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Jacques Sonck, fotógrafo de ‘outsiders’

© Jacques Sonck

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© Jacques Sonck

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El gran fotógrafo alemán August Sander (1876-1964) pretendió componer un muestrario tipológico de los hombres del siglo XX. Como si se tratara de un heresiarca dispuesto a contradecir la labor del creador de la vida —sea quien sea—, clasificó a las personas y las catalogó con la paciencia burocrática de todo alemán: el campesino (Der Bauer), el artesano (Der Handwerker), la mujer (Die Frau), los trabajadores cualificados (Die Stände) —en los que adivinaba el primer eslabón de la vida cívica: del abogado al miembro del parlamento, del soldado al banquero—, los intelectuales, artistas, músicos y poetas (Die Künstler) y la gran ciudad (Die Großstadt)…

El ciclo termina, decidió el genial y peligroso Sander (al que, de modo contradictorio, no persiguieron los nazis, grandes catalogadores) con los locos, gitanos, mendigos, moribundos y muertos (Letzte Menschen).

Un siglo después, el belga Jacques Sonck (1949) parece decidido a añadir un prototipo al discutible aunque asombroso compendio del maestro. Sonck, cuyo libro más conocido se titula no casualmente Arquetipos, lleva casi cuarenta años empeñado en la tarea de retratar a los seres que de manera irremediable, como decía Kipling, «terminan pareciéndose a su sombra».

© Jacques Sonck

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© Jacques Sonck

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Pese a la sonrisa, la picardía o la pose de indolencia, los seres humanos que elige Sonck están bajo una tormenta, dentro de un corral emocional o fuera de la convención: son outsiders o lisiados, casi  freaks como los reunidos por otra gran discípula de Sander, Diane Arbus, que siguió la senda del alemán en una carrera especular que linda con el copismo. La extraña pareja se convierte en trío con el añadido del belga, un buscador de personas diezmadas.

Funcionario de la administración cultural pública belga, Sonck adopta otra vida tras agotar la jornada laboral: vaga por los adoquines marchitos de Amberes y, con la potestad de la mirada, elige a los malditos. Que los retratos sean posados y no casuales, que el designado haya obedecido las órdenes del fotógrafo, añade la pizca de morbo que ubica las fotos en el terreno de lo moralmente discutible, es decir, de lo interesante. Ni un gramo de piedad.

Solitarios, excéntricos, abandonados, deformes, anacrónicos… Sonck los busca, selecciona y ordena. Le imagino pidiendo un gesto más ausente, una sonrisa idiota, un descalabro más notable, un miedo de verdugo.

© Jacques Sonck

© Jacques Sonck

© Jacques Sonck

© Jacques Sonck

© Jacques Sonck

© Jacques Sonck

«Sabemos que las personas están formadas por la luz y el aire, por sus rasgos heredados y por sus acciones. A través de su apariencia podemos deducir el trabajo que hace alguien y el que deja de hacer. Podemos leer en su rostro si es feliz o atormentado», escribió Sander.

Sin melancolía, sin indulgencia, Sonck sigue el dictado del maestro. Sin ninguna pretensión de ridiculizar pero sin compasión.

Ánxel Grove

Los autorretratos de un fotógrafo heroinómano

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

«El comerciante no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto«. La afirmación, cruda como es norma procediendo de la boca hambrienta de William S. Burroughs, se ajusta a la foto como un buen cinturón al antebrazo.

El fotógrafo ha dejado programada la cámara —una digital barata, no es necesaria complejidad alguna para mostrar la víscera que somos— para que dispare por sí sola. La imagen es un autorretrato y Graham MacIndoe hizo muchos durante sus años en el subsuelo.  Con la jeringa clavada, frente al cobalto azulado de la televisión, el fotógrafo-consumidor posa para, también en el tiempo anestésico del opio, reconocerse.

Escocés nacido en 1963, MacIndoe es desde 2010 un adicto sobrio —la noción de exadicto es una figura retórica: la edad me ha llevado al convencimiento de que con las drogas, con todas ellas, firmas contratos de permanencia vitalicios—. Desde la limpieza sigue ejerciendo la profesión de fotógrafo, ahora quizá con un nuevo tipo de benevolencia, la de saberse débil como cualquiera.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

En un pliego de descargo retroactivo que nadie tiene el derecho de recusar, MacIndoe ha decidido sacar a la luz sus años de relación, mientras vivía en Nueva York, con, por este orden, la cocaína, la heroína y el crack y mostrar bastantes de los autorretratos que hasta ahora había mantenido ocultos. En la pieza audiovisual My addiction: a self-portrait (Mi adicción, un autrorretrato), publicada por The Guardian, diario en el que colabora, el fotógrafo muestra y comenta las imágenes.

