 3 de mayo tomaron un avión de regreso a Paris.

Dos meses exactos después Morrison murió a los 27 años —»estáis bebiendo con el número tres», había anunciado a sus compañeros de parranda tras los fallecimientos de Jimi Hendrix y Joplin, del club de los 27—. Todavía oscilan las teorías sobre las circunstancias del deceso: ataque al corazón en la bañera tras una noche de alcohol esta vez culminada con heroína, droga que llevaba meses sin usar; sobredosis accidental, e incluso muerte en otro lugar, un garito al que había ido a comprar caballo para la novia, voraz consumidora, y traslado subrepticio del cadáver al apartamento para evitar incómodas preguntas policiales.

El viaje por España del adorado cantante de los Doors me interesa por los amplios espacios que deja abiertos y que están pidiendo a gritos una narración de no ficción. Quiero imaginar al par de millonarios —los Doors era una caja registradora muy saludable— vagando por la aridez castellana, deteniéndose en las villas de adobe centenario y mutismo palpitante que duele en los oídos, enfrentándose al sombrío encuentro con una pareja de la Guardia Civil con capotes, paladeando vino más recio que el whisky amanerado, fumando hachís liado con Bisonte rubio, admitiendo que Albéniz era bastante vulgar, comprobando que Goya estaba más alucinado que El Bosco y que El Greco le ganaba a ambos, entrando en una iglesia donde unas señoras con piel de cera rezan el rosario con la misma cadencia con la que cantan gospel en Alabama otras señoras con piel de carbón, comprando en un bar de camioneros una cinta de Camarón para convertirla en banda sonora en loop del viaje entero, buscándose la vida para encontrar heroína para Pamela en la España aún franquista de 1971…

Me gusta preguntarme, aún sabiendo que no hay respuesta, que nueva historia se abriría si en determinado momento Jim y Pan hubieran dedidido, como dicta la lógica, que París es un despojo para tarjetas postales y mejor nos quedamos aquí…

El 25 de abril de 1974, en un epílogo presentido, Pamela Courson murió tras inyectarse heroína en un apartamento de Los Ángeles, la «ciudad de la noche» de la que había escapado con Morrison. También tenía 27 años y su cadáver no fue enterrado, como ella deseaba, en el cementerio parisino de Père Lachaise donde había sido sepultado su novio. Aunque la pereja no estaba legalmente casada, los padres de Courson —que le habían retirado la palabra a la hija años antes por merodear con un «degenerado» como Morrison— se afilaron los dientes, lograron que los tribunales reconocieran la unión como un matrimonio de hecho y, por tanto, legalizaron su papel como herederos de la mitad del legado millonario de Morrison. Ambas familias, los Morrison y los Courson, litigaron con saña durante décadas.

Ánxel Grove

Retratos desoladores de la macrohuerta más fértil de los EE UU

© 2013 Matt Black Photography

© 2013 Matt Black Photography

El ventilador es un pobre alivio: apenas remueve la calima en el interior de la casamata. El lugar tiene nombre, Teviston, pero nada significa para la conciencia universal: un poblado ajeno que ofrece polvo y sofocación a 1.200 personas, casi el 90% de las cuales son trabajadores agrícolas ilegales.

Bienvenidos a la huerta de los EE UU, el Central Valley de California. El ocho por ciento de los productos hortícolas del país —el 85% de las zanahorias, casi el 100% de las almendras, la mitad de los espárragos, la tercera parte de los tomates…— se cultiva en este gran territorio: 58.000 kilómetros cuadrados.

La economía también es mayestática: los cuatro condados estadounidenses con más facturación agrícola están en el valle. Son Fresno, Tulare, Kern y Merced, que producen cada año unos 12.000 millones de euros en alimentos frescos —la facturación total anual de toda la zona es de 30.000 millones de euros—. Quince de los 18 condados de la región están entre los 25 más fértiles y productivos del país.

La sombra que se percibe tras el ventilador podría ser una radiografía del cultivador-tipo: inmigrante centroamericano, sin papeles y con un salario medio de 7.500 euros al año en un estado cuyos habitantes tienen un ingreso per capita de más de 17.000. ¿Explotación? Por supuesto.

