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Cocinan una receta babilónica de hace 4.000 años

Podemos viajar al pasado usando la lengua, la cuchara y el tenedor, enrollando las papilas a modo de papiro, deslizándonos por la pirámide de un sabor hacia el estómago del faraón. En las universidades de Yale y Harvard saben que el gusto conecta los tiempos pasados y futuros, y han querido reproducir una antigua receta babilónica contenida en una tablilla milenaria. No ha sido un viaje sencillo. Algunos de los ingredientes prescritos en el lenguaje cuneiforme no existen hoy en día; la tabla está mal conservada y hay lagunas; la traducción del acadio original, lengua semita extinta, es complicada. No obstante, aseguran que el resultado es delicioso.

Los babilónicos sabían comer, aunque estos platos estuvieran reservados a la élite. Babilonia fue la potencia regional en la cuna de la civilización, a orillas del Tigris y el Éufrates, dominadora de las viejas ciudades de Akkad o Kiš, sede del vasto imperio de Hammurabi en el siglo XVIII A.C… Allí aprendimos a escribir, cocinar, beber, conquistar…

Tabla cuneiforme. Wikimedia Commons.

Tabla cuneiforme. Wikimedia Commons.

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Almayso, fotógrafo e hijo del fundador de la cervecera Mahou

Almayso. Disfrutando de una cerveza en el Retiro, 1901 © Fondo Almayso

Almayso. Disfrutando de una cerveza en el Retiro, 1901 © Fondo Almayso

El joven Alfredo Mahou y Solana (1850-1913), uno de los hijos del tenaz empresario Casimiro Mahou Bierhans —nacido en Lorena, entonces región alemana, ahora francesa—, se fue de viaje a Europa cuando tenía 20 años con un encargo paterno: buscar maquinaria para el negocio familiar, una fábrica madrileña de papel pintado de nombre muy alambicado: El Arco Iris, Gran Fábrica de Colores al Temple y al Olio.

Cuando el muchacho regresó a Madrid trajo algo más que ingenios mecánicos para la factoría: había descubierto la fotografía, todavía incipiente y compleja, pero en expansión imparable. En 1870 abrió en la capital española el primer estudio fotográfico. Lo bautizó con un acrónimo de sus iniciales, Almayso, y se instaló en los locales de la empresa familiar, en la calle Amaniel, 29.

Aunque el negocio de los Mahou y Solana cambió de objetivo —en 1890, ya fallecido el fundador, los cuatro hijos, entre ellos Alfredo, decidieron dedicarse a la fabricación de cerveza, quizá sin saber que se convertirían en millonarios con una de las marcas más señeras del historial de la bebida en España, Mahou—, el fotógrafo logró compaginar las actividades de gerente empresarial de un producto de éxito y retratista.

Almayso no era un artista de la fotografía y no destaca por la técnica o la excelencia en la composición y el positivado. Al contrario, era tirando a torpe y primario y la intención de la mirada ni siquiera se adivina.

Lo suyo era la cantidad: al morir dejó un archivo de 6.000 originales que han sido restaurados y digitalizados en los últimos años. Mahou, que celebra en 2015 el 125º aniversario de la fundación de la empresa, expone parte de ellos en la exposición Historia de Almayso. Pasado, presente y futuro de la obra de Alfredo Mahou y Solana.

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El cine antinazi británico ensalzaba el cricket y el fútbol de patada a seguir

El corto que preside la entrada, engolado como todo producto british que se precie —los Smiths, los sonetos de Shakespeare, el pastel de riñones…—, es un arma de contrapropaganda antinazi. Fue realizado en 1940 y pagado por el British Council, la organización oficial creada en 1934 para defender, promover y vender la cultura británica en el mundo antes de los Beatles.

Con el nazismo afilando su ideología supremacista desde Centroeuropa, la administración británica necesitaba un argumentario para defenderse. Hitler, con quien el Reino Unido estaba en guerra desde la invasión de Polonia (otoño de 1939), machacaba a la opinión pública con la acusación de que el estado insular era una nación añeja y regida por tradiciones igual de arcaicas.

La idea fue utilizar el cine para exportar un ideal de futuro sin caer en la dialéctica discursiva de los nazis. Las 120 películas que produjo el British Council no mostraban la forma de ser del Reino Unido, sino la manera en que el país, pensaban sus dirigentes, deseaba ser visto por el resto del mundo.

Tratándose de británicos, la presunción de que su forma de vida es la única que vale la pena es acertada. Los cortos son panegíricos —con frecuencia muy naíf— sobre la  british life y sus supuestos logros: maternidades modélicas, seguro de desempleo, diversión sana (aunque acaso un poco bruta) y cerveza superior. Desde luego, ni un atisbo de crítica.

La colección completa acaba de ser colgada en Internet en la web del British Council Film Collection. El trabajo de digitalización y clasificación ha sido financiado por Google y apadrinado por New Deal of the Mind, una coalición de empresarios, creadores y artistas que quieren empaquetar y comerciar el «talento británico». Una alianza que mete miedo.