En una entrevista editada en paralelo por el mismo medio, Coming clean: the photo diary of a heroin addict (Limpiándose: el fotodiario de un adicto a la heroína), se confiesa a su exnovia, la periodista y escritora Susan Stellin, que estuvo liada con MacIndoe durante los años de aguja y rompió con él por las consecuencias de la adicción en la convivencia. No se enteró, o al menos eso asegura, de la grave intensidad de lo que estaba sucediendo con su pareja. Precisa que sólo tuvo una conciencia exacta del hundimiento cuando, una vez separados, encontró los 342 autorretratos de MacIndoe en el trámite de chutarse o en los posteriores vuelos opiáceos.

«De alguna forma, esto era lo que tenía curiosidad por ver (…) Todos estos primeros planos de la aguja entrando en una vena, su expresión durante y después (…) Quizá la clave sea: ‘¿Querías ver? Aquí lo tienes’. Entonces quizá nos enferme nuestro voyeurismo, porque no necesitábamos ver nada de esto», escribe Stellin recobrando una nota que redactó al encontar las fotos y a la que ahora añade una coletilla: «Creo que sí debemos verlo e intentar entender la adicción desde dentro como nos la describe Graham y no con una mirada exterior».

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

La versión en primera persona del enganche y sus rituales es una narración de la infinita soledad del adicto y del mundo de un solo habitante en el que reside. Juicios personales aparte —y el fotógrafo es el primero en recordar aquellos años con una «enorme vergüenza personal»—, los autorretratos demuestran que los motivos para caer podrían resumirse, en una exageración quizá injusta pero no por ello menos certera, en que los opiáceos eliminan todo tipo de dolor o sufrimiento, incluso aquellos que ni siquiera padeces.

El diario fotográfico de drogadicción, un trabajo que es un grito pero también un testimonio de valentía, coloca al fotógrafo en un terreno extraterritorial, la patria sin fronteras donde es innecesario preocuparse por la muerte porque siempre la llevas de tu mano.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

MacIndoe cita la canción de Lou Reed Perfect Day para explicar la opción del fije intravenoso: Es un día perfecto / Has logrado que me olvide de mí mismo / Creí que era otra persona, / una buena persona.

Los autorretratos demuestran la indomable hipnosis que ejerce la droga sobre el adicto y que el fotógrafo capturó con exactitud, pero alivia saber que MacIndoe —que hoy, tras pasar por la cárcel y una rehabilitación que, en su caso, ha funcionado, luce el aspecto saludable que merece— también se dejó someter por una segunda sustancia tóxica, la fotografía.

Algunas de las secuelas de esta segunda dependencia brotan de la colección de autorretratos: el triunfo del ojo sobre la cámara; la ausencia de todo límite excepto los que imponga el fotógrafo; las puertas abiertas al pasado o, como decía Julio Cortázar, las fotos como forma de «combatir la nada»… A las imágenes de MacIndoe les cuadra, sobre todo, la definición esquiva de Diane Arbus, otra notable drogadicta —en su caso, de barbitúricos y otros venenos psiquiátricos—: «La fotografia es un secreto de un secreto. Cuanto más cuentas, menos sabes».

Ánxel Grove

‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

Muere Jerry Berndt, un fotógrafo «con demasiado grano»

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

«Las fotos no están mal, pero tienen demasiado grano».  Jerry Berndt, que acaba de morir en París a los 69 años, escuchó tantas veces el mismo reproche de los editores gráficos que incluso se adelantaba y no les otorgaba la oportunidad de ser imbéciles e imitativos. «Te traigo fotos con demasiado grano», decía.

La vida tiene grano, se expande en pequeñas detonaciones que, una a una, no hacen daño, pero todas juntas terminan matándote demasiado pronto. Jerry Berndt nació para artificiero de los callejones. Su cadáver lo encontraron los bomberos en el pequeño apartamento que compartía con su novia, a la que había conocido en Haití, un lugar al que sólo viajas cuando sabes que en el mundo hay mucho grano.