© 2013 Matt Black Photography

© 2013 Matt Black Photography

El fotógrafo Matt Black, nativo del Central Valley, indaga en el fotoensayo The Kingdom of Dust (El reino del polvo) sobre las perversas consecuencias de las explotaciones intensivas que se han consentido durante casi un siglo en el Huerto de América: la humana y la del ecosistema.

La primera ha derivado en elevadas tasas de consumo de drogas y alcohol —en ambos casos, sustancias de clase barata: destilados que se acercan al metílico y drogas sucias de elaboración casera—, uno de los índices más altos de embarazos adolescentes de los EE UU y criminalidad ejercida por pandillas y gangs.

El aprovechamiento ciego del terreno ha terminado por secar los acuíferos subterráneos y convertir parte del valle en un erial. El agua existe gracias a los sistemas de irrigación artificiales, controlados, como algunas granjas altamente automatizadas, por satélite.

«La forma en que una sociedad obtiene el alimento —algo por lo que rezas y pagas— dice mucho de esa sociedad. El Central Valley revela cómo es la vida moderna. Una distopia rural: un paisaje empobrecido que una vez fue rico, industrializado pero rural, habitado pero descohesionado: un reino hecho de polvo que alimenta a millones mientras se consume a sí mismo», dice el fotógrafo.

Las fotos le dan la razón. Esta suculenta ensalada nos envenena el alma.

Ánxel Grove

 

La verdadera Christina F. tiene 50 y ya no vive en una canción de Bowie

Christiane F.

La verdadera Christiane F.

Vera Christiane Felscherinow es una de esas figuras de culto —la expresión siempre tiene algo de aterrador— que languidece en callejones cada vez más traseros de la memoria colectiva y el mercado del pop. Es el personaje real en el que está basado Wir Kinder vom Bahnhof Zoo (en alemán, Nosotros, los niños de la estación del zoo), un reportaje novelado publicado en 1978 por un par de periodistas de la revista Stern que la entrevistaron durante dos meses, cuando era una niña prostituta que pagaba con la tarifa sexual la heroína a la que estaba enganchada.

Cubierta del disco de Bowie con la banda sonora

Cubierta del disco de Bowie con la banda sonora

El libro inspiró la película de 1981 Christiane F. – Wir Kinder vom Bahnhof Zoo (en España la titularon Yo, Cristina F.), que dirigió Uli Edel. La belleza lánguida de la actriz principal,  Natja Brunckhorst, que tenía 14 años; la implicación de David Bowie como autor de la banda sonora y artista invitado —aparece durante el concierto en el que la niña protagonista esnifa por primera vez heroína, a los 11 años— y el contenido conmovedor de tono casi documental del film convirtieron al largometraje en un éxito de largo recorrido, una de esas películas que siguen palpitando.

En el extremo menos benévolo de la repercusión, la película hizo que la estación de metro del zoo de Berlín se convirtiera en un destino de peregrinaje de adolescentes de todo el mundo para hacerse la foto de rigor y buscar algún resto de emociones peligrosas.

Christiane F. ahora en un tabloide alemán

Christiane F. en un tabloide alemán

La verdadera Christiane F. obtuvo de los derechos de autor suficiente dinero como para vivir con holgura durante algunas décadas; pagar largas estancias en los EE UU y Grecia; comprar un caballo para practicar hípica (su pasión); desarrollar el capricho de intentar ser cantante con el grupo Sentimentale Jugend, que firmó una versión demasiado obvia de Satisfaction; nomadear por fiestas y vicios con su novio Alexander Hacke, de Einstürzende Neubauten, y seguir sufragando la heroína de la que sólo logró prescindir durante temporadas cortas.

La prensa sensacionalista alemana, cruel como pocas, sigue considerando a Christiane F. material aprovechable. Los tabloides se regodearon cuando los servicios sociales le retiraron la custodia de su hijo, cuando uno de su novios la dejó, cada vez que es detenida en pequeñas redadas contra picaderos y centros de menudeo ilegal de drogas… El planteamiuento suele ser ser circular: la niña de la estación del zoo sigue siendo la misma.