En el divertido archivo —el adjetivo de cultural no es aplicable, quizá sí el de costumbrista— que ahora se puede ver online hay cortos donde el fútbol inglés se presenta como lo que allá en las islas siguen creyendo que es (el único válido: prolongación del patada-a-seguir del rugby), escenas de Shakespeare (¿quién más?), detalles sobre la producción de lana escocesa, una defensa de las leyes penales inglesas realizada con maneras de Alfred Hitchcock, las pruebas de por qué resulta irrefutable la afirmación de que Inglaterra es un «país de jardineros» y el revelador corto que inserto para terminar, donde intentan explicarnos la grandeza y gracilidad de ese juego racial, ridículo e inexplicable que llaman cricket, el único deporte del mundo que se juega con jersey de pico.

Ánxel Grove

La ruta pintoresca de los tóxicos

"A perturbed young woman fast asleep" - J.P. Simon, 1810

"A perturbed young woman fast asleep" - J.P. Simon, 1810

Las drogas son un camino a ninguna parte, pero al menos son la ruta pintoresca.

Todos, en algún momento, necesitamos un diablo sobre nuestro pecho perturbado.

No somos tan infinitos como Bill Clinton («probé la marihuana una vez, pero no tragué el humo«). Nos hace falta la pastilla, la copa, la dosis, la calada, el tiro…

¿Para qué? Para no partirle la cara al vecino, para no morder el polvo de la vulgaridad, para no testificar la diaria derrota, para no aburrirnos de nosotros mismos.

A veces nos recetan, a veces nos recetamos, pero siempre pagamos. El importe puede salir de una cuenta corriente, hurtarse a la familia o los amigos o ser subvencionado por la Seguridad Social. A la droga le da igual. Es inmutable a los mercados.

Esta semana dedicamos nuestro Cotilleando a… a esos amigos complacientes, a los edredones naturales o químicos que nos protegen del frío espiritual, a los venenos que endulzan la cicuta de la vida, a los tóxicos que nos contaminan porque se lo pedimos.

Contemos algunas públicas virtudes y pecados privados sobre drogas y dependencias.

1. El primer speedball letal de la historia. Se lo inyectó el médico y sicólogo austriaco Ernest von Fleischl en octubre de 1891. Había sido morfinómano y heroinómano durante años para calmar los dolores que le quedaron como secuela de una amputación de un dedo. Su admirado Sigmund Freud (sí, ese Freud) le recomendó que se pasase a la cocaína. Al coleguita le fue fatal y, en un intento de calmar la tortura del dolor, inventó el speedball (cocaína + heroína). Calculó mal las proporciones y se le paró el corazón. Tenía 45 años.

Maria Callas (1923-1977)

Maria Callas (1923-1977)

2. Tenias y Quaaludes. La diva triste María Callas no tuvo reparos en asociarse con un pasajero intestinal para perder los kilos que le sobraban (llegó a pesar cien en su juventud) y le afectaban la voz. La tenia hizo bien su trabajo y la cantante adelgazó, pero el blues, el gran parásito, creció al mismo ritmo que el gusano. Para combatir la negra sombra de la pena, la Callas se empachaba en la decadente soledad de su mansión parisina de metacuaolona, un hipnótico que te hace sentir como la corriente del Danubio. Comercializado como Quaaludes, Ludex, Mandrax o -a veces los vendedores son poetas- Sopor, también era muy apreciado por los hippies desencantados por las flores muertas. María Callas expiró en 1977, a los 55. Los forenses fueron benévolos con el mito y escribieron «causas desconocidas» en el certificado de defunción. Había una nota cerca del cadáver, una cita de la ópera La Gioconda: «En estos momentos de orgullo».

3. La luz de la cerveza (y el hedor). Era mal escritor, pero al menos sabía vivir (no como otros, que brincan de conferencia en conferencia, de gran almacén en gran almacén, de caseta en caseta). Charles Bukowski reducía su hábitat al territorio anal. Se definió en un poema: «un admirador de los calientes y jóvenes y no usados ya más afligidos culos de las mexicanas». Se explayó en una entrevista: «No hay nada tan glorioso como una buena cagada de cerveza. Me refiero a la de haber bedido veinte o venticinco cervezas la noche anterior. El aroma de una cagada de cerveza así se extiende y permanece durante una buena hora y media. Te hace sentir realmente vivo». Pese a las predicciones de todos sus amigotes, Hank murió a los 67 74. No de cirrosis, sino de leucemia. Su lápida dice: «No lo intentes».

4. Gula VIII de Inglaterra. Jonathan Rhys-Meyers es a Enrique VIII lo que Mariano Rajoy a Jimi Hendrix. El monarca elevado a sex symbol por la serie de televisión Los Tudor era un glotón impenitente de obesidad casi mórbida. Aunque no hay constancia de cuánto llegó a pesar, sus trajes y armaduras permiten calcular que andaba por los 120 kilos cuando la palmó (1547) a los 55 años. Teniendo en cuenta que medía 1,60 ya se pueden hacer una idea: Su Majestad Bolita. Su droga favorita no era el sexo, que practicaba con regia promiscuidad para garantizarse descendientes, sino la manduca. Las cenas de palacio tenían 16 platos y 10 postres (entre 10 y 20.000 calorías). Duraban no menos de tres horas y los invitados estaban obligados a la estricta observancia de dos reglas de protocolo: acabar toda la comida y carcajearse a mandibula grasienta con los chistes soeces de Enrique.

Amadeo Modigliani (1884-1920)

Amedeo Modigliani (1884-1920)

5. Éter, absenta, hachís y burdeles. No toleró un sólo minuto de su escueta vida adulta sin estar colocado. El pintor Amedeo Modigliani comenzó a darle duro al hachís y el alcohol en los burdeles de Venecia, que frecuentaba en la tardo adolescencia buscando sexo y modelos para sus cuadros. Andrajoso y genial, llevó una vida que los moralistas juzgarían como desastrosa. Pintó ardientes cuadros de desordenada perspectiva, expuso sólo una vez, esculpió con piedras que los amigos recogían en las calles y cultivó el desorden con ordenada eficacia. Se enganchó al éter y, sobre todo, a la verde disciplina de la absenta. Murió de una meningitis tuberculosa. Horas después del hallazgo del cadáver, su mujer y modelo, Jeanne Hébuterne, embarazada de nueve meses del segundo hijo de la pareja, se tiró de un quinto piso. La familia de ella tardó diez años en permitir que la enterrasen al lado del pintor. Uno de los cuadros de Modigliani se subastó hace pocos meses por casi 49 millones de euros. La cantidad daría para mucha absenta.

6. La tiniebla más profunda. Una ley turca del siglo XVI establecía que una mujer puede divorciarse de su esposo si éste no llegaba a proporcionarle una dosis diaria de café. Más o menos en la misma época, los asesores del Papa Clemente VIII le aconsejaron prohibir el café, recién llegado a Europa, porque representaba una amenaza de los infieles. Después de haberlo probado, el pontífice bautizó la nueva bebida, declarando que sería una lástima dejar sólo a sus infieles el placer del café. Se estima que aproximadamente 501 billones de tazas de café se consumen anualmente el mundo. Tantos fans no podemos estar equivocados: viertan en el desagüe el agua manchada con té y entréguense a la honda tiniebla del café. Honoré de Balzac escribió sus cien novelas empujado por el café. Sólo establecía dos condiciones para coger la pluma: un cuarto y una cafetera. Con esos compañeros era capaz de alargar la vigilia hasta 48 horas. Sigan su ejemplo. Un tipo que escribió que «detrás de cada gran fortuna hay un delito» no podía estar equivocado.

William Faulkner (1867-1962)

William Faulkner (1867-1962)

7. De un trago. «Soy una mala persona. Voy a irme al infierno y no me importa. Prefiero estar en el infierno antes que estar donde estás tú». William Faulkner sabía en qué lado de la vía de tren prefería situarse. Bebió todo el bourbon que pudo y, aunque luchó para dejar la dependencia (se sometió a electrochoques), nunca lo consiguió. Al infierno que deseaba no lo llevó la botella, sino la caída de un caballo y las complicaciones derivadas del accidente. A su tumba acuden bastantes peregrinos con una botella de bourbon. La ceremonia establece que la mitad debe arrojarse sobre la tierra donde yace el escritor y la otra mitad debe ser ingerida por el visitante. De un solo trago.

8. Un tripi para pasar al otro lado. En su lecho de muerte, sometido al padecimiento de un cáncer de laringe que le impedía hablar, Aldous Huxley le pasó una nota a su mujer:  «LSD, 100 µg, intramuscular». A los pocos minutos el escritor (que lo probó todo para percibir mejor y más) murió en un viaje de ácido. Tenía 69 años y su fallecimiento pasó desapercibido porque pocas horas antes habían asesinado a John F. Kennedy.

9. «Llega una gran oscuridad». Unos días antes de morir, Emily Dickinson pronunció esta frase antes de desvanecerse en la cocina de la casa en la que vivió en casi absoluta reclusión voluntaria durante 56 años. Su vida, trastornada por la compulsión y la agorafobia, fue tratada por los médicos con la torpeza habitual: le administraron laxantes y diuréticos de forma masiva. La verdadera droga de Emily estaba bajo su cama: más de 700 poemas. Era una workaholic: si no escribía, nada tenía sentido. Su hermana descubrió 40 volúmenes de poesía encuadernados a mano cuando recogía el cuarto de la muerta. Dos versos bastan para comprender su grandeza: sería más fácil fallecer con la tierra a la vista, / que conquistar mi azul península.

Béla Lugosi (1882-1956)

Béla Lugosi (1882-1956)

10. Drácula en la feria del pueblo. El actor Béla Lugosi terminó haciendo el payaso en barracas de ferias ambulantes. Aparecía vestido de vampiro, enseñaba los colmillos de plástico y asustaba a algunos niños que aún no habían nacido cuando se estrenó Drácula (1931). Rechazado por Hollywood porque era incapaz de memorizar los guiones, el mejor intérprete del mito necesitaba sangre blanca: morfina, metadona y analgésicos. Le enterraron con la capa puesta.

Ánxel Grove