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Las canciones fúnebres de la etíope-finlandesa Mirel Wagner


Mirel Wagner canta aunque no es lícito aplicar el verbo en su acepción más plácida: la voz tiene un quejido arrastrado, la monotonía del hambre diaria o el pisar de los milicianos que siembran de muerte el sotobosque y las aldeas. Esto dice: Mi bebé tiene la cara hinchada / Grandes labios rígidos / Ojos como los pozos negros /En los que yo también he estado / Su pelo largo / Todavíe huele a  barro / Y responde a mi beso / Con una lengua podrida.

Luego llega el estribillo y es un machete oxidado por el uso y el contacto con la sangre, bien afilado para la efectiva mutilación: Ninguna muerte / Nos separará.

Otra vez: El pozo está seco / Cántame una canción / El viento está furioso, los pájaros no vuelan / Nada para comer, ningún lugara para esconderse .

El estribillo hunde la cuchilla: No puedes comer la basura aunque quieras / No puedes comer la basura aunque quieras / No puedes oler la baura aunque quieras / Porque estás en la basura, eres la basura.

Despedazada a los 23 años, Wagner acaba de editar su segundo álbum, When the Cellar Children See the Light of Day. Es fuerte en el sentido fúnebre pero frágil como un misal infantil; tenebroso como el lamento de una mujer encerrada desde niña en un sótano —la canción central habla de esos casos frecuentes de monstruos, eso decimos mientras devoramos las crónicas mediáticas menos piadosas, que secuestran a los suyos y los encierran durante años en el subsuelo— y también inconcebible como el sindrome de Estocolmo de esa misma niña encerrada, incapaz de entender el libre albedrío tras ser liberada o escapar del carcelero.

Mirel Wagner (Cortesía Sub Pop)

Mirel Wagner (Cortesía Sub Pop)

Nacida en Etiopía y, desde el año y medio de edad, criada como hija adoptada por una familia finlandesa en al área metropolitana de Helsinki, Wagner compone y canta desde los 16 años. Ha editado un par de discos —el debut es de 2012, fue publicado con escasa promoción por una discográfica independiente y dejó boquiabiertos a otros músicos y a los críticos, que desgastaron el adjetivo sombrío y mencionaron como referencias rápidas a Leonard Cohen, Nick Drake y Nick Cave—. Es casi natural enlazar ambas obras con el tenebrismo de las murder ballads, el género nacido en el siglo XVII y equivalente en música folk a la crónica roja del periodismo.

Aunque en los temas de Wagner hay sangre, muerte, suicidios y féretros, la prometedora artista parece haber impuesto un veto a que se le pregunte por sus raíces etíopes. En ninguna de las entrevistas que he encontrado [ésta quizá sea la más incisiva] hay rastro de la condición de niña huérfana de una de las zonas del mundo más castigadas por la injusticia y la ferocidad abominable de las guerras civiles larvadas y eternas, un terreno donde las murder ballads podrían ser el himno nacional.

Resulta aún más extraño que no mencione la extraordinaria riqueza de la música etíope, quizá la más variada del vergel melódico africano —la serie etnográfica y recopilatoria de casi treinta álbumes Ethiopiques es de escucha obligada— y la única donde las tradiciones ancestrales tribales han maridado con naturalidad con las canciones religiosas musulmanas y cristianas. Estoy casi seguro de que la cantautora ha indagado en la historia folklórica de su tierra natal: las escalas pentatónicas, el uso de un estrecho rango tonal como memento mori musical, la vocalización adormecida, el storytellling como base de partida para cada composición…

Mirel Wagner (Cortesía Sub Pop)

Mirel Wagner (Cortesía Sub Pop)

Con una producción casi esquelética —mi opinión es que el eco en la voz, aunque sobrio, resulta un adorno innecesario— firmada por Vladislav Delay (uno de los heterónimos del músico electrónico Sasu Ripatti) y alguna pincelada instrumental ajena a la guitarra acústica de Wagner, When the Cellar Children See the Light of Day es uno de los grandes discos en lo que va de año.