En 2006

En 2006

En 2011 la detuvieron por última vez cuando la policía le decomisó una pequeña cantidad de heroína en la maleta. Estaba a punto de tomar un tren en una estación de Berlín.

Todavía recibe correos de fans. Casi todos confunden a Vera Christiane Felscherinow, una mujer destartalada que en mayo cumple 51 años, con la actriz-lolita que merodeaba con la gracia de los malditos entre el público de un concierto de Bowie. No se equivocan en cuanto a la residencia de ambas mujeres —el cielo astral del opio—, pero se confunden de destinataria: Vera Christiane Felscherinow odia a su personaje.

Ánxel Grove

El hombre que se deshizo del pandillero

Izquierda: Photo © Bruce Davidson/Magnum Photos USA. New York City. 1959. Brooklyn Gang.

Izquierda: © Bruce Davidson/Magnum Photos

Entre la imagen de la izquierda y la cubierta del libro hay 53 años. El sujeto es el mismo, Bobby Powers. El fotógrafo, también, Bruce Davidson.

Hasta ahí los datos que podemos medir, o eso creemos desde nuestra torpeza de pragmáticos observadores.

La foto de la izquierda, tomada en 1959 en el drugstore Helen’s, en Brooklyn, el filo de la navaja de Nueva York, muestra a un chico de 16 años. No es temerario afirmar —el abandono de la mano para hurtar el rostro, la inclinación hastiada del cuerpo sobre la barra, la caida drástica del labio inferior…— que está borracho. Una ojeada a su ficha en cualquier negociado de Servicios Sociales aportaría motivos para la suposición: a los ocho, el primer trago de whisky; a los 12, la primera cuchillada a un rival; a los 15, el abandono del sistema escolar… La ficha, como es norma en los informes administrativos, carecería de las líneas narrativas secundarias: padres alcohólicos, palizas de curas y monjas en colegios religiosos para muchachos duros, el territorio como único hogar, las anfetaminas como bendición…

Bobby Bengi Powers, líder de los Jokers, una pandilla con la que no desearías cruzarte.

El fotógrafo Davidson, que no superaba a Bengi en demasiada edad (tenía 25), hizo fotos a los Jokers, chicos de ascendencia italiana, cultura católica, clase baja, mucha gomina en el pelo, con la belleza de una bastardía entre Sinatra y Elvis (ellos) o entre Sue Lyon y Silvana Mangano (ellas) y ningún futuro en el horizonte, durante varios meses. Los retrató en las noches de verano de Prospect Park —que ahora es una zona para jóvenes profesionales pudientes pero en 1959 era un nido de ratas—, en excursiones de fin de semana a Coney Island, en reuniones de acera hablando de naderías, reflejados en máquinas de discos, ejerciendo el aburrimiento, mostrando el pecho y la desolación…

Aquellas fotos fueron reunidas en el reportaje Brooklyn Gang —editado en libro en 1959—, una mirada pionera e inmortal a la cultura de la juventud y los clanes  de pillastres callejeros. Fue una conmoción, se vendió hasta agotarse y elevó a Davidson a la categoría de mito: era el miembro más joven de la agencia Magnum y al padre padrone Henri Cartier-Bresson le consumía una envidia nada disimulada.

Aunque puedan ustedes hacerse con la primera edición del libro, circunstancia bastante improbable, opten por la reimpresión de 1999, donde el prólogo lo escribe Bengi Powers, ya un hombre pero cargando con las consecuencias de una derrota anunciada.