Dicen que el fotógrafo murió de un ataque al corazón y precisan que «abusaba de sustancias».

Cuando era pequeño mi abuela solía hacerme siempre la misma pregunta cuando quería saber mi opinión sobre la carne asada con patatas que cocinaba para mí. «¿Tiene sustancia?». Como a mi abuela Vicenta, la mejor cocinera de la historia, me gustan las sustancias y la gente que abusa de ellas. Es una repelencia comer tofu, no fumar, renegar del whisky y la santidad de los tóxicos y considerar que dios nos trajo al mundo al mundo para tener un muro de Facebook con más chinches que amigos.

Jerry Berndt, 1983. Foto: © Eugene Richards

Jerry Berndt, 1983. Foto: © Eugene Richards

Berndt tenía una brecha en el cuero cabelludo, una cicatriz larga que de vez en cuando palpitaba en una arritmia digna de hot bop. No se la hicieron los machetes de Haití, El Salvador o Ruanda, lugares a los que decidió largarse para apadrinar seres humanos en vez de perritos falderos (se consideraba padrino de cada uno de los parias que retrataba, esos que no tienen muro de Facebook ni mayor futuro que el minuto siguiente).

La cabeza se la había abierto al fotógrafo la civilizada porra de un policía de los EE UU en una protesta contra la guerra de Vietnam, que Berndt combatió organizando acciones más o menos violentas y casi siempre necesarias. Estuvo tres meses en la cárcel y tuvo que vivir clandestinamente porque el FBI le pisaba los talones por subversivo.

«¿Sabes cuál es mi mayor influencia fotográfica?», preguntaba cuando quería quedarse contigo. Esperabas que contestara lo mismo que contestarías tú conociendo la hondura de las imágenes, los ojos de saltimbamqui y los cigarrillos fumados en un continuo, royendo la red de seguridad contra la muerte: «¿Frank? ¿Arbus? ¿Winogrand?…». «No, te equivocas. Mi mayor influencia es el disco Charlie Parker and Dizzy Gillespie, volume 4«.

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

Menudo, nervioso, hijo de granjeros, fotógrafo sin pasar por aula alguna y gracias a la práctica incesante de cargar con la cámara durante largas noches insomnes tras trabajar diez horas de friegaplatos, Berndt vivió en Detroit —durmiendo en el cuartucho donde también revelaba— y luego en la estirada Boston.

Era inevitable que optase por retratar el escenario con más grano de la ciudad de los patricios yanquis y optó por la zona rosa, llamada de modo muy elocuente Combat Zone (Zona de Combate).

El reportaje, datado en 1968, llamó la atención por la solidaria humanidad de las fotos de putas y clientes en la boca de lobo de la noche. Algunos editores de revistas y diarios llamaron a Berndt para comprarle copias.

No hace falta que les repita qué le dijeron: «No están mal, pero tienen mucho grano».

Ánxel Grove

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

El director de «Smells Like Teen Spirit» quiere ser fotógrafo

A Samuel Bayer (Nueva York, 1965), a quien llaman The Bear (El Oso) por la altura y la pelambrera, le sonrió la suerte en 1991, cuando la discográfica DGC del sagaz multimillonario David Geffen, le puso 50.000 dólares en la mano para grabar el videoclip de la canción Smells Like Teen Spirit, de Nirvana. Bayer no sabe todavía hoy por qué le eligieron: no tenía experiencia de ningún tipo además de los vídeos que hacía a su familia. Quizá los productores y el grupo, sostiene, se quedaron prendados con la cinta demo que había remitido a la discografíca. «Era tan mala que debieron pensar que yo era muy punk», ha declarado.

Tras el videoclip, uno de los más difundidos y reverenciados del rock, a Bayer no han dejado de irle bien las cosas. Prolífico hasta la inconsciencia —le da igual dirigir cortos promocionales para Green Day, los Rolling Stones o David Bowie que para Natalie Imbruglia, Robbie Williams o Papa Roach—, se ha labrado fama de efectivo realizador, de esos que dan a sus obras un toque levemente sucio pero siempre suficientemente glamouroso para no desentonar con la decoración de las salas de estar de las clases medias.

Con las mismas mañas —garrulería simpática, belleza mancillada lo justo para no alcanzar la incorrección—, no ha dejado de llevarse premios en las dos últimas décadas como director de spots publicitarios para algunas de las megacorporaciones que explotan el marquismo consumista después de explotar previamente y con mayor intensidad a sus empleados en factorías camufladas en un sin número de aldeas invisibles del mundo pobre. Para completar currículo, en 2010 Bayer dirigió el remake de Pesadilla en Elm Street.