La joven cantautora rechaza ser calificada de tenebrosa por su tenacidad en circundar la muerte: «Lo que de verdad es tenebroso es la música que se convierte en un producto, la música que suena en la radio… Eso es mucho más tenebroso que una canción melancólica«.

Es la suya, en todo caso, una melancolía lúgubre —en Oak Tree canta desde la voz de un recién nacido no deseado y enterrado en vida por su madre (una señora me ha dejado aquí / me pidió con voz temblorosa que me durmiese)—, que empapó al disco desde su gestación: Wagner compuso y preparó el repertorio en una cabaña en el bosque sin luz ni agua, con la única compañía de un ratón silvestre en busca de refugio…

Lo mejor que se puede decir de estre disco desolador y hermoso es que goza del don de situarse fuera de los calendarios. Que haya sido editado en 2014 es una mera nota circunstancial. Podría pertenecer a cualquier época pasada o futura. Las sombras del luto no tienen edad.

Ánxel Grove

Este archivo está manchado de sangre: las fotos policiales de Nueva York

Antonio J. Demai, 19 años. 19 de diciembre de 1915

Antonio J. Demai, 19 años. 19 de diciembre de 1915

Podría ser un poeta, bello y simbolista, acaso tuberculoso, muerto en la soledad de la indigencia o quizá el modelo potencial para un óleo goyesco o un montaje de Joel-Peter Witkin… El joven cadáver es moderno con determinación —carne escueta, mejillas afiladas, ropa pobre, cabellera descuidada con esmero—, pero la escena y la maravillosa foto de la escena tienen casi un siglo de edad. Es una imagen policial —es decir, una representación de evidencias— de un crimen cometido en Nueva York poco antes de la Navidad de 1915. Sabemos por la ficha del archivo que el muchacho, quizá italiano, se llamaba Antonio J. Demai, que murió de un tiro en el estómago y que el homicidio se registró en un cuarto del número 287 de la calle Hudson.

La foto es una de las 870.000 que el Departamento de Archivos de la ciudad de Nueva York, en algunos momentos del siglo pasado una de las más violentas del mundo, ha digitalizado y colgado en Internet. Probaron la base de datos en fase beta durante dos semanas y, a bombo y platillo, la declararon abierta en el éter ciberespacial hace dos días. La demanda de visitantes es tan alta que no hay acceso a las imágenes y, en el momento de escribir esta nota, la web anuncia «labores de mantenimiento para solucionar el problema», una precisión que pone en duda la intención expresada en el lema del departamento: «siempre abierto».

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

Las muchas y merecidas reseñas del nuevo archivo online que han sido publicadas estos días se detienen, sobre todo, en el caudal de fotos de obras públicas que salen a relucir. Se han exhibido imágenes de puentes en estado emergente, procesos de adoquinado y otras cosméticas urbanas, ambiente en las tribunas de los estadios y algunas escenas meramente documentales. También se ha estimado como milagroso el trabajo del funcionario Eugene de Salignac, fotógrafo municipal cuya obra, esteticista y del agrado de los no menos decorativos archiveros, fue descubierta en 1999 por uno de sus sucesores.

El trabajo de los fotógrafos-policía que contiene el archivo es reseñado de puntillas o directamente ninguneado. Como mucho se mencionan las características macabras de la danza de la muerte con la sangre y las escopetas, navajas, revólveres, martillos y otras armas de ataque empleadas como instrumentos de los crímenes.

Es una injusticia. Estamos ante un ejemplo mayor de fotografía periodística y artística. Dice bastante del oficio fotográfico-periodístico y su vanidad que las obras hayan sido realizadas por agentes de policía que no han pasado del anonimato, que no quisieron ejercer el derecho a la firma o lo ejercieron de modo sigiloso. Ninguno de sus sustantivos trabajos gusta demasiado a los archiveros. Tampoco a los periodistas.