© Bruce Davidson/Magnum Photos

© Bruce Davidson/Magnum Photos

Con el tono neutral de quien es capaz de narrar porque ha llorado demasiado, Bengi cuenta el amargo porvenir que esperaba a los Jokers a la vuelta de la esquina: la llegada veloz y fácil de la heroína; la entrega de los ideales, fuesen cuales fuesen, de aquellos ángeles de barrio, peligrosos sólo hasta cierto punto (raterillos, descuideros, pequeños delicuentes desastrosos…); el encuentro con la profunda pero breve felicidad opiácea…

Jimmi, cuenta Bengi, «el más guapo, nuestro James Dean», murió con la jeringa todavía hendida en la vena. Antes habían terminado en un similar final seis miembros de su familia («Charlie, Aggie, Katie, Jimmie, la madre, el padre», recita Bengi en un responso).

Cathy, la muchacha que se deja retratar ante el espejo cromado de la dispensadora de cigarrillos mientras los Jokers esperan para tomar el ferry hacia Staten Island en una tarde de domingo, salió de la historia de una forma más meditada. «Era hermosa como Brigitte Bardot», dice Bengi, «siempre estaba ahí, pero parecía vivir lejos, en otro lugar… Hace unos años se puso una pistola en la boca y se voló los sesos».

Ahora, para cerrar el círculo, editan Bobby’s Book, la historia de Bengi contada por él mismo e ilustrada con fotos de Davidson que trazan la necesaria línea de herrumbre entre el gang y el hombre de 69 años, consejero y terapeuta de chicos enganchados. Está casado, tiene cuatro hijos y siete nietos y no se ha alejado del escenario de parranda y pobreza inmoral de los J0kers. Powers sigue viviendo en Brooklyn. Se considera «jubilado».

En unas declaraciones recientes, Bob Powers cuenta cómo se deshizo de Bengie, su proyección oscura: «Cuando pienso en lo que me hicieron las drogas y el alcohol no me parece estar hablando de mí. Soy una persona diferente, es como si hablase de un chico iferente, al que conocí y del que fui amigo, alguien que ya no existe. Está muero y puedo contarlo todo sobre él porque yo lo ahorqué. Ya no soy ese chico«.

Ánxel Grove

Huevos fritos con sangre y otros excesos del punk

Punks en las calles de Londres

Punks en las calles de Londres

Refrescante maldición y última exhalación con forma de ladrido que emergió del cadáver del rock, el punk rebosa suculentas gotas de sangre, vómitos existenciales —y gástricos—, mutilaciones, muerte y maldición.

Tres décadas y media después de God Save the Queen, la gran jugada comercial y sólida descarga sonora de los Sex Pistols, que no inventaron el punk —fecundado en los EE UU unos años antes— pero sí vendieron la marca al resto del mundo, revisar el género más orgullosamente paleto de la historia (con perdón del heavy) puede parecer un ejercicio idiota y fuera de lugar, pero si nadie discute el derecho a reivindicar la desmesura del Marqués de Sade, predicar la violencia necesaria de Jean Genet o añorar el arte de la vida como crónica de excesos de Hunter S. Thompson, también podemos trazar el decorado de vicio hedonista, peligro consumado y ansias suicidas del punk, la última escuela basada en la necesidad de asesinar a los maestros y, de paso, asesinar al maestro que reside en cada ego.

Lo que sigue es un conjunto de excesos y absurdos, un ramo de flores podridas por voluntaria desatención, una enumeración  —tomada en buena parte del libro no traducido al español The Official Punk Rock Book of Lists, una colección de eructos que pueden leerse como versículos de un poema diabólico— que quizá parezca remota pero que otorga un sentido de proclama tosca y coherente a un movimiento que nació para morir de prisa y ejercer, en tanto durase la vida, la zafiedad más cafre. Bienvenidos al mundo bárbaro del punk rock y sus momentos más cerriles, es decir, más lúcidos.

Sid Vicious, 1978 (Foto: Bob Gruen)

Sid Vicious, 1978 (Foto: Bob Gruen)

Huevos fritos con sangre

El fotógrafo Bob Gruen —el mismo que había firmado la foto-póster de John Lennon con la camiseta de New York City dos tallas más pequeña de lo que demandaba el buen gusto— estaba presente y lo ha contado.