© Samuel Bayer

© Samuel Bayer

Bayer acaba de inagurar una exposición de fotos en una galería cuya ubicación geográfica es una declaración de principios: Beverly Hills. Se trata de 16 desnudos femeninos —con el vello púbico convenientemente rasurado— montados en forma de dípticos y trípticos verticales. La hoja promocional presenta las obras como «estudios contemporáneos de la forma femenina» y establece un cuando menos atrevido paralelismo con los trabajos de Diane Arbus y Robert Mapplethorpe.

No son las primeras fotos del realizador. Ya había aprovechado su envidiable agenda de contactos comerciales para hacer retratos de celebrities como los que abren esta entrada. También había tanteado con fotos que define, con descarado atrevimiento, como documentales.

Adivino en El Oso un desmedido intento por convertirse en el genio renacentista que no es. Adivino, sobre todo, un deseo no verbalizado de ser austero y profundo como el gran Anton Corbijn.

Mi recelo es que allí donde Corbijn retrata lo que ama, Bayer retrata lo que mola. El multiartista estadounidense sabe cómo vender unas Nike o una canción de los Strokes, pero jamás deja nada de sí mismo en una foto y nunca regresará al lugar donde la hizo.

Ánxel Grove

August Sander y Diane Arbus, fotos intercambiables

Cuatro fotos de August Sander, de entre 1920 y 1937

Cuatro fotos de August Sander, de entre 1920 y 1930

Chica de circo, Capitán de las SS, Bohemio, Desempleado. He ahí los títulos de cada una de las cuatro fotos de la izquierda.

Al fotógrafo no le importaban la filiación, la edad, el lugar, ninguna de esas marcas de agua registrales con las que nacemos o nos imponen la vida, el destino, la malaventura y el prójimo.

August Sander (1876-1964) tenía un sueño quimérico: catalogar a la raza humana según el efecto de la luz y el aire sobre el selbst, en el que como buen germánico creía por comodidad antes que por razonamiento.

«Sabemos que las personas están formadas por la luz y el aire, por sus rasgos heredados y por sus acciones. A través de su apariencia podemos deducir el trabajo que hace alguien y el que deja de hacer. Podemos leer en su rostro si es feliz o atormentado», escribió el fotógrafo en uno de sus escasos encuentros con la tinta.

Hijo, como Jesucristo, de un carpintero, Sander pretendió, también como el Mesías de los judíos, juzgar a todos los seres humanos bajo un mismo código.

August Sander, 1922

August Sander, 1922

Estaba en ello, componiendo una obra universal de dimensión extraordinaria, Antlitz der Zeit (El rostro de nuestro tiempo), cuando los nazis, que hicieron de la aberración una forma de gobierno,  juzgaron al fotógrafo como «aberrante» y «degenerado», retiraron sus libros de los puestos de venta e incautaron parte de sus negativos en 1936.

Los aliados, a quienes importaba la cultura tanto como a los nazis, destruyeron otra parte de los archivos en uno de sus indiscriminados bombardeos sobre la población civil alemana.

Las fotos que sobrevivieron a ambas formas de devastación son suficientes para que Sander, como las prédicas de Cristo, haya multiplicado su poder.

Acaba de celebrarse en en la galería Edwynn Houk, en Zurich (Suiza), la exposición Diane Arbus & August Sander, que demuestra cómo la mirada de un fotógrafo de los años veinte y treinta se reencarnó en la torturada Arbus (1923-1971), que ni siquiera había nacido cuando el alemán empezó a retratar.

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

También se comprueba una segunda verdad: Arbus ha sido mitificada por el encanto de su fragilidad, la pendencia de su ánimo y, less but not least, un irremediable suicidio con barbitúricos, circunstancia turbia que vende bastante bien.

La primera vez que Sander se cruzó en el camino de su copista fue en 1960, cuando cayó en las manos nerviosas de Arbus, siempre ocupadas con la coreografía compulsiva contra la angustia a la que sometía a algún cigarrillo, un ejemplar de la revista suiza DU. Aquellos retratos frontales, desprendidos de todo artificio, cambiaron la obra de la estadounidense. Es más, la cambiaron a ella.

