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La estructura más compleja de la historia: tiene 1.300 millones de facetas

Digital Grotesque II at Centre Pompidou Imprimer le monde exhibition. Digital Grotesque interior at Imprimer le monde - Foto: Fabrice Dall'Anese

Digital Grotesque II at Centre Pompidou Imprimer le monde exhibition – Foto: Fabrice Dall’Anese

Tiene un lejano parecido con un arrecife de coral, un panorama alienígena, una pesadilla gótica o una de aquellas grutas manieristas que los nobles de antaño hacían construir en sus jardines para hacer más soportable el aburrimiento de las tardes de verano… Pese a las posibles referencias o sugestiones, nunca ha existido nada igual en complejidad arquitectónica: es la estructura con más facetas nunca antes construida y ha sido necesario un superordenador para procesar el proyecto, hacer los planos e imprimir en tres dimensiones una parte de la superficie de la mareante gruta.

Para llevar a lápiz y papel Digital Grotesque (Grotesco digital) harían falta varios miles de años de trabajo ininterrumpido: estamos ante un diseño con 1.300 millones de facetas (superficies distintas), ninguna igual a cualquiera de sus compañeras, y 42 billones de vóxeles (del inglés volumetric pixel: la unidad mínima procesable de una matriz tridimensional). Ni siquiera el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, la catedral-sueño plástico-estética-religiosa de Gaudí, se enreda en tantas y tan diversas formas.

La gruta se expone estos días en Mutations-Créations / Imprimer le monde (Mutaciones-Creaciones / Imprimir el mundo), una muestra colectiva y temática que reúne en el Centro Pompidou de París a una generación de artistas, diseñadores y arquitectos que utilizan la impresión 3D como una herramienta de experimentación.

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Los ojos experimentales de la chicas modernas de entreguerras

Florence HENRI, 'Portrait composition, Cora', 1931 - © Centre Pompidou, MNAM-CCI, Dist. RMN-Grand Palais / Guy Carrard Florence Henri © Galleria Martini & Ronchetti, Genova © Adagp, Paris 2015

Florence HENRI, ‘Portrait composition, Cora’, 1931 – © Centre Pompidou, MNAM-CCI, Dist. RMN-Grand Palais / Guy Carrard – Florence Henri © Galleria Martini & Ronchetti, Genova © Adagp, Paris 2015

El niño sublime por el fuego interior e insoportable por la jactancia externa Arthur Rimbaud dejó para el futuro una obra poética que parece un cometa condenado a circular como un tiovivo eterno, un tour vital por los escenarios de una psicósis —de ángel iluminado a traficante de esclavos— y una frase que se ha convertido en reclamo para estampar en las camisetas, esas residuales plataformas opinativas donde se enuncian chascarrillos con la misma pasión con que en el pasado pedíamos la muerte de los tiranos.

Rimbaud, que se me ha ido al carajo el párrafo, decía:

Hay que ser absolutamente moderno.

Ser moderno, como ser ministro de Justicia o alcahuete financiero, es a estas alturas un oficio que se aprende en las aulas de algunas maestrías de grado superior y se ejerce en los reservados de ciertos locales y en los despachos criptoprotegidos donde juegan al póquer con nuestras almas como envite.

Ya no eres moderno si, como opinaba Oscar Wilde, «esperas lo inesperado» —al pobre le demostraron con creces las consecuencias—. Lo eres si bebes vermú, si tu lengua se ocupa de repetir «es bien» mientras no le quitas ojo a la pantalla de la app-esperanto del smartphone, si te consideras eterno…

Eres moderno si te has convertido, sin que te hayas enterado, en la prolongación de la peor versión de tus padres.

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