Noche en un bar de carretera de las malas tierras del Midwest. El autobús de los Sex Pistols, que están de gira por los EE UU, se detiene para que los músicos y su cohorte coman algo. Sid Vicious pide un bistec y un par de huevos fritos. Un cliente redneck —gorra de marca de tractores, camisa vaquera— se acerca:

— Eres Vicious, ¿verdad? Vas de duro, veamos si eres capaz de hacer esto, dice antes de apagar contra la palma de la mano un cigarrillo encendido.

El bajista no parece impresionado.

— ¿Hacerme daño? ¡Claro!, dice.

Con el cuchillo de carne, el músico se da un tremendo tajo en la palma de la mano y sigue comiendo. La sangre gotea sobre los huevos fritos.

Sid no deja una miga en el plato. Moja pan en la mezcla.

Wendy O. Williams

Wendy O. Williams

 Un disparo de escopeta ante las ardillas

Wendy O. Williams, que se lubricaba el cuerpo para salir a escena casi desnuda al frente de su grupo, The Plasmatics, tenía una imagen feroz y fue detenida varias veces por obscenidad.

Cuando decidió morir, en 1998, unas semanas antes de cumplir 49 años, eligió darse un tiro de escopeta en la cabeza.

Fue un suicidio meditado —dejó cartas, regalos, una declaración para ser ayudada a morir en caso de que fallase en el intento y resultase herida y un mapa para que encontrasen el cuerpo— y anunciado: lo había intentado dos veces antes con barbitúricos.

En la nota final escribió: «El acto de quitarme la vida no es algo que haga sin meditarlo mucho. No creo que la gente deba matarse sin una reflexión profunda y durante un período considerable de tiempo. Creo firmemente, sin embargo, que el derecho de hacerlo es uno de los fundamentales que cualquier persona en una sociedad libre debería tener. Para mí la mayor parte del mundo no tiene sentido, pero mis sentimientos sobre lo que estoy haciendo suenan alto y claro en mi oído interno, en un lugar donde no hay ego, sólo calma. Siempre con amor, Wendy».

Vegetariana, entregada al cuidado de los animales y retirada desde 1991 en una casa en los bosques de Connecticut, la radical plasmática (que se definía como anarquista violenta), fue al encuentro de la muerte con una bolsa de nueces para, como hacía todos los días, dar de comer a las ardillas. Luego apretó el gatillo.

Carpeta de un single pirata de los Sex Pistols con "Belsen Was a Gas"

Carpeta de un single pirata de los Sex Pistols con «Belsen Was a Gas»

Galería de ofensas

Ni el sexo que emanaba de las caderas de Elvis Presley, ni las letras para asustar a mamá de los Rolling Stones. Ningún género de música pop ha sido tan incorrecto y ofensivo como el punk. Los trolls del ultraje y los meapilas de moral delicada sin un ápice de sentido del humor tienen en el punk un vastísimo campo de lapidación. Unas cuantas ofensas:

Beat on the Brat – Ramones. Joey Ramone compuso la canción (Golpea al mocoso / Con un bate de beísbol) cuando un crío con berrinches y mamitis le estropeó la placidez de una tarde de playa. Fue la primera de una larga serie de viñetas paródicas del inolvidable cuarteto-caterpillar: en Blitzkrieg Bop convierten en ritmo las guerras relámpago nazis, en Now I Wanna Sniff Some Glue proponen combatir el aburrimiento de la clase media esnifando pegamento y en Carbona Not Glue recomiendan sustituir el pegamento por los productos abrasivos de una conocida marca de artículos de limpieza.

Belsen Was a Gas – Sex Pistols. [El campo de concentración] de Belsen era guay / Lo escuché el otro día / En las tumbas abiertas / Donde estaban los judíos. Los Sex Pistols juegan con el holocausto, calificando al campo de la muerte de Bergen-Belsen como un gas (de gasear, pero también de lugar divertido).

Little Bit of Whore – Johnny Thunders. Lo peor es que el zopenco Thunders, que tenía bastante mal amueblada la sesera pese a su instinto asesino como guitarrista, creía lo que decía en este vil retrato de las mujeres (hay un poco de puta / en cada chica). Tuvieron que llegar las formas más groseras del rap para decirlo peor.

Darby Crash

Darby Crash

En busca de la anestesia

Darby Crash, cantante del grupo de hardcore punk The Germs, había anunciado tantas veces que se suicidaría que nadie le tomaba en serio. Cosas del loco Darby, pensaban.

Hijo de una familia disfuncional —padre ausente, madre abusadora y hermano muerto con la jeringa clavada en la vena—, Crash tenía un coeficiente intelectual muy alto y había estado matriculado en una universidad relacionada con la Iglesia de la Cienciología.

Entró en la élite del punk californiano cuando las bravas actuaciones de su grupo aparecieron en el documental The Decline of Western Civilization (Penelope Spheeris, 1981), donde se le puede ver declarando que necesitaba drogarse en el escenario para anestesiarse contra el dolor de los impactos de los objetos —botellas, latas y lo que estuviese a mano— que lanzaban sus fans.

En un viaje al Reino Unido probó la heroína y se dejó llevar por la aterida pasividad del más potente de los anestésicos.

El 7 de diciembre de 1980, en una pensión de mala muerte, ejecutó su promesa y se inyectó una dosis que sabía de antemano que le conduciría a la muerte. Tenía 22 años.

En los últimos instantes de vida logró garabatear una nota en la que dejaba su cazadora de cuero al bajista de la banda.

En 2007 hicieron un biopic horrible sobre su vida, What We Do Is Secret.

GG Allin

GG Allin

Con los calzoncillos puestos

Es discutible que GG Allin pueda ser considerado algo más que un palurdo exhibicionista, pero tiene derecho a figurar en el panteón del punk con grado de almirante: desde su nombre bautismal, Jesus Christ Allin —el padre juraba que Dios le había visitado para anunciarle que el niño sería un nuevo mesías—, hasta la estupidez extrema que ejerció con pasión le convierten en una referencia obligada.

Violento —estuvo en la cárcel por intento de homicidio—, patán, fascistoide y de gustos singulares —se peleaba a trompadas sangrientas con sus fans, defecaba en los conciertos y se untaba con sus deposiciones, que también entregaba en comunión al público—, Allin fue llamado payaso, imbécil y también «el mayor degenerado de la historia del rock».

No dejó nada reseñable musicalmente, sus canciones eran meras ceremonias de griterío y pavoneo grotesco, pero fue el más punk de todos en arrebatos y cochinadas.

Durante años anunció que se suicidaría en directo durante un concierto en la noche de Halloween, pero nunca tuvo las agallas para hacerlo. El 27 de julio de 1993, tras una actuación en un garito de Manhattan en el que apenas cantó un par de canciones y compartió varias docenas de guantazos con el público antes de que se fuera la luz y llegara la policía, se largo de farra vestido con un taparrabos y cubierto de mierda —hay vídeos de su paseo por las calles neoyorquinas con una tropa de fans—.

Allin acabó en un apartamento donde esnifó mucha heroína y se quedó frito. Los asistentes a la fiesta se chotearon de la escasa resistencia del más killer de los punks y se hicieron fotos al lado del cuerpo inerte. Varias horas después, cuando se hizo de día, alguien no demasiado colocado se dió cuenta de que el cantante era un cadáver. Murió con los calzoncillos (sucios) puestos.

Joey Ramone

Joey Ramone

Ángeles en el lecho de muerte

Un contrapunto de ternura para endulzar el agrio spleen del punk, el género musical donde la señal más apasionada de respeto por parte del público era escupir al ídolo.

Algunos de los intérpretes más ariscos se transmutaban en ángeles cuando el final era inminente.

Kurt Cobain —uno de los hijos putativos con más renombre del punk— eligió como banda sonora para su escenografía suicida un disco de REM, Automatic for the People, que puso en el reproductor mientras preparaba la escopeta.

El cantante de bubblegum-punk más adorable de la historia, Joey Ramone, intentó combatir los dolores finales causados por el linfoma con una pastoral de U2, In a Little While.

Ánxel Grove