Durante toda la década de los años sesenta, Arbus compendió, en un inventario muy parecido al que pretendió Sander para Antlitz der Zeit, fotos de enanos, enfermos mentales, gigantes, tragadores de sables, travestidos, niños peligrosos, naturistas urbanos, gloriosas damas ajadas, reinas de dudosa belleza , parejas con el pasado cargado de tristeza y el futuro de tragedia y todo aquel freak que residiese en el vientre de Moloch de Nueva York.

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

Es como si el encuentro -nunca consumado físicamente- entre el alemán y la estadounidense hubiese sido la espoleta para que la segunda implosionase en pos de una búsqueda sistemática del sentido-otro de la vida, como si el wild side del underground neoyorquino fuese la sombra proyectada desde el pasado por la luz y el aire livianos de la República de Weimar en la que Sander soñó con poder catalogar al género humano.

Los organizadores de la exposición Diane Arbus & August Sander sólo difunden entre los medios de comunicación algunas fotografías del segundo. Los derechos de las de Arbus son tan celosa y malignamente custodiados y gestionados por su hija Doon que la galería tiene rigurosamente prohibida la entrega de imágenes a la prensa.

Así las cosas, y aún a costa de que la señora Arbus junior o sus sagaces abogados localicen esta entrada y me demanden, me he tomado la libertad de buscar unas cuantas de las fotos que hizo su madre (en el convencimiento de que la fotógrafa las consideraría, como yo, patrimonio de todos) y emparejarlas con otras de Sander.

A la izquierda, foto de Sander de la víctima de un bombardeo. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander de la víctima de un bombardeo. A su lado, una de Arbus

El resultado rompe las reglas matemáticas del tiempo y, como en un milagro asociativo, agranda el sentido especular de retratos tomados con cuarenta años de distancia en momentos y ambientes en apariencia dispares, casi refractarios: el prólogo de la II Guerra Mundial y el gas ziklon B zyklon B de Bayer en Alemania y la bonanza económica de la era del baby boom y la cultura del suburbio y el cóctel Manhattan en los EE UU.

No hay compensación dialéctica. No se trata de que una y otra foto, como tanguistas al rojo, se busquen para completarse en el mismo fuego. Es que ambas fotos ¡son la misma!

Por mucho que Sander sea más objetivo, se esconda con mayor timidez, y que Arbus busque -con una inocencia, por cierto, muy propia del liberalismo yanqui- la autoproyección a través de sus modelos, el emparejamiento culmina en una alegoría mutua.

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

A la izquierda, foto de Sander. A su lado, una de Arbus

La voz historicista diría que Sander se aproxima sociológicamente, dándonos la oportunidad de ver a la persona tras su arquetipo (el taxista, el minero, los estibadores, el funcionario…), mientras que Arbus ve en cada persona una manifestación de un individuo excepcional, aunque en última instancia todo el ceremonial se reduce al intento de autorretratarse en cada lost soul.

Prefiero pensar que, merced a un insondable pliegue espacio-temporal, August Sander, el manso paseante solitario de las praderías de Westerwald, era tan degenerado como los nazis opinaban, y que Diane Arbus, la terca, neurótica, perseguidora de freaks e insegura vecina de la refinada Wesbeth Home for the Arts para artistas en crisis, era una persona dulce que sólo buscaba su lugar en un tradicional camino alemán en el que tres corteses y endomingados estudiantes le darían los buenos días.

Ánxel Grove

El fotógrafo que siempre estaba a la distancia justa

"Men without shirts; kicking car starter on the ground" - William Gedney, 1972

"Men without shirts; kicking car starter on the ground" - William Gedney, 1972

El padre y cuatro de los doce hijos. Hombres sin camisa. William, el padre, patea motor de arranque de un automóvil. Los hijos miran hacia el suelo.

El fotógrafo está a la distancia justa. Sin entrometerse pero tan cerca como para dejarnos saber.

El ballet gestual -los brazos caídos o en los bolsillos o cruzados o sosteniendo los riñones o apoyados en la estaca- pronuncia una sola palabra: extenuación.

«Los problemas del área son complejos y acumulativos. En resumen: lugar remoto, valles bruscos, montañas, innaccesible, sin carreteras. Cincuenta años de destrucción de recursos naturales, minerales y madera han dejado aguas contaminadas y suelos improductivos. Antiguas y corruptas maquinarias judiciales y locales», anota el fotógrafo en una página de sus meticulosos diarios.