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

Una buena cantidad de las fotos forenses de Nueva York ya habían sido publicadas en 1992 —circunstancia de la que parecen no haberse enterado los reseñadores del archivo online, que reproducen alguna de ellas como si fuese inédita— en el libro Evidence del periodista Luc Sante, que asoma por segunda vez a este blog (la primera fue a consecuencia de la antología de ensayos Mata a tus ídolos). Dada la caída de la web del archivo de Nueva York, me he tomado la libertad de escanear de mi ejemplar las imágenes que ilustran esta entrada. Sante, como todos los parias de la tierra, adora a los piratas y sé que nada debo temer.

El ensayista belga, residente en Nueva York y sus lindes desde hace varias décadas, ultimó jornadas silenciosas en el archivo policial. Antes de redactar el libro se preguntó si el estilo de las fotos indicaba que se trataban de la obra de una sola persona: los planos cenitales, la composición clásica y cierto sentido lírico a la hora de afrontar la violencia cruda indicaban que sí, pero, tras la investigación en los archivos, Sante descubrió que había seis agentes encargados de la cámara y que el estilo unipersonal que adivinó en primera instancia era más bien un método desarrollado con la práctica y según las necesidades del trabajo: escenificar con rigurosa naturalidad la escena de un crimen.

Homicido de un hombre apellidado Roshinnsky, el 15 de febrero de 1916

Homicido de un hombre apellidado Roshinnsky, el 15 de febrero de 1916

Tras mucha indagación, el periodista dió con los nombres de los fotógrafos: John A. Golden, Clement A. Christensen, Arthur W. DeVoe, Frederik F.E. Zwirz, Charles E. Carsbrer y un tal Abrams del que sólo averiguó el apellido. Todos eran funcionarios de la Policía de Nueva York y alguno ascendió bastante en el escalafón, como Zwirz, que llegó a ser responsable del departamento de huellas dactilares del cuerpo. Ninguno es recordado como fotógrafo. Tampoco lo pidieron: eran policías, hacían un trabajo. Hemos olvidado que somos lo que hacemos, sobre todo cuando lo hacemos bien.

La foto de la izquierda, que aparece firmada en el reverso con un lacónico «taken, Abrams» (tomada por Abrams), es un ejemplo de las virtudes del agente como fotógrafo: la composicion no es complaciente, la cámara se ha colocado casi al nivel del suelo para buscar la cara del cadáver y la ominosa mano derecha, agarrotada y ¿quemada?, sin olvidarse de los inesperados audífonos de telegrafista y el aparador con espejo volteado con respecto a su posición lógica…

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

En esta otra, de la que nada se sabe, la simetría parece compuesta y la postura de madre yacente clásica del cadáver no difiere de algunos ejercicios de los maestros pictorialistas… El fotógrafo, podría decirse, empatiza con la joven asesinada, quizá por una cuchillada o un balazo que dejaron muy pocos rastros de sangre, y la presenta con un lirismo conmovedor, casi alucinado y de extrema ternura en el detalle central —verdadero áxis de la foto— de la pierna descubierta de la chica.

¿Se imaginan que saquemos de los arcones, con seguridad y en todos los sentidos bastante sucios, las fotos de escenas del crimen de los muchos cuerpos policiales españoles? ¿Permitirían la investigación sin poner cortapisas pese al derecho amparado por la ley de la investigación en los archivos antiguos? ¿Encontrarían editor los hallazgos de un posible investigador? ¿Qué revelarían sobre nuestra forma de delatar, traicionar, matar, morir, malvivir, sufrir o sobrevivir?

Sin datos, sin fecha

Sin datos, sin fecha

En esta otra foto, vemos un cadáver encontrado dentro de un barril. Tenía 24 cuchilladas en el cuerpo, entre ellas una que le seccionó la yugular, y la lengua cortada. Se trataba, con probabilidad, de un hombre acusado por algún clan de ser un chivato.

La escena nocturna en el baldío, con el pueblo amontonado al fondo —donde siempre nos amontonan a los sin tierra— y el cadáver encogido al que nadie, excepto el fotógrafo, parece prestar atención, me gusta más como foto y me dice más como documento que cualquier ejemplo memorialista del adoquinado de una avenida o la heroica construcción de un viaducto.

El pasado es un cadáver acuchillado en un barril y es cuestión de educación cívica que nos permitan verlo.

Ánxel Grove