"Boy at dinner table" - William Gedney, 1972

"Boy at dinner table" - William Gedney, 1972

William Gedney no diferencia la palabra de la fotografía. Si una no acompaña a la otra, ninguna de las dos tiene sentido, piensa.

El niño de imposibles brazos -otra vez: extenuados-, de mirada desplomada, descamisado… Tienen la desvergüenza de sostener que dios creó el mismo tipo de mundo para todo bicho viviente.

No son fotos de la Gran Depresión, sino de 1972. ¿Tras los Urales? No, en Kentucky, corazón del país más poderoso del mundo a aquellas alturas.

El fotógrafo es un joven callado, elegante, de esas personas que apenas dejan huella cuando pisan, de los que no gritan, de los que no empujan, de los que nunca están de vuelta… Tiene pocos amigos y se dedica a caminar, la mejor de las labores en esta tierra en la que vives mirando al suelo.

"Children and a dog walking on dirt road; two girls carrying books" - William Gedney, 1972

"Children and a dog walking on dirt road; two girls carrying books" - William Gedney, 1972

Gedney, nacido en 1932, llevó una vida modesta.

Pidió una beca para fotografiar el rural estadounidense y le soltaron algo por recomendación de Walker Evans, que le conocía y al que admiraba. El dinero le alcanzó para dar tumbos por el país en los años sesenta. Cuando se le acabaron los fondos dió clases particulares. Nunca pensó en venderse como fotógrafo, en publicar en revistas, en alardear…

Visitó a la familia del minero desempleado William Cornett en 1964. Residió con ellos, retrató su vida de harapos. Regresó en 1972 para seguir fotografiando los días sin camisa de los niños crecidos. Le recibieron como a un hijo pródigo. Gedney se dejaba querer, no se entrometía. No abusaba.

Entre una y otra estancia en las montañas extenuadas de Kentucky, Gadney quiso ser testigo del milagro hippie. En San Francisco hizo fotos de muchachos durmiendo en sofás, de chicas bailando a la luz de la psicodelia, de diggers repartiendo gratis comida entre aquellos indignados beatíficos e inocentes… No sacó demasiadas conclusiones. Nadie que baje de la montaña se deja embaucar por el glamour supuesto de una corona de flores en un parque urbano.

"Girl sitting on windowsill" - William Gedney, 1964

"Girl sitting on windowsill" - William Gedney, 1964

En 1968 expuso -por primera y única vez durante su vida- en Nueva York. Fueron 44 fotos de Kentucky y San Francisco. Lee Friedlander y Diane Arbus fliparon cuando visitaron la muestra de aquel desconocido que parecía tener un don para retratar momentos de desnuda verdad, como si amase profundamente al sujeto de cada foto.

Gadney consiguió otra beca y la estiró lo suficiente como para viajar dos veces a la India, primero a Benarés, en 1970, y luego a Calcuta, diez años más tarde.

Siguió haciendo poco ruido. En 1987 dió positivo en las pruebas del VIH. Dos años más tarde murió de complicaciones derivadas del sida. Tenía 56 años y casi nadie sabía que era gay. No ocultó nada, pero tampoco pregonó nada.

Todo su legado, una colección de más de 5.000 fotos y hojas de contactos y decenas de cuadernos de notas, ordenados con el meticuloso ardor de un andarín, se lo dejó a Friedlander. Los archivos de Gedney están ahora en la biblioteca de la Universidad de Duke.

El material, al completo, ha sido digitalizado con el cariño que merece. Las fotos pueden utilizarse en cualquier soporte citando procedencia (precisión que anoto aquí: todas las imágenes de esta entrada del blog son de la colección digital de William Gedney de la Universidad de Duke). Si Internet ha valido para algo, este es uno de los casos.

"Two girls with dirty clothes holding hands" - William Gedney, 1964

"Two girls with dirty clothes holding hands" - William Gedney, 1964

Como si la fama póstuma no desease turbar la sombra de un hombre sin voz, el tiempo y la cháchara han sido benévolos con Gedney.

En 2000 el San Francisco Museum of Modern Art le dedicó una antología. La titularon Short Distances and Definite Places, una referencia a dos versos (examina esta región / de cortas distancias y lugares definitivos) del poeta favorito del fotógrafo, W.H. Auden.

Ese mismo año se publicó el único foto-libro de su obra, What Was True: The Photographs and Notebooks of William Gedney. Está descatalogado y cuesta bastante dinero en las casas de segunda mano.

En torno a Gedney hay un intenso velo de respeto y también de desconocimiento. Su empatía y compromiso con lo retratado asusta. Su ausencia de retórica o cinismo encaja mal con un momento fotográfico triste en el que sólo cuenta quien habla más alto.

Puedo navegar durante horas, ajeno al dictado del tiempo, por la obra de este ejemplar fotógrafo. Me calma su comportamiento taciturno, la letra aniñada de sus notas en los diarios, la falta de afanes e imposturas con que pasó por el mundo, la sedosa forma de acercarse sin molestar…

"Willie and Vivian Cornett, children and grandchildren, and William Gedney on porch" - William Gedney, 1972

"Willie and Vivian Cornett, children and grandchildren, and William Gedney on porch" - William Gedney, 1972

No es justo elegir una foto cuando en todas hay tanta piel extenuada, pero tengo mis debilidades, mis caprichos.

Si debiera señalar una sola que pudiera contener mediante la humilde ceremonia de trazar un círculo de tinta, digamos, azul; si debiera decir: «ésta es, aquí está el ojo en el loto», me inclinaría por una de las menos drásticas: este retrato de grupo, tomado con disparo retardado, en el cual, entre toda la tribu de los Cornett del remoto Kentucky, sentado en la escalera, en primera fila, haciendo que la familía sonría tras su carrerita para llegar a tiempo, William Gadney se hace carne y se muestra.

Ánxel Grove

La mujer-buitre que no soportaba su mirada

Diane Arbus, autorretrato, 1945

Diane Arbus, autorretrato, 1944

«No puedo hacer fotos», dijo en un momento de su vida la fotógrafa Diane Arbus (1923-1971), de cuya muerte se cumplen esta semana cuarenta años.

Cuando le preguntaron el motivo respondió: «Porque quiero retratar el mal«.

Como buena lectora de Nietzsche, Arbus sabía que el mayor peligro de lidiar con monstruos es que puedes terminar siendo un monstruo.

Como buena lectora de Sir James Frazer también era consciente de que la fotografía es un ejercicio de metonimia, de rebautismo: poner un nuevo nombre a las cosas para tenerlas bajo control.

Arbus hizo fotos inolvidables -y de una tristeza profunda- de enanos, enfermos mentales, gigantes, tragadores de sables, travestidos y niños peligrosos, pero practicó muy poco el ejercicio del autorretrato, acaso porque el único freak al que temía era ella misma, el freak malvado.

Cuando se colocó ante el espejo tenía 21 años y aún no había desarrollado la belleza élfica y triste de su madurez. Era una niña con ropa interior fea y un naciente embarazo.

Diane Arbus - Autorretrato con Doon, 1945

Diane Arbus - Autorretrato con Doon, 1945

Unos meses más tarde volvió a posar con su primer hijo, Doon. En la toma de la izquierda abraza al niño con una delicadeza torpe. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo.

En los tres autorretratos sólo hay una emoción en la mirada de Arbus: miedo. Según algunos, el mejor amigo, pese a que la convivencia cobre un precio demasiado alto.

Veinte años después, cuando estaba camino de ser una de las fotógrafas más conocidas de su tiempo, celebrada como buceadora valiente de mundos subterráneos, Arbus tuvo que rellenar una solicitud de subvención para sufragar parte del coste de uno de sus reportajes de inmersión en el trasmundo.

«He aprendido a atravesar la puerta que lleva de afuera hacia adentro. Un entorno conduce al siguiente. Quiero ser capaz de seguir adelante», escribió en el formulario. Siempre que manchamos un papel con el suero de la verdad de la tinta, escribimos para nosotros mismos: formulamos un deseo y lanzamos la moneda al fondo de la charca.

Cubierta de la 'psicobiografía'

Cubierta de la 'psicobiografía'

En un mes publicarán en inglés la psicobiografía -la denominación es tenebrosa- An Emergency in Slow Motion: The Inner Life of Diane Arbus, escrita por William Tod Schultz. Los editores y el autor aseguran que aclarará los misterios de la fotógrafa, sus claroscuros (la sexualidad, la tristeza, la inseguridad, el miedo…), que revelará testimonios y notas de alguno de sus siquiatras, amigos y familiares, que, en fin, elevará a definitivo un diagnóstico.

La fotógrafa que pretendía retratar los «innumerables e inescrutables hábitos» del presente para convertirlo en «legendario» consiguió con creces el objetivo. Su obra es ceremonial, punzante, literaria, lo mejor que se puede decir de un cuerpo fotógrafico.

Sin embargo, no lograba encontrar su propia mirada en el objetivo, no tenía arrestos para soportarse. El 26 de julio de 1971 se cortó las venas después de tragar un buen puñado de barbitúricos.

Había declarado: “Yo he aprendido a mentir como fotógrafa. Ha habido ocasiones en las que he ido a trabajar con ciertos disfraces, simulando ser más pobre de lo que soy…, actuando, pareciendo pobre”.

Era un buitre y lo sabía.

Todos los fótografos lo son. Deben serlo.

Ánxel Grove

Que la vida se quede afuera

Bruce Davidson, 1960

Bruce Davidson - "Girl with Kitten", Londres, 1960

El autor de la foto de la izquierda, el gran Bruce Davidson, ha llamado de forma conmovedora a las puertas del pasado para intentar recobrar, 51 años despúes, a la protagonista de uno de sus retratos de calle.

Quiere saber quién es la chica a la que congeló en  una película en 1960, en las calles de Londres. Dice no soportar la ausencia.

El veterano reportero, que tiene 77 años, modula la voz con glosario de enamorado: «Su hermosa inocencia llena de esperanza y su rostro misterioso han estado conmigo desde entonces«.

En uno de sus ensayos Susan Sontag, equipara la fotografía a una «empresa de notación» mediante la cual «observamos, tomamos nota, reconocemos».

Roland Barthes cree, al contrario, que la fotografía «no se percibe más que verbalizada».

Creo que Davidson lucha por no ahogarse entre esas dos corrientes: tiene las palabras, pero no las reconoce.

¿Por qué no basta para consolar al maestro la imagen por sí misma? ¿No es pie de foto suficiente el que componen, como notación, el saco de dormir en bandolera, la mirada sin foco y el gato de callejón?

Una de las mejores fotógrafas de todos los tiempos, Diane Arbus («mi pasión es ir a donde nunca he ido»), se comprometía hasta tal punto con sus modelos (casi siempre outsiders a la deriva) que desaparecía durante días para entrar en las vidas ajenas, en las casas ajenas, en los mundos incomprensibles (por ajenos)…

Acaso la constatación de que padecemos la carencia de ser en el otro contribuyó a que Arbus decidiera abandonar la búsqueda tomando un buen puñado de barbitúricos.

Diane Arbus - "Child with Toy Hand Grenade in Central Park", New York City, 1962

Diane Arbus - "Child with Toy Hand Grenade in Central Park", New York, 1962

¿Qué habrá sido del niño sulfúrico que Arbus retrató, granada en mano, en 1962? ¿Significó algo ese juego en su devenir? ¿Murió en un selva húmeda de Camboya? ¿Cuelga una copia de la foto de Arbus -señora a la que apenas recuerda- al lado de su título de Leyes por Cornell?

Las cámaras, como todo supuesto artilugio (o artificio: ahí están Facebook, Twitter y los otros mundos) para reproducir la vida, no hacen más que repudiarla.

«Tragamos el mal, nos atragantamos con el bien», sostenía el poeta Wallace Stevens. «No puedes fiarte de tus ojos si tu imaginación no está enfocada», había anotado mucho antes Mark Twain.

En otra foto de Davidson, una de las mejores (forma parte de Brooklyn Gang, de 1959), una pareja de jóvenes se besa en el asiento trasero de un atomóvil. Parecen regresar de la playa. Lo intuímos porque otras fotografías del reportaje muestran a la pandilla en el arenal de Coney Island.

Bruce Davidson - "Brooklyn Gang", Brooklyn-NY, 1959

Bruce Davidson - "Brooklyn Gang", Brooklyn-NY, 1959

No sé si Davidson anotó en este caso las filiaciones de los modelos, volvió a verlos, supo el amargo futuro de alienación que predicen para ellos las desoladoras fotos…

Arbus sostenía que «una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te dice, menos sabes».

«La mirada, y el acopio de los fragmentos de la mirada, nunca pueden completarse», proclamaba Sontag.

Creo que no sólo no pueden completarse, sino que no deben completarse.

Es mejor no saber, no dejar que la vida contamine la notación.

Ánxel